El escritor leía los mensajes de las tarjetas, junto a los ramos de flores, o repartidos por la parcela, sujetos con piedrecillas. Sonrió al ver la firma del billete que tenía en las manos. Una de sus muchas lectoras fieles, la había encontrado en un par de ocasiones. ¿Habría hecho el viaje hasta la capital exclusivamente por él? Por muchos años que llevase en el oficio seguían conmoviéndole las muestras desinteresadas de afecto y generosidad. Dejó caer el billete al suelo. Se sorprendió al ver una gata a sus pies, mirándolo. Sus pupilas eran color miel, y el iris se reducía a dos rendijas verticales. Sabía que los gatos blancos con manchas marrones y negras eran siempre hembras. Algo genético, creyó recordar. El animal era precioso, de pelo largo que formaba una melena leonina en el pecho; la cola, doblada en forma de ese, se mecía como la batuta precisa del director de una orquesta invisible.
— ¡Hola!
Se dio la vuelta, extrañado. ¿Quién le había saludado?
— ¡Hola! Aquí abajo, don Andrea.
— Los gatos no hablan— respondió el hombre con voz ronca, fruto de mil cigarrillos, y con un fuerte acento siciliano.
— Los muertos como usted tampoco.
— Sí, bueno… Son dos cosas algo raras, tengo que admitirlo. Puedo decir, en mi defensa, que acabo de llegar.
— En el tiempo de este lado, sí. En el de los vivos han pasado tres meses.
Andrea Camilleri recorrió el lugar con la mirada. Había estado varias veces en el cementerio no católico de Roma. Advirtió algo extraño, o más bien, la falta de algo: no llegaba a sus oídos el ruido del tráfico, a pesar de que a esas horas del día sería intenso. Era como estar allí, pero sin estar. A fin de cuentas había muerto ¿no? Le llamó también la atención otra cosa: no había absolutamente nadie en todo el camposanto.
— ¿Tú tienes un nombre? — preguntó a la gata.
— Naná— vaya, Zola. Nunca le acabó de gustar Zola.
— ¿Y estás… ?
— No, yo estoy viva. Nosotros los gatos somos un puente entre los dos mundos. Vemos a los vivos, y a los muertos. A veces es un lío, pero nos acostumbramos. Acompañamos a los huéspedes del cementerio en su primer paseo, para que vean cómo funcionan las cosas aquí.
— ¿Y los demás?— preguntó Camilleri, haciendo un gesto vago con la mano en el aire— No veo a nadie. No creía en la vida después de la muerte, pero por si acaso elegí esta parcela porque está al lado de Gramsci. Para poder charlar de vez en cuando, no creo que haya muchos comunistas por aquí.
— Poco a poco, don Andrea.
— ¿Y puedo salir del cementerio?
— Claro que puede. Sólo tiene que desearlo y estará en cualquier lugar y tiempo de su elección. Pero la mayoría de los difuntos prefieren quedarse aquí.
— ¿Tengo que quedarme con este cuerpo de viejo decrépito para toda la eternidad? Francamente, me he cansado de esta papada.
— Elija usted mismo su aspecto. Basta que haya sido suyo, obviamente.
El escritor se rascó durante unos instantes el mentón. Se le iluminó la cara.
— Imagina: Sicilia, Julio de 1943. En el valle de los templos de Agrigento un joven…
Naná empezaba a aburrirse, y decidió librarse de una piedrecilla que se le había incrustado entre las almohadillas de una pata. Se dedicó a la operación con minuciosidad, y aprovechó para limpiarse el pelo con su lengua áspera. La voz del maestro se afinaba, mientras la gata terminaba su aseo. Cuando se dio por satisfecha, tenía delante de sí un joven alto y muy delgado, vestido con un viejo mono de obrero que le estaba demasiado grande.
— ¿Sabes que conocí a Robert Capa?
— Algo he oído, don Andrea. Pero ya me lo contará. Sígame.
Mientras caminan por el sendero de grava, Camilleri observa las tumbas, y a los gatos que se esconden entre las plantas o descansan encima de las lápidas.
— ¿Están acompañando a alguien?
— No, no… Ya lo sabe usted, aquí no hay mucho movimiento. Llevamos una vida tranquila, los gatos de la colonia, aunque de vez en cuando haya jaleo para obtener el mejor lugar para descansar. El más cotizado está bajo las alas del ángel del dolor. Hay auténticas riñas de gatos por él, si se me permite la expresión.
A la altura de la pirámide Cestia se extiende un pequeño parque, con el césped verde y bien cuidado. La base de la pirámide se encuentra varios metros por debajo. Delante de una pequeña puerta, un hombre camina vestido con una toga tan blanca como el mármol del monumento detrás de él. Ante la mirada inquisitiva de Camilleri, Naná asiente.
— Sí. Cayo Cestio Epulón en persona. Si no tiene usted ganas de charla, no se le acerque demasiado. Estuvo casi dos mil años —de los vivos, varios siglos de los de este lado— solo, y aún no se cree que tenga compañía. Si empieza a hablar de los egipcios, no para.
— ¿Pero cómo voy a hablar con él y los demás “huéspedes”? Se me han dado siempre fatal los idiomas.
— Pues con la mente, como estamos hablando ahora. Igual que cuando lee un libro y oye la conversación de los personajes, aunque todo sea silencio a su alrededor.
En el fondo del parque se encuentran las lápidas de Keats y Severn. En ese instante, en el lado opuesto, va tomando forma un grupo de hombres jóvenes, que juegan a algo parecido al rugby.
— Mire, don Andrea, los ingleses. Suelen juntarse a estas horas para un partido: Keats, Severn, Burlowe, Bowe, Coburn y … ahí llega Shelley.
— ¿Shelley? Creo que voy a practicar esta comunicación empática, me gustaría saber un par de cosas sobre Mary.
Camilleri se aleja, mientras Naná se estira, arquea el lomo y bosteza. Satisfecha, busca un hueco cómodo a los pies de la tumba del poeta inglés, y se echa una merecida siesta.