Laura Mínguez ha escrito en Jot Down un bellísimo artículo sobre las cartas (quien quiera leerlo, que acoquine y pague la subscripción, que aún no está disponible gratis) que me ha hecho reflexionar sobre ellas. La abuela cebolleta cascarrabias que hay en mí ha levantado la voz, como siempre y cada vez con más frecuencia, refunfuñando sobre lo que se han perdido los milennials, la emoción de comunicar por carta de papel. Y si a las cartas iba unido un amor de juventud, miel sobre hojuelas. El cartero se volvía una figura mítica, el mensajero de los dioses, anhelado y esperado. Se regresaba a casa de los estudios o el trabajo con prisas, llavero en mano; ya antes de abrir el buzón se escudriñaba por las rendijas para intentar descubrir el objeto del deseo oculto entre las sombras. Si se piensa bien, era un ejercicio bastante estúpido, porque el tiempo pasado bizqueando deseando poseer la visión a infrarrojos de Superman era tiempo robado a la operación mecánica de abrir el buzoncito de marras. El escribir y recibir cartas de papel tenía una vertiente fetichista que jamás lograrán alcanzar los correos electrónicos y los whatsapps. Acariciar con la punta de los dedos ese objeto que a la vez fue acariciado días antes por el amado, el rasguear del bolígrafo o la pluma sobre el papel mientras se escribe, una banda sonora mucho más armónica que el tic tic tic del teclado, que aún con todo es un ejercicio físico incomparablemente más placentero que la escritura en las odiosas pantallas táctiles.
Pero, una vez aparcada la abuela cebolleta y su versión sofisticada, la “old-fashioned snob”, pensándolo bien, la esencia de las “conversaciones entre ausentes”, como define las cartas Laura Mínguez en su artículo, no ha cambiado.
Lo que sí ha cambiado ha sido el tiempo, la velocidad de reacción. Las relaciones epistolares destinadas a sucumbir tardaban más tiempo en morir por el simple hecho de que pasaban semanas entre una misiva y otra; pero entonces, como ahora, existía la función “Block”. Este ejercicio de memoria asociado a las cartas me ha llevado a recordar algo que hice de adolescente; algo de lo que ahora, con la “inútil sabiduría de la vejez”, como diría Tomasi di Lampedusa, me avergüenzo profundamente. En las revistas semanales para jóvenes, entre un truco sobre cómo ocultar el acné y las diez pistas para saber si tu chico te engaña, había una sección de anuncios para “pen friends”. Un día, no sé por qué, escribí a un chico de Madrid que había puesto en su anuncio que veraneaba donde lo hacía yo. No me acuerdo si fue ese el principal motivo por el que lo hice. Él me dio una buena impresión (imagino que porque escribía bien) y a la segunda carta le mandé una foto mía en el apartamento de verano con mi querido perro Black, el pastor alemán. Obviamente, a vuelta de correo él hizo lo propio, me mandó una foto suya con su perro y… desilusión, horror y pavor. Con el paso de los decenios he olvidado sus rasgos, por lo que no sería capaz de jurar que era realmente tan feo como para provocarme tal espanto, pero recuerdo perfectamente ese chihuaha color marrón diarrea de ojillos saltones. Escogí, obviamente, la manera más vil de hacerle saber la impresión que me causó su foto: se la devolví por correo, sin tan siquiera dos líneas y encima con un sobre en el que escribí su nombre y dirección a máquina. Hace falta ser “stronza”. Si creyese en la ley del péndulo, diría que pagué con creces mi ruindad en forma de plantones recibidos por algún que otro rollito de discoteca en sesión de tarde que se desvanecía en la nada y no se presentaba a la cita del “día después”.
Pero retomemos el discurso, una vez dejado atrás el vergonzoso recuerdo. Sea entonces que ahora, bajo forma de papel o de bit, la “esencia de las conversaciones entre ausentes” sigue siendo la descrita por Laura Mínguez. Por no hablar de los sentimientos, igual de intensos que los plasmados en letras, que aletean alrededor de quienes las escriben y las leen: espera, ansia, dudas. Mis estériles ejercicios de escritura incluyen a menudo una carta, o adopto directamente el estilo epistolar (si una es “old fashioned snob” lo es en todos los ámbitos). Las cartas son un caudal inagotable de sentimientos.