El secreto de Rosanegra – reseña

Una de las alquimias de la literatura es la capacidad de hacernos sentir ciertos personajes de ficción cercanos como un viejo amigo. Así me sucede con Aníbal Rosanegra, protagonista de una serie de novelas del escritor salmantino Jairo Junciel. Y eso a pesar de que, aunque hemos recorrido con él media España y cruzado el Atlántico hasta llegar a Cartagena de Indias, seguimos sin haber descubierto el auténtico secreto de Rosanegra, su aspecto. Creo que no es una casualidad que en las dos cubiertas de estos libros Aníbal se presente de espaldas.

No lo hemos visto, como a Edmundo Dantés mientras intentaba reconocerse delante del espejo de un barbero en Portoferraio, o minuciosamente descrito como Athos por D’Artagnan en su reencuentro, veinte años después. Aníbal pasa a nuestro lado arropado por un velo de misterio, apenas rasgado por un vago “aspecto de mílite” o el efecto que provoca en mujeres de la más variada condición. Así pues, nuestra imaginación va moldeando un Aníbal según nuestros gustos o lecturas.

Quizás para compensar esa zona de sombra, el autor no escatima palabras ni destreza para presentarnos a los demás personajes de la novela. Un fray Francisco que podría ser su homónimo en el Vaticano, o un teniente Gravina que es el vivo retrato de Kirk Douglas.

En esta segunda parte de las memorias de Aníbal Rosanegra, éste prosigue con el encargo que le encomendó al final de la anterior entrega el marqués de Villena: se embarcará en una misión secreta que lo llevará hasta Cartagena de Indias, donde se encontrará con Blas de Lezo. Lo hará con su inseparable compañero de vida y aventuras, el vasco Cucha, a bordo de la nave Audaz, gobernada por el capitán Carrión, quien surca los mares impulsado por un deseo de venganza comparable al del capitán Ahab de Melville. Mientras el uno busca a la ballena blanca atado al palo mayor del Pequod, el otro funde en la soledad insomne de su camarote las balas manchadas con la sangre de su hijo en Rande. Aníbal y Carrión están unidos por un vínculo invisible que acabará uniendo el destino de los dos hombres: el pirata holandés Kniven, responsable de las muertes de, respectivamente, su padre y su hijo.

A lo largo de más de cuatrocientas páginas, que como siempre nos parecerán pocas, sufriremos con Aníbal las penurias de una vida a bordo de una nave de la Armada. Las incomodidades, olores, el descanso imposible, la aglomeración, el hambre apenas calmada con ingredientes improbables, pues “cuando el hambre aprieta, no hay pan duro ni rata fea”, el infierno que se desencadena en las cubiertas cada vez que rugen los cañones, la metralla barriendo el puente llevándose todo lo encuentra por delante, el abordaje a una nave desconocida, el intentar escapar en la niebla de un enemigo certero e implacable, la desesperación de náufragos atrapados en la calma chicha.

La némesis de Aníbal en esta aventura será el teniente Gravina, la personificación de algo difícil de aceptar en estos tiempos de exquisita corrección política: un gran profesional no tiene por qué ser al mismo tiempo una bella persona. Sin embargo, a diferencia de cuanto sucedió con su anterior enemigo, Gargantúa, sus diferencias no se resolverán a última sangre en el puente de Toledo. Aníbal redimirá a Gravina, mal que le pese a este último.

Hay más personajes: desde espías holandeses a samurais convertidos en ronin, un marinero que es pasado por la quilla por haber asesinado a un oficial y sobrevive para contarlo, o un niño que se convertirá en el cordero del sacrificio, salvando a Aníbal en su momento más negro, cargando su conciencia con un peso del que nunca se podrá librar.

La novela está escrita con la habitual maestría técnica del autor. Durante la lectura nos emocionamos, reímos y lloramos, nos hallamos totalmente sumergidos en otra época, otro lenguaje, el de los bravos de la carda. Jairo Junciel se confirma como uno de los escritores de novela histórica de mayor talento de los últimos años. El día que llegue el merecido reconocimiento en ventas nosotros pocos, felices pocos lectores veteranos, pronunciaremos el habitual “os lo dije”. Ojalá que su próxima novela, finalista del premio Planeta y que promete ser algo completamente diferente, traiga a Jairo Junciel el reconocimiento que merece.

Muerte en el hielo – reseña

 

Quienes habéis visto la serie de la HBO “The Terror”, podéis haceros una vaga idea de qué os váis a encontrar cundo leáis la novela de Álber Vázquez “Muerte en el hielo”, que narra lo sucedido a la nave San Telmo y a sus 644 hombres, tras encallar en las costas de lo que sería conocida como isla de Livingstone, en la Antártida, a principios de septiembre de 1819. Escribo “vaga” con razón; recordad el frío y las penalidades que sufrió la tripulación del Capitán Franklin en 1845, y multiplicadlo por la enésima potencia. ¿Hecho? Pues ahora multiplicad de nuevo por diez el resultado, y cuando leáis la novela de Álber Vázquez os daréis cuenta de que os habéis quedado cortos.

Los hombres del brigadier Rosendo Porlier no estaban intentando buscar un paso entre los hielos que comunicase dos continentes. Sólo tenían que doblar el cabo de Hornos, “nada, en cualquier caso, que no se hubiera hecho cientos y cientos, ¡miles!, de veces en los últimos siglos”, y llegar al Perú cuando, la fatalidad, para usar la palabra tan querida por Alexandre Dumas, se presentó a bordo del San Telmo en forma de un timón roto por la borrasca. La nave perdió el contacto con el resto de navíos de la formación y fue a la deriva, hasta que encalló. Los hombres que sobrevivieron al brutal impacto contra la costa se las tuvieron que ver con los coletazos del invierno austral vistiendo tan solo un ligero uniforme de entretiempo (aquellos que lo llevaban), sin más abrigo que una manta deshilachada y raída, calzando botas de cuero de suela fina y flexible, apta para subir y bajar a toda prisa los puentes de una nave de guerra, pero que los dejaba prácticamente descalzos en una playa de piedras agudas y cortantes.

Álber Vázquez narra con gran habilidad el padecimiento de aquellos hombres. No se trata sólo de un frío que entumece y entorpece los movimientos, hace perder la razón y convierte el color de la piel en azul (la tripulación del San Telmo mostraba la piel en tonos azulados que, eso sí, se perdían en diferentes grados de tonalidad en función de lo helado que estuviera el hombre), sino cómo, ante una situación extrema, el tenue barniz de la civilización se resquebraja. La lenta pero inexorable pérdida de la Humanidad ante circunstancias adversas  es un tema que ha sido tratado ya muchas veces por la literatura, como en “El corazón de las tinieblas” o “El señor de las moscas”. Cada hombre reacciona de manera diferente: honor, resignación, rebeldía, locura, angustia. Todo a través de un narrador conciso, directo, cercano (“morirse en un asco, sobre todo para el que se muere”), que realiza continuos guiños al lector. Es una novela cargada de dramatismo, con una crueldad inimaginable (además, sin la necesidad de sacarse de la manga un oso polar mutante), pues no hay peor bestia que el hombre cuando deja de serlo. Y, a pesar de todo, nos ofrece momentos de una belleza y un lirismo inimaginables en una historia de tales características, como en las 25 páginas del capítulo 16. Gracias a la falta de noticias sobre qué sucedió a aquellos hombres tras el naufragio, el autor da rienda suelta a su imaginación, construyendo un mosaico, verosímil y absurdo—como sólo la realidad puede llegar a ser—sobre lo que pudo suceder las horas sucesivas al naufragio.

“Muerte en el hielo” es una novela imprescindible, no sólo para los aficionados a la novela histórica, sino también para los amantes de la buena literatura. Reivindica un hecho que se borró de la Historia: que fueron los españoles los primeros en llegar a la Antártida, no la expedición del capitán británico William Smith el 15 de octubre de 1819.

“Que se sepa de nosotros y nuestra desdicha”.

Para terminar, la Terror y la San Telmo se diferencian en otro aspecto. Mientras que la Royal Canadian Geographical Society ha encontrado los restos del Terror (Vídeo) en España un proyecto privado para realizar una búsqueda de los restos del San Telmo se ha quedado sin financiación por parte del gobierno.

Mientras España se pone de acuerdo para hacer paces con su historia, Rosendo Porlier y sus hombres llevan esperando doscientos años en esa tierra inhóspita, formados en la playa de guijarros. Imagino al brigadier el día en el que, finalmente, un navío español se acercará a la costa de rocas negras, murmurando en voz tan baja que apenas puedan oírlo los tenientes Ostos y Marín, un “a buenas horas”, seguido de una orden, pronunciada en voz alta. “Caballeros, saluden la bandera”.

Confiar y esperar

Los viajes al Castillo de If se me hacen cada vez más cortos. Durante esta cuarta lectura de “El conde de Montecristo”, hasta la paréntesis romana de Luigi Vampa me ha resultado tan breve, que ha sido como volver a uno de esos lugares que de niño parecen enormes y de adulto minúsculos.

Todo en esta novela es excesivo, y todo se le perdona: el número exagerado de páginas, los errores cronológicos, las escenas grandilocuentes, los “¡Oh!” y los “¡Ah!”. Creo que la próxima vez que compre un libro viejo, me haré con una traducción decimonónica, pues Don Arturo Pérez-Reverte me ha puesto las ganas. Si se quiere una edición moderna, esta de Navona es un buen ejemplar, aunque, puestos a ser exquisita, los pocos gazapos que me he encontrado molestan al tratarse de una edición por la que se pagan más de cuarenta euros, un desembolso que requiere un cierto esfuerzo en los tiempos que corren.

Si en la anterior lectura descubrí las virtudes de Maximilien Morrell, en esta me he regodeado en los defectos de Edmond Dantés. Es un personaje que hoy en día difícilmente pasaría indemne por el Sanedrín de las redes sociales; su argucia durante la farsa que es la presentación de los falsos Cavalcanti lo habría convertido en trending topic, para perder la mitad de sus followers al hablar de su esclava Haydée y su siervo Alí. Sin embargo, tras la pérdida de followers y el bloqueo de su cuenta, habría reaccionado a la Rhett Butler, con un “francamente querida, me importa un bledo”. A Dantés le consentimos todo (como a su creador Dumas, por ejemplo, el sostener sin que le tiemble la pluma que la cocina italiana es la peor del mundo); es nuestro niño mimado, el de Dumas y el de nosotros los lectores, o al menos de los que lo amamos, tal y como es, con sus muchísimos defectos. El tratamiento al que somete el buen Maximilien al final del libro se puede clasificar como tortura psicológica. Al conde de Montecristo, a pesar de que su vendetta se ha cumplido, le falta poco para no reunir a Maximilien con su amada Valentine, por el simple hecho de que duda del sufrimiento del joven:

“Ahora bien, ¿y si me equivocase, si este hombre no es lo bastante desgraciado para merecer la felicidad?”

Hay que amar mucho a Edmond para consentirle tal crueldad con el genuinamente perfecto Maximilien Morrell (al cual dediqué esta entrada del blog tras la lectura precedente), sobre todo, tras haberse vengado lo justo de Danglars, justificando su benignidad por las consecuencias de su venganza sobre Villefort. El banquero Danglars fue quien puso en movimiento la maquinaria que sepultó vivo durante catorce años a Edmond Dantés en el Castillo de If; fue él quien escribió la carta que acusaba a Dantés de agente bonapartista, quien emborrachó a Caderousse para acallar su conciencia mientras tejía la trampa, quien convenció a Morcef a presentar la denuncia anónima al procurador del rey Villefort quien, a su vez, difícilmente se habría cruzado en la vida de Dantés si no hubiese sido por Danglars. ¿Y cómo lo paga? Con unos días pasando hambre en las catacumbas de San Sebastián y unas canas prematuras. Él sobrevive con una bolsa con cincuenta mil francos en su poder, mientras que Caderousse muere a manos de Benedetto, Morcef se suicida y Villefort se vuelve loco.

El conde de Montecristo, el Edmond Dantés 14.0, lleva a las últimas consecuencias el ser la mano de la Providencia, y de tanto mencionar a Dios, llega a creer que lo es. El remordimiento por el “daño colateral” representado por la muerte del hijito de Villefort a manos de su madre, la envenenadora Heloise, no deja de parecerme hipócritas lágrimas de cocodrilo. Dumas preparara el camino a la condescendencia, presentando siempre al pequeño Edoard como un niño insoportable y repelente. Cada vez que nos encontramos con él contesta mal a los mayores, tortura animales o desparrama acuarelas, ante la mirada benévola de Montecristo, que sabe (¿no es acaso la mano de Dios?) que su condescendencia es el medio necesario para agradar a su madre, quien hará lo que sea, y envenenará a todo aquel que se ponga entre el camino de su criatura y la herencia de los Saint-Meran e Villefort.

Así pues, sumemos a los conocidos pecados de Edmond Dantés: la soberbia, el cinismo y la crueldad, también la hipocresía. ¿Entonces? ¿Por qué amarlo? Porque es imposible no hacerlo. Si los más despreciables asesinos en el corredor de la muerte puede contar con decenas de fans que harían lo que fuese por ellos ¿no vamos a idolatrar menos a Dantés? ¿Cómo podemos resistirnos al Lord Ruthwen que atrae a todas las miradas en su palco del Teatro Argentina en Roma? Ese al que la condesa G., que conoció a Byron y que como tal lo consideraba experto en vampiros (se había difundido la fama de que el autor de El vampiro no podía ser Polidori, sino él), no duda de que Montecristo es uno de ellos, como lo demuestran

“Esos cabellos negros, esos grandes ojos que brillan como una llama extraña, esa palidez mortal”

Dumas, con pocos trazos de pluma, nos lo describe de forma irresistible cuando se despoja de su disfraz de abate Busoni y revela a Villefort su identidad

“El abate se arrancó la falsa tonsura, sacudió la cabeza y sus largos cabellos negros, no ya comprimidos, le cayeron sobre los hombros y enmarcaron su rostro viril”

Aitor Luna sería, por físico y talento, un Edmond Dantés ideal. Pinchar en la foto para fuente.

La belleza de Dantés no está solo formada por los cánones clásicos de la belleza “alto, esbelto, con unos bonitos ojos negros y unos cabellos de ébano”, sino por la señal que ha dejado en su cuerpo y en su alma catorce años de prisión en el Castillo de If. Esa aura que le hace decir a Franz D’Epinay en la cueva de mil y una noches en la isla de Montecristo “¿Habéis sufrido mucho, señor?”; al preguntarle el conde en qué se nota, éste contesta “En todo. En vuestra voz, en la mirada, en vuestra palidez y hasta en la misma vida que lleváis”. Un sufrimiento que lo ha cambiado tanto como para llevarle a pensar, delante del espejo del barbero de Livorno que “era imposible que su mejor amigo, si es que le quedaba alguno, le reconociera. Ni siquiera él se reconocía”.

La belleza, el sufrimiento, el peso de la injusticia, la inocencia perdida y la venganza; es imposible no sentirse atraídos por tal mezcla. ¿Y el amor? En más de mil doscientas páginas de narración, Edmond Dantés y la bella catalana Mercedes Herrera no comparten más de una veintena; no cabe el romanticismo en la vida del conde de Montecristo mientras no haya justicia. Algo difícil de aceptar por todos aquellos que han llevado la novela de Dumas a la pantalla, inventándose finales felices tan ridículos como los de la serie de televisión con Depardieu; aunque, en este caso, era algo previsible, visto que el único parecido entre el actor francés y el conde, es que los dos son franceses. Morrell y Valentine sono la pareja romántica de la novela, romanticismo como no, exagerado y decimonónico.

Creo recordar que un escritor en una entrevista declaró que uno de los primeros textos que escribió fue una continuación de “El conde de Montecristo”, frustrado por su final, ese “confiar y esperar” que deja en el aire más incógnitas que respuestas. Somos nosotros los lectores quienes con nuestra imaginación, espoleada por la pluma de Dumas, imaginamos que pasará cuando esa “vela blanca, grande como el ala de una gaviota”, desaparezca del todo, engullida por el azul del mar Mediterráneo.

Isla de Montecristo

Memento

 

Morir no es lo que más duele – Inés Plana

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El cómo se llega a un libro puede ser, a veces, un proceso extraño. Yo llegué a “Morir no es lo que más duele”, de Inés Plana, tras la pista de varios “por qué”:

  • me gustó el título desde que vi los tweets de promoción de la editorial Espasa
  • me gustó mucho la cubierta (aunque la faja externa viajó en seguida a la basura, porque no las soporto)
  • me sentía “en culpa”, en cuanto mujer que durante sus sueños más locos y extravagantes se ve a si misma cobrando algún céntimo de derechos de autor (no digo ya dedicándome exclusivamente a la tecla porque ya no se trataría de sueño, sino de alucinación) por no haber comprado un libro de ficción en castellano escrito por una mujer desde “El tiempo entre costuras” hace… demasiados años.

Así pues, incluí el título en uno de mis pedidos de libros en castellano y esperó paciente su turno en casa. No había leído reseñas, lo hago exclusivamente una vez termino los libros, pues quiero llegar lo más “virgen” posible a la lectura. En una novela como esta, saber poco o nada sobre su trama, paga. Y mucho. Por el mismo motivo, intentar escribir una reseña sobre este libro sin dejarme llevar por la emoción va a ser difícil. Porque de eso se trata, de emoción, de goce en la lectura, de dejarse llevar a otro mundo, convivir con unos personajes creados por una autora y disfrutar de una transfusión de sensaciones. Cuando un libro es tan bueno como éste, tan bien escrito, pensado, lo primero que siento es agradecimiento. No es posible computar en los menos de 20 euros que cuesta esta edición el regalo que significa el que su autora haya dedicado su intelecto, talento y esfuerzo durante años para que yo me pudiese sentir tan rematadamente bien durante algunas horas.

Los protagonistas de este thriller son imperfectamente humanos, empezando por Sara, siguiendo por el teniente de la guardia civil Julián Tresser, descrito de una manera como solo puede hacerlo una mujer para que a nosotras nos resulte irresistible. Es más, ahora caigo en que Tresser tiene los silencios de Mr. Darcy, personaje de mi olimpo particular de protagonistas masculinos en los que últimamente están llegando personajes españoles… Sí, para mí el cielo sería algo así como una velada eterna en Netherfield Hall con Mr. Darcy, Edmond Dantés y Andrei Bolkonsky en la que ahora Aníbal Rosanegra y Julián Tresser intentan colarse por una ventana.

“Morir no es lo que más duele” es un thriller perfectamente construido, que va más allá de la clásica novela negra. Una historia sobre cómo resulta imposible esconder el pasado como si fuese suciedad debajo de una alfombra: el mal existe, es absoluto, negro y podrido como el alma del villano. El protagonista masculino, Julián Tresser, es orgullosamente poco políticamente correcto, homófobo y si en el 2007 Twitter no acabase de nacer, Julián Tresser tuiteando habría acabado intercambiando puyas con barbijaputa. Aunque dudo mucho que Julián habría tuiteado nunca. Pero son las debilidades de Julián las que lo hacen irresistible, como la fuerza en la fragilidad de Sara Azcárraga.

Pues he llegado al final del post y, ahora que caigo, esto no es una reseña. Mucho mejor. Leed el libro, y basta.

Maximilian Morrel

XIXth century cavalry soldiers. source http://damesalamode.tumblr.com/

I praised re-reading in a previous post, and my third read of The Count of Montecristo has been, in that sense, a success. Spending several days with one of the members of my personal Capitol Triad of male characters in literature (Edmond Dantés, Mr. Darcy and Prince Bolkonsky) is, as the famous ad says “priceless”. Moreover, each time I re-read one of these master pieces of literature I make a new discovery. This time it has a name and surname: Maximilian Morrel.

I remembered Maximilian only as the dull-spineless-lover of the cheesy Valentine Villefort; I have to say on my defense that I have not been the only one and that I was in the good company of tv writers, film directors and even scholars. For instance Keith Wren in the introduction of the Wordsworth Classics edition writes “about the star cross’d lovers, Maximilian and Valentine, the least said the better”.

John W. Waterhouse – Thisbe – Wikipedia Dumas dedicates a chapter to Maximilian and Valentine called: Pyramus and Thisbe. Is this chapter the cause of Maximilian destiny as character?

But Maximilian Morrel is more than that… Of course, after a first reading, when you’re able to see beyond the shadow of his overwhelming father-figure Edmond Dantés. Nevertheless, re-reading the novel, I have realized that in other circumstances (f.i. if created by another writer) this character would deserve an epic of his own. Dumas, anyway, has always been honest with us regarding Maximilian: he’s a first prize; if we don’t see it, is all our fault. The first time he is mentioned, he is described “a strong-minded, upright young man”.

In his regiment Maximilian Morrel was noted for his rigid observance, not only of the obligations imposed on a soldier, but also on the duties of a man; and he thus gained the name of ‘the stoic’. We need hardly say that many of those who gave him this epithet repeated it because they had heard it, and did not even know what it meant.

After this introduction we see Maximilian willing to share with his father the weight of the shame that the eventual failure of the family merchant company will bring upon them, declaring himself ready also to commit suicide with the second pistol that his father concealed in his drawer for that occasion. The family is saved by Sinbad the Sailor/Lord Wilmore (one of the many alias of Edmond Dantés), and ten years later we meet again Maximilian in Paris, guest of the breakfast offered by Albert Morcef. His entrance can undoubtedly be defined as triumphant.

And he (Château-Renaud) stepped on one side to give place to a young man of refined and dignified bearing, with large and open brow, piercing eyes, and black moustache […] A rich uniform, half-French, half-Oriental, set off his graceful and stalwart figure, and his broad chest was decorated with the order of the Legion of Honour

Maximilian is introduced in the circle of Parisian high-society young men as he has saved in Africa one of his members, M. de Château-Renaud: “I already felt the cold steel on my neck” (he says) “when this gentleman whom you see here charged them, shot the one who held me by the hair, and cleft the skull of the other with his sabre”. And why did he save him? The main reason because “it was the 5th of September, the anniversary of the day in which my father was miraculously preserved; therefore, as far as it lays in my power, I endeavour to celebrate it by some…” heroic-action, as Château-Renaud puts it.

Alessio Boni as Armand d'Hubert in a stage adaptation of Conrad's "The duellists". Picture by Federico Riva. Click for details
Alessio Boni as Armand d’Hubert in a stage adaptation of Conrad’s “The duellists”. Picture by Federico Riva. Click for details. Perfect example of how a handsome man with a XIXth cent. uniform and a sabre in his hand looks like

Morrel is a war-hero, a Poe-like romantic figure in the cemetery or Père-La-Chaise during the burial of his beloved Valentine “with his coat buttoned up to his throat, his face livid, and convulsively crushing his hat between his fingers, leaned against a tree, situated in an elevation commanding the mauseoleum, so that none of the funeral details could escape his observation”. He is a strong-willed man, with a deep sense of honour. In a sense, Maximilian is what Dantés would have been without a Danglars, Fernand or Villefort. When he learns that Valentine has been poisoned, he, as Dantés, considers himself the hand of providence.

 You M. de Villefort, send for the priest, I will be the avenger

All the above framed in a beautiful, elegant but also strong body (Morrel was seen carrying, with superhuman strength, the armchair containing Noirtier upstairs) and a bright mind. He (but also Villefort, at the very end), is the only character in the whole novel to face Montecristo.

You, who pretend to understand everything, even the hidden sources of knowledge – and who enact the part of a guardian angel upon earth, and could not even find an antidote to a poison administered to a young girl! Ah, sir, indeed you would inspire me with pity, were you not hateful in my eyes

Therefore, considering all the above, why, when referring to Maximilian Morrel “the least said the better”? Why to reduce him in the several adaptations of the novel to screen or radio-drama, to a pathetic crybaby or an improbable Romeo? Maybe because Morrel is too perfect, too good to be true to make him real and we react rejecting him. A perfect human reaction, that’s what I feel towards the Jamie adored by legions of women in “Outlander” (I’m completely unable to connect with someone so utterly perfect). Whereas Dantés-Montecristo has some defects (the first of them all the tendency of considering himself God and believe it) that render him, nevertheless, human, the only thing we can blame Maximilian is living, when he’s not serving in the army, with the “royals of cheesiness”, his sister and brother-in-law.

Christopher Thompson as Maximilian Morrel in tv series "The Count of Montecristo"
Christopher Thompson as Maximilian Morrel in tv series “The Count of Montecristo”

Anyway, as far as screen adaptations of “The Count of Montecristo” are concerned, the neglect of Maximilian Morrel’s character is “peccata minuta” compared to the fake happy-ending Dantés-Mércèdes. That would deserve another post.

Mercédès

Joseph Mallord William Turner - Snow Storm - Steam-Boat off a Harbour's Mouth - WGA23178.jpg
Di William TurnerWeb Gallery of Art:   Image  Info about artwork, Pubblico dominio, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=15886130

Oh, Mercédés, I have uttered your name with the sigh of melancholy, with the groan of sorrow, with the last effort of despair; I have uttered it when frozen with cold, crouched on the straw in my dungeon; I have uttered it, consumed with heat, rolling on the stone floor of my prison. Mercédès, I must revenge myself, for I suffered fourteen years — fourteen years I wept, I cursed; now I tell you, Mercédès, I must revenge myself

Alexandre Dumas – The count of Monte Cristo

Blake Dante Hell V.jpg
By William BlakeUnknown, Public Domain, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=1221273

‘Have you known what it is to have your father starve to death in your absence?’ cried Monte Cristo, thrusting his hands into his hair; ‘have you seen the woman you loved giving her hand to your rival, while you were perishing at the bottom of a dungeon?’

‘No’, interrupted Mercédès, ‘but I have seen him whom I loved on the point of murdering my son.’

Alexandre Dumas – The count of Monte Cristo

The count of Monte Cristo

Wsclassics

Last December I bought several Wordworth Classics books. After a couple of months’ break I’m continuing their reading. I must admit that I have abandoned “The Idiot” by Dostoievsky around page two hundred and something; honestly speaking, I can’t read it for the time being, it bores me to death. Furthermore, I had Edmond Dantés waiting for me, calling me like a siren, and I couldn’t wait longer to read Dumas’ masterpiece for the third time, the first in English. One of my favourite passages is Edmond’s visit to the barber shop in Livorno, and the description of his transformation under his scissors. The comparison between the memories he had of his own face when he was imprisioned, at nineteen and what he sees now reflected in the small mirror in the shop, a man of thirty-three, is a master piece of literature. It’s impossible for me not to renew my endless devotion for Edmond after reading this.

This was now all changed. The oval face was lengthened, his smiling mouth had assumed the firm and marked lines which betoken resolution; his eyebrows were arched beneath a brow furrowed with thought; his eyes were full of melancholy, and from their depths occasionally sparkled gloomy fires of misanthropy and hatred; his complexion, so long kept from the sun, had now that pale colour which produces, when the features are encircled with black hair, the aristocratic beauty of the man of the north; the profound learning he had acquired had besides diffused over his features a refined intellectual expression; and he had also acquired, being naturally of a goodly stature, that vigour which a frame possesses which has so long concentrated all its force within himself.

To the elegance of a nervous and slight form had succeeded the solidity of a rounded and muscular figure. As to his voice, prayers, sobs, and imprecations had changed it so that at times it was of a singular penetrating sweetness, and at other rough and almost hoarse.

[…]

Edmond smiled when he beheld himself: it was impossible that his best friend — if indeed, he had any friend left — could recognise him; he could not recognise himself.

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Undoubtedly 2002 film version of the novel by Kevin Reynolds had many “buts”. Not Jim Caveziel’s Edmond Dantés, who definitely has been the best looking Monte Cristo on screen so far.

Siete razones para no escribir novelas y una sola para escribirlas – Zenda

Texto de Javier Marías publicado en 1993 e incluido en Literatura y fantasma (Alfaguara, 2001; DeBolsillo, 2009). En 2015 se publicó en Inglaterra y Estados Unidos con gran éxito.

Escribirlas permite al novelista vivir buena parte de su tiempo instalado en la ficción, seguramente el único lugar soportable, o el que lo es más.

Source: Siete razones para no escribir novelas y una sola para escribirlas – Zenda

Why do I love reading Joseph Conrad

Joseph Conrad (source:Wikipedia)

Thinker, stylist, and man of the world in his time, the elder Heyst had begun by coveting all the joys, those of the great and those of the humble, those of the fools and those of the sages. For more than sixty years he had dragged on this painful earth of ours the most weary, the most uneasy soul that civilization had ever fashioned to its ends of disillusion and regret.

Victory (1915)