Hacía mucho tiempo que ella dedicaba a su imagen en el espejo solo una mirada distraída. Consciente, aunque sin pensarlo demasiado, de que los años iban pasando inexorables. Ella no dedicaba al tiempo más que un pensamiento distraído, un “lo pensaré mañana”, como diría su heroína de su primera juventud, esa Escarlata O’Hara de la que aprendió a memoria las frases en “Lo que el viento se llevó”. Quizás fue por algún eco inconsciente de esa época el motivo por el que, cuando asomó a ese mundo paralelo hecho de palabras en una pantalla, se dio el nick de Vivien Leigh; poco quedaba ahora de Escarlata, si llegó a existir, y ahora era estaba más cercana a la Blanche du Bois de “Un tranvía llamado deseo”, pero sin alcohol de por medio.
Una mañana se miró al espejo de verdad, y vio con pesar los signos del tiempo que pasaba: la piel había perdido luminosidad, en sus cejas asomaban cabellos blancos; las ojeras se las había ganado a duro pulso, tras años de levantarse a las cinco de la mañana para evitar quedar atascada en el tráfico hacia la ciudad, hermosa y cruel, en la que trabajaba desde hacía lustros. A pesar de que su rostro estaba salpicado de manchas y pecas, si en algo el tiempo había sido clemente con ella, era con las arrugas. Tenía pocas, para estar más cerca de los cincuenta que de los cuarenta, quizás porque los párpados estaban demasiado hinchados por la falta de sueño. Ese día que se miró de verdad en el espejo, reflexionó sobre la belleza que tuvo y de la que nunca fue consciente. Recordó antiguas fotos, y no entendía por qué a pesar de haber sido una mujer hermosa, nunca disfrutó de las supuestas ventajas que tal regalo de la naturaleza conllevaba. Sonrió al recordar algo que sucedió durante aquel año de maravillosa y subvencionada libertad como estudiante Erasmus en Roma. Caminaba con una amiga por Via del Corso y esta le dijo que su prima irlandesa, con la que habían salido unos días antes, dijo que estaba segura de que ella tendría “a man wherever she goes”. Sin embargo, nunca tuvo la agenda llena, a pesar de que en su juventud no fue precisamente virtuosa como una novicia. Cuando se sentía generosa consigo misma, pensaba que quizás tal cosa sucedía porque infundía en algunos hombres una especie de temor, como si fuera Fermina Daza y todos ellos Juvenal Urbino; recordó lo que le dijo el primer novio oficial, que un cierto compañero de clase estaba en realidad loco por ella y que por eso lo había aseteado con miradas llenas de odio cuando tuvo la ocurrencia de llevarlo a una cena organizada por el heavy de la clase. O aquel otro novio fugaz de un semestre en la universidad, ese de nombre de héroe troyano y alma demasiado sensible, que le confesó que los primeros días que la vio en clase la consideraba como un ser inalcanzable.
Todas estas cosas pasaron por su mente cuando, de frente al espejo, emprendía la enésima batalla contra el vello superficial que resultaría en una victoria de Pirro, y pensaba además en el efecto de unas palabras que, a pesar de venir de lejos, las sentía dentro.