El testamento de Lucrecia

La Villa, año del señor 1690, a 20 de diciembre

1

Muchas cosas se han contado de mí, muchas han sido las habladurías, muchos los hombres con los que he yacido, muchas las mentiras que sobre mí se han dicho. Entre todas estas palabras falta una, la verdad, mi verdad, la que he guardado en el pecho durante años, y que nunca ha salido de mis labios. Si se escapa con la pluma ya no tiene importancia; hace mucho que no está aquí la única persona a la que se la hubiera querido contar, y no lo hice. Por orgullo. Por despecho. Por vergüenza. Quizás ahora sea tarde, es más, estoy segura de que lo es, pero ya nada importa. Ahora, vieja, sola, con el tiempo que Dios quiera aún darme, no me queda otra cosa que hacer que escribir; y si algún día, dentro de muchos años, alguien encontrara estos pliegos, quizás me absuelva. Pero francamente, no me importa; lo que quisiera, más que la muerte, es poder perdonarme a mí misma.

No puedo empezar a escribir sin aclarar un punto; no sé si tendré fuerzas para llegar al final, por lo que no quiero que nadie, absolutamente nadie, crea que me arrepiento de mis actos. No lo hago, no lo haré nunca. Tendría que haber nacido de otros padres que no fueran los míos, tendría que haber nacido lejana de la miseria, de la Villa, quizás entonces hubiera actuado de otra manera. Y puede que ni siquiera así hubiera sido nunca una persona normal… tal vez. Si llego al final de este relato, y si hay alguien que lo lea, vendrá a saber qué es lo que nunca me perdonaré.

Dentro de poco vendrá Artemisia, la nieta de Catalina, como todas las tardes; no logro entender el motivo por el cual sigue viniendo, a pesar de cómo traté a su abuela. Extravagancias de artista, rara como lo ha sido su padre toda la vida, quizás viene por aquí con la esperanza de encontrar el Tiziano privado del marqués. Otro secreto que me llevaré a la tumba… En el doble fondo del arcón, allí esconderé lo que escribo, que Melpomene le haga compañía a Venus, hasta que el Tiempo lo quiera.

Empezaré mañana, por hoy no me queda más que pensar, hasta que llegue Artemisia; y cuando ella se vaya dormiré para coger fuerzas, con un sueño profundo, como siempre. A mis fantasmas no les doy ni siquiera la satisfacción de dejarme en vela.

2

Nací en una familia muy pobre que nunca llegó a declararse mísera sólo por el hecho de que había visto mejores tiempos. Mi padre era hijo de campesinos acomodados que pudieron permitirse el lujo de hacerlo estudiar de bachiller en Salamanca pero tras algún año de malas cosechas lo perdieron todo. Lo único que heredó mi padre fue el orgullo de cristiano viejo y el único recuerdo que le quedó de sus tiempos de bachiller era un ejemplar de “La historia de Roma” de Tito Livio. Cuando aún no había llegado “la desgracia”, como él llamaba a su cambio de fortuna, se casó con mi madre, una muchacha grácil y débil, cuya dote fue el permiso real para talar leña de la reserva privada del Rey; se dice que como premio al padre por haber salvado la vida a Don Juan de Austria en la batalla de Lepanto. Era temerosa de Dios y de su divino castigo porque casándose con mi padre habían cometido pecado mortal; casarse con un primo carnal era habitual para los Austrias, no para los plebeyos, y así, cuando después de mi nacimiento no hacían más que venir al mundo niños muertos, y los que sobrevivían no lo hacían sino por muy poco tiempo, mi madre comenzó  a torturarse con la culpa, la plegaria y los cilicios, hasta que finalmente otro hijo le sobrevivió. Mientras tanto en casa se malvivía, y sólo gracias a aquel permiso real; para mi padre era tal la vergüenza de trabajar como un humilde leñador que lo hacía sólo cuando en casa no quedaba ni medio maravedí, la capa estaba tan rota que no podía cubrir los remiendos de sus calzones y no teníamos ni un mendrugo de pan que llevarnos a la boca. Así que de vez en cuando se iba al bosque a trabajar, talaba lo justo para procurarnos unas pocas monedas para salvar las apariencias delante de los vecinos, los Hernando. Apenas crecí lo bastante como para ayudarlo me llevaba con él al bosque, me hacía cargar con la leña y me contaba la historia de su desgracia, de cómo él estaba destinado para grandes cosas pero que el destino se cebó con él. Declamaba de memoria capítulos enteros de su único libro, y me contaba la antigua historia de Lucrecia; de cómo Lucrecia era casta, fué violada por Lucio Tarquinio y se suicidó por la vergüenza. “Así sabes de dónde he sacado tu nombre, hija”, repetía.

Trascurrió de este modo mi primera infancia, de la que recuerdo la fatiga del trabajo y las punzadas del hambre; siempre por lo de las apariencias se me permitía ir a jugar de vez en cuando con las niñas Hernando y aquél otro amigo suyo, ese chiquillo de mirada vivaz que apareció un día preguntando por una niña que se llama Margarita y que le había dado un colgante con una flor de lis.

Cuando mi cuerpo empezó a cambiar lo hicieron también las miradas de mi padre mientras estábamos sólos en el bosque. “¿Eres digna de tu nombre, Lucrecia?”, “¿tú sabrías resistirte?”, “¿resistirías o cederías?”, susurraba con voz entrecortada mientras que metía la mano debajo de mi falda. Cedí cuando amenazó con desviar sus atenciones hacia mi único hermano, y lo que ya era una vida difícil se convirtió en un infierno; de repente a mi padre no le disgustaba tanto el tener que trabajar, y pasamos de ir al bosque unas pocas veces al mes a dos por semana.  Mi padre, llevado quizás por algo parecido al remordimiento o para recompensarme por el servicio, hizo algo impensable, me enseñó a leer; y siempre por amor de las apariencias por las tardes en casa enseñaba también a las vecinas. Las niñas Hernando, las buenas y pacientes niñas Hernando, que no tenían mayor ocupación que echar una mano a su madre en las tareas domésticas y encima se confiaban conmigo y me contaban sus penas. Penas. Me tragaba la angustia y las lágrimas, fingía mirarlas con compasión mientras una rabia sorda me crecía en el pecho; ¿qué sabrán ellas del sufrimiento? ¿Por qué tenía que soportar esta vida y ellas no tenían otra cosa que hacer más que crecer felices? ¿Por qué yo y ellas no?

3

Ayer faltó poco para que Artemisia descubriera dónde tengo guardados mis secretos, estaba cerrando el doble fondo del arcón cuando oí sus pasos acercarse por uno de los pasillos, está siempre fisgando, empeñada en encontrar ese famoso cuadro. Su padre trabajó un tiempo en palacio, pintó los frescos de la Capilla Nueva, y seguramente llegó a sus oídos la historia de un cuadro de Tiziano propiedad del marqués que era tan escandalosamente obsceno que estaba escondido en alguna parte; cuando el marqués vivía lo tenía en una pared falsa de su estudio privado, para su deleite personal y el de pocos y fiados amigos. Pero esa es otra historia, tengo más que escribir y tengo que darme prisa, la artritis me bloquea los dedos… mis manos se están convirtiendo en dos garras, no puedo estirarlas, me duelen. Demasiados años a la intemperie cortando la maldita leña.

¿Por dónde me había quedado? Ah, sí, las niñas Hernando. Ellas creían que yo era su mejor amiga, pero no era por ellas que las frecuentaba, sino por Gonzalo. El niño que vino hace años buscando a Margarita se convirtió en mi mejor amigo, mi único consuelo. Él me escuchaba paciente, sabía encontrar siempre las palabras justas para consolarme; no le dije nunca lo que pasaba en la cabaña de mi padre en el bosque, era demasiado orgullosa y a fuerza de oír las letanías de mi madre sobre el pecado en nuestra familia terminé por creerla, creer que yo era una especie de demonio. Para ella no era posible que yo fuera la única sana y fuerte de todos los hijos que tuvo y perdió; con el tiempo fue evidente que mi hermano no era normal, con esa mirada perdida en el vacío que sólo cobraba vida cuando se enfurecía porque algo no era de su agrado y que de repente te miraba directamente a los ojos de una manera que helaba la sangre. Todas estas cosas le contaba a Gonzalo, y por la noche me escabullía de casa para seguir hablando con él. De todo, menos de mi padre. Era tan bueno conmigo, tan dulce, que me convencí de que sólo él podría terminar con todas mis miserias, que un día me llevaría lejos, y sucedió lo inevitable, m e e n a m o r é de él perdidamente.

Un día paseando por el bosque vi a lo lejos un hombre joven, apoyado en un árbol, que leía un libro. Era alto, de tez clara, nariz aguileña, ojos oscuros, largos cabellos castaños, ligeramente ondulados. Vestía de negro, botas altas, los calzones y el jubón eran de un buen paño, pero no suntuosos. Alzó la mirada de su libro, y me sonrió; yo no bajé los ojos, en el bosque me sentía segura, había pocas cosas peores que lo que sucedía en la cabaña como para asustarme. Me saludó e hizo un comentario gentil sobre el tiempo, o el paisaje, no me acuerdo bien. Le pregunté qué estaba leyendo y él me acercó el libro: “La violación de Lucrecia, de William Shakespeare”, leí. “¿Es posible que en este reino no se impriman más historias?”. “¿Sabes leer? Qué extraña criatura que eres, estaba convencido de que no sabías ni siquiera cómo cogerlo, un libro”. “Señor, si usted se divierte insultándome no puedo más que desearle un buen día. Con Dios”. “Espera, espera… ¿Cómo te llamas?”, “Lucrecia, señor, soy la hija del leñador”. Así empezó mi amistad con el misterioso caballero del jubón negro. Lo encontraba a menudo, cuando paseaba por aquella parte del bosque, y cada vez venía con un libro diferente, para demostrarme que los libros hablaban de muchas más cosas que de la violación de Lucrecia por Sixto Tarquinio.

4

El caballero me enseñó más cosas; a hablar y moverme como una dama, a bailar, a comportarme. Decía que yo era su “experimento particular”, y yo le contaba todo lo que hacía… menos lo que sucedía en la cabaña. Le contaba también de mi amor por Gonzalo, de que un día seguramente él me pediría la mano, y nos iríamos de la Villa. Cuando le hablaba de él, el comentario era siempre el mismo: “Lucrecia, no te fíes de las apariencias”. Cómo si no lo supiera. Pero más me decía de desconfiar de Gonzalo más lo buscaba; con la misma intensidad con la que mi padre buscaba consuelo debajo de mis faldas yo quería saber cómo sería hacer esas cosas con amor, así que una noche fui a verlo convencida de poder finalmente probar lo que sería entregarse por la propia voluntad, no por la fuerza. Él me había demostrado tantas veces lo que sentía por mí, o al menos así lo creía. Pero me rechazó y ni siquiera pudo disimular su asombro, diciéndome a la cara riendo, “Lucrecia, ¿de dónde te has sacado ciertas ideas? Tú eres una buena amiga, una persona bella e inteligente, pero no te amo. Yo amo a Margarita, lo siento”. Por un momento creí que no podría volver a respirar, y sus palabras martilleaban en mi cabeza. ¿Que me lo he inventado todo? ¿No me queda otro remedio que continuar a vivir mi miserable vida? ¿Que tú no me salvarás? Escapé corriendo y me escondí en la cabaña, muriendo de vergüenza sólo de pensar en tener que mirarlo a la cara.

Pasé la noche allí, sin preocuparme si alguien me buscaba o no. No hacía más que pensar en que mi vida había acabado, que estaba condenada, que no valía la pena seguir respirando sin la esperanza de que él me alejaría del dolor y el sufrimiento. Así que me dirigí al lago, quería acabar con todo, dormir. Me senté en un pequeño embarcadero, mirando el fondo limoso y cogiendo valor para acabar de una vez, cuando oí una voz a mis espaldas: “Te ha dicho que no, ¿verdad?”. Allí estaba, el caballero del jubón negro. “¿Cómo lo sabías?”, le pregunté. “Lucrecia, eras la única en la Villa en no darte cuenta que ese muchacho no tiene ojos más que para tu vecina. No estoy dispuesto a echar a perder todo el tiempo que he pasado contigo para formarte, tú no te matarás”.

Y continuó hablándome; su voz había tenido siempre un efecto relajante, hipnótico, aprendí más tarde que así se llamaba esta sensación. Me convenció de algo muy sencillo, focalizar mi rabia no hacia mí misma, sino en los culpables: Gonzalo y Margarita. Él iba a ayudarme; yo tenía que plantar la semilla de los celos en los dos, él se encargaría de encontrar a alguien que se embelesara con ella. Con Margarita el trabajo era muy fácil, convivía con su rival. Las niñas Hernando, tan dulces, buenas y perfectas, tan perdidamente enamoradas las dos de Gonzalo; bajo esa cobertura de bondad y castidad se escondían dos gatas en celo, y yo sabía las palabras justas para poner a la una en contra de la otra. Los mismos gestos de Gonzalo que yo interpreté por amor, Margarita podía interpretarlos como un velado cortejo a la hermana, bastaba algún comentario distraído por mi parte, “mira cómo coge la mano de Cristina”, “qué detalle que ha tenido acompañándola a la fuente”; de manera que cuando ella encontró el cebo dispuesto casualmente por el caballero, ésta no dudó un instante en tontear con él. Con Gonzalo fue aún más sencillo, hacerle notar que era extraño el hecho de que Margarita últimamente desapareciera sin saber dónde iba y que si se le preguntaba dónde había estado respondía siempre de manera vaga y cambiaba de tema. Así que, un día, me bastó pedirle a Gonzalo el favor de ayudarme a retirar una carga demasiado pesada de leña para sorprender a Margarita. Y la sorpresa fue mayúscula, tan bien preparado estaba el “señuelo” que llegamos por los parajes justo cuando Margarita se estaba besando con él.

Todo sucedió en pocos minutos, loco de celos Gonzalo retó a duelo al otro hombre, quien aceptó al instante. Pocas estocadas (el padre había regalado una espada a Gonzalo, de la que no se separaba nunca) y el rival yacía en un lago de sangre. Él huyó, lo escondí en la cabaña de mi padre y volví a la Villa para saber cuál era la situación; no podía ser peor, el señuelo del caballero resultó ser un joven de noble familia con muchas influencias en la corte, y el comisario García y sus hombres estaban buscando a Gonzalo para detenerlo y ajusticiarlo. Le referí lo que había oído, decidió que lo único que podía hacer era escapar definitivamente de la Villa, y escribió una carta para Margarita, pidiéndome que se la diera junto con el colgante que le había regalado siendo niño. Yo seguía haciendo el papel de la fiel amiga compungida, pero a fe mía que estaba disfrutando; tenía razón el caballero, notaba que su sufrimiento aliviaba mi dolor más que cualquier mirada compasiva, pero no hubiera querido que se llegara a este punto.

Mientras volvía a la Villa me encontré con el caballero: “Veo que mi plan ha salido a la perfección”, me dijo. “Quizás demasiado, ha matado en un duelo ese amigo tuyo”. “Exactamente lo que me esperaba. Sabía que Don Álvaro era un fanfarrón capaz de sacar a qualquiera de sus casillas, pero sabía también que con una espada en la mano era incapaz de matar un gorrión. Tu amigo tenía todas las de ganar y él todas las de perder”. Empezaba a intuir algo extraño en toda esta historia, “¿Por qué lo has hecho?”, le pregunté. “Era una buena manera de deshacerme de un rival. Tú tienes que ser mía, Lucrecia. Y si me permites, me presento: soy Gerardo Esteban de Larrañaga y Mendoza, Marqués de Santillana, y quiero que seas mi esposa. Quizás si me hubiera presentado así desde el primer día no hubiera sido necesario todo ésto, desesperada como estás por salir de la pobreza, pero te confieso que hubiera sido infinitamente más aburrido. Acepta mi propuesta y mis hombres llevarán fuera del reino a tu amigo el tiempo necesario para que la situación se calme. Si no aceptas, sabes mejor que yo el infierno que te espera. Tú decides”.

5

Ayer tuve una crisis, se están repitiendo cada vez más a menudo, y cada vez estoy más cansada. “Achaques de la edad, todo se arregla con un poco de reposo”, me dice siempre Juan, el único viejo amigo que me queda. Será un Grande de España, médico y mi consuegro, pero es incapaz de mentir; uno tiene que nacer con esa cualidad, y él no la ha tenido nunca.

Y así fue como la humilde hija del leñador pasó a ser la prometida del Marqués de Santillana. Era lo único que podía hacer, en ese momento; nunca habría tenido a Gonzalo, era un fugitivo que acabaría tarde o temprano preso y además tenía finalmente la oportunidad de no pasar más hambre y huir de los abusos de mi padre. Así que le dije al marqués dónde se escondía, pero cuando sus hombres llegaron a la cabaña, había desaparecido. Los misterios y las desapariciones de Gonzalo, toda la vida había tenido una especie de ángel de la guarda que lo sacaba de las situaciones más apuradas, y ésa no fue la última. Presumo que fue mejor para él que no lo encontraran, no creo que el marqués tuviera mucho interés en verlo vivo. Como no vivieron los padres de Gonzalo, la Justicia es ciega y vengativa, y al no encontrarlo, el comisario García se dedicó a interrogarlos con demasiado celo, vista su edad.

El marqués me alojó en una de sus fincas para tenerme lejos de casa hasta que se celebrase el enlace, y mientras tanto yo podía arreglar mis asuntos familiares. Entregué mi hermano a unas monjas, era mejor para su seguridad y la de toda la Villa pues no sabía con certeza lo que era capaz de hacer su mente enferma. Mi madre había muerto algún año antes, y mi padre se bebió todo el dinero que le dio el marqués para no volver a hacerse ver; me dijeron que se ahogó en el lago una noche que se cayó en plena borrachera. El lago. Curioso. Margarita, la inocente niña Hernando, tuvo que dejar la Villa por las habladurías y el odio de todo el vecindario; huyó a Sevilla, y se casó con un ladrón y un timador de la peor especie. Pobre, inocente niña Hernando, tú te tienes que esconder y yo me convierto en una noble; esta vez te toca a ti.

Cuando faltaban ya pocos días para la boda, una mañana estaba paseando a caballo montando el último regalo del marqués, una espléndida yegüa negra. Tenía que aprender a montar bien, dentro de pocos días iba a ser presentada a todos los nobles de la corte durante una cacería; no estaba acostumbrada a montar, y desde luego no vestida con un traje como ése, yo que hasta entonces no había vestido más que simples faldas de campesina. Durante el paseo la yegüa tropezó con un tronco, perdí el equilibrio y caí, con un pié aún enganchado al estribo; para mi suerte el animal tenía buen carácter y no escapó, por lo que me encontraba por el suelo con las piernas bloqueadas entre el estribo y las complicadas enaguas de mi vestido nuevo. “Vaya, vaya, ¿qué tenemos por aquí?” – dijo una voz no muy lejana. Apenas lograba moverme, y en la distancia pude ver sólo uno de los oficiales del comisario García. “¡No sabéis con quién estáis hablando, echadme una mano, soy la prometida del Marqués de Santillana!”. “Por ahora sigues siendo sólo la hija del leñador, así que disfruto del espectáculo”, dijo. Finalmente pude levantarme y observarlo, aunque en aquel momento estaba tan furiosa que más tardé recordaba sólo unos ojos negros y una sonrisa irónica; “¡te arrepentirás de haberme tratado así, el comisario lo sabrá!”. “Lo sabe ya, yo  soy el nuevo comisario. Y si me permite, Sra. Marquesa, visto que ha recuperado la posición vertical, tengo muchas cosas que hacer”. Así fue mi primer encuentro con Hernán Mejías.

6

Me equivoqué. Creía que mi matrimonio iba a acabar con mis problemas, sin embargo éstos aumentaron. Lo único que no volvió a ser un problema era el hambre, finalmente podía comer todo lo que quisiera y cuando quisiera; tras tantos años de hambre, mi apetito voraz no se saciaba nunca, tanta fue la necesidad que pasé hasta que me prometí con el marqués, y por más que comía seguía teniendo una figura excelente; era ese el motivo por el que no engordaba, nada que ver con las plumas de faisán que decían que usaba para vaciarme. Yo creía que además del hambre se acabarían las palizas y la violencia, pero no era así; cuando terminó el banquete nupcial y me retiré a mi alcoba esperé con una mezcla de curiosidad y expectación a mi marido. Entró en la habitación y tras un “Lucrecia, finalmente”, me propinó una sonora bofetada que me tiró a la cama; descubrí de esta manera que mi marido el Señor Marqués de Santillana suplía su impotencia con la violencia, pero era un sádico previsor, y al día siguiente me mandó un cierto curandero egipcio, de nombre Djem, que con sus pomadas y remedios orientales era capaz de hacer desaparecer del cuerpo hasta los cardenales más visibles.

Durante ese primer mes de matrimonio aguantaba las palizas, y no tenía otra ocupación que curar mis heridas físicas e incubar mi odio, hacia mi marido y también hacia Gonzalo y Margarita, si él se hubiese dado cuenta de quién lo amaba de verdad, si jamás hubiesen nacido esas malditas niñas Hernando.

Por fortuna, apenas unas semanas después de la boda, el Marqués decidió ir a hacer una visita a unos parientes lejanos en Italia. La familia d’Este estaba emparentada con la de la marquesa madre, y aunque ellos vieron siempre a los Santillana con el desdén que miran las familias de rancio abolengo a los nuevos ricos, tuvieron que aceptar las relaciones con la rama española de la familia, que tendría menos prestigio, pero mucho más oro fresco de las Américas. Para ayudar a digerir nuestra visita, la marquesa madre mandó, a Francesco I d’Este un título de crédito por cien mil ducados depositado en el banco de los Pitti, que ayudaba a fortalecer sus arcas, casi vacías tras años de guerras con el papado, y que les habían visto abandonar Ferrara para refugiarse en Modena y Reggio. Comenzó así un breve periodo de paz en mi angustiada existencia; mientras estábamos en la corte de los d’Este el marqués tuvo a bien dejarme en paz, probablemente por no dar motivo de escándalo, y pude dedicarme a continuar mi formación consultando los volúmenes de la biblioteca del Duque y admirando las obras de arte de palacio; descubrí también que tenía un talento especial para la política, sobre todo como se entiende por aquellas tierras: ser amigo de todos y de nadie, “tenere il piede su due staffe” o apoyar el pie en dos estribos. El Duque Francesco me dio también las llaves de un mueble que contenía el archivo de la correspondencia de la familia d’Este; así pude consultar las cartas de esa otra Lucrecia, la mujer de Alfonso I, hija de Rodrigo de Borja que fue papa con el nombre de Alejandro VI. Leí con dolor la última carta de Lucrecia en la que, a punto de morir tras el décimo parto, pedía al papa por su salvación, “en este punto, como cristiana, aunque pecadora, suplico a Vuestra Santidad que tenga a bien dar la paz espiritual a mi alma”. No, a mí no me pasaría lo que a esta Lucrecia, que muere a los 39 años ajada y marchita; aunque claro, yo partía con una ventaja, mi marido era incapaz de generar hijos. Escondido en el fondo del mueble había un pequeño volumen que me llamó la atención; era el herbolario de Adriana Milà, aquella prima de papa Borja que custodiaba el secreto más preciado de la familia, la receta de aquel veneno letal que llamaron la “cantarella” con el que el papa y su hijo César llenaron de cadáveres el Tíber. Me llevé prestado ese volumen, me serviría mucho más que a ellos.

Y así partí de Italia con la angustia de pensar que no tendría ya un Duque Francesco que me protegiese, pero con un equipaje hecho de conocimientos y contactos en buena parte de los reinos de Europa.

7

Mi ambición política me llevó a formar parte de una logia secreta cuyo objetivo era eliminar el Rey, esos nefandos austrias que estaban arruinando el reino, lo que no me impedía  meterme en la cama del mismo monarca si era necesario. Hernán era el brazo armado de la logia, mi cómplice en mis aventuras políticas, y mi amante. Años atrás el marqués fue franco conmigo: “necesito un heredero y no puedo concebir hijos, así que búscate un buen semental. El marquesado no deberá pasar nunca a las manos de ese meapilas ruin de mi hermano”. Y elegí el mejor; por fortuna a pesar que mis primeras experiencias sexuales se podían definir como traumáticas (buen eufemismo) pude aprender a gozar en la cama cuando quería. Hernán era un buen maestro, y el único con bastantes agallas como para afrontarme y decirme la verdad a la cara, como lo hizo tantos años antes. Así que por un tiempo dejé de tomar uno de los remedios del herbolario de Adriana del Milà y me quedé embarazada.

Tuve a mi hijo el mismo año que Gonzalo tuvo el suyo; sabía que había vuelto y que se había casado con la otra perfecta niña Hernando, la mosquita muerta, Cristina. Fingí no saber nada, aunque ¿cabía alguna duda de que no lo supiera? Yo, que tenía contactos en la corte, recibía informes de los cuatro rincones de Europa, ¿podía no saber los últimos cotilleos de los criados en las cocinas? Catalina era una gran trabajadora, pero tenía una de las lenguas más vivaces de la Villa. Sabía lo que todos decían de ellos a sus espaldas, que, a falta de la hermana que amaba se había casado con la otra. Habían pasado tantos años, que empezaba a pensar en él sin sentir un nudo en la garganta, mientras continuaba mi doble vida de mujer potente y pobre esclava maltratada. Hasta que dije basta. Un día el marqués desapareció, víctima de sus propios vicios, pensaron todos. Se encontraron sólo sus ropas manchadas de sangre y nadie hizo preguntas; fue el primer servicio de Roncero, y Hernán se ocupó del resto.

Hernán me tenía al tanto de todas las noticias relacionadas con la logia; una noche fui a verlo a los calabozos después de que el capitán Rodrigo hubiese desaparecido, llevándose un libro que incluía el nombre de todos los miembros, y mi nombre figuraba en ese libro. Cuál fue mi sorpresa al reconocer a la mujer que estaba interrogando, la mismísima Cristina Hernando, qué placer inesperado. Estaba segura de que no tenía nada que ver con el capitán, como mucho habría oído algo, y efectivamente ella negaba conocerlo. Antes de irme, embozada en mi capa, le pedí un favor a Hernán, “ella no sabe nada, pero asegúrate de que se te va la mano, con medida. Quiero que llegue viva a los brazos de su marido, aunque por poco tiempo”.

Pocos meses después de morir Cristina Hernando Margarita apareció en la Villa, y pensar que la atropellé y casi la maté con mi carruaje cuando se estaba yendo vestida de muchacho, una pena. Así que ya no podía continuar fingiendo que no sabía de la presencia de Gonzalo; ahora que Margarita había vuelto y que vivían bajo el mismo techo era sólo una cuestión de tiempo hasta que saliera el tema de la carta que oculté. Era demasiado poderosa para que pudieran hacerme daño, pero no quería permitir que se conociese la verdad de lo que pasó, y así, con la excusa de sustituir al tutor de Nuño convoqué el maestro a palacio.

8

Entonces, lo vi, otra vez, después de tantos años… Y lo deseé más que nunca, porque me di cuenta de que había cambiado. Ya no era aquel chaval impulsivo, era diferente, sus ojos… Dios, sé reconocer la mirada de alguien que sufre, que lleva un peso dentro. Deseaba decirselo, que era gracias a mi que habia crecido. ¿Cuál hubiera sido su reacción al saber que fui yo quien lo acerco al abismo? Y aquella vez que vino a palacio, cuando el “accidente” de Margarita con Roncero, cuánto gocé…  Qué cerca lo sentía de mi, desde su pedestal de desprecio yo sabía lo que tenia dentro, la rabia, el dolor. Todo gracias a mí. ¿Duele, verdad? Bienvenido a la vida, querido.

Me tenía obsesionada, los recuerdos de esa vieja vida que creía olvidada volvieron. Y con los recuerdos, lo que yo sentía cuando era apenas una niña, ese amor que a la mayoría de la gente parecería malsano, obsesivo. Y como años atrás, Margarita estaba en medio. Así que decidí tenerla cerca, le di un trabajo en palacio. Y entocnces empezaron los “accidentes” de Margarita… tuve que ver en buena parte de ellos, no soportaba que ella se saliera al final con la suya, que se llevara lo único que yo había deseado y no había tenido nunca; era sólo cuestión de tiempo. No pasaría mucho hasta que Gonzalo la hubiese perdonado, convivir bajo el mismo techo puede con cualquier principio de supuesto respeto a la memoria de sus padres y su mujer muerta. Lo intenté todo y obviamente Hernán se dio cuenta enseguida de la mano que movía los hilos, cubriéndome cuando fue necesario. Pero tenía muchas más cosas de que preocuparme, me sentía caminando siempre sobre el filo de la navaja, siempre alerta, siempre en tensión, y además estaba el problema de ese espadachín, héroe del pueblo, ese Águila Roja que se encontraba siempre en medio de todos nuestros planes.

Cuando Hernán me dijo que lo había identificado y que no era otro que Gonzalo, no daba crédito a lo que oía… ¿sería posible que lo hubiese llevado a tal punto? ¿Cómo era posible que fuera él? Metieron a Gonzalo y a Margarita en los calabozos y los torturaron, Hernán insistía en que Águila Roja era él y los llevó al patíbulo. Cuando el verdugo estaba a punto de ejecutar la orden apareció Águila Roja en un tejado, y la sentencia se aplazó; y aunque felicité a Hernán por el espectáculo, entonces comprendí. Yo había visto a Águila Roja cuando intentamos matar al Rey en mi fiesta, y quizás los aldeanos presentes en la plaza  creyeron que aquel ser en el tejado era su héroe, pero yo no me lo creí. Si algo he tenido en esta vida es la capacidad de distinguir un cuerpo de otro, y esa especie de mono amaestrado del tejado no era Águila Roja, de la misma manera que Hernán no se lo creyó y quiso ejecutar personalmente la sentencia, hasta que ya con el hacha en mano una orden del Rey detuvo la ejecución. Salvado en el último momento, eso era muy de Gonzalo, como la figura del mono amaestrado del tejado era igual a la de ese siervo suyo, que de haber nacido aún más bajo podría haber sido un bufón de la corte. Qué siguiera jugando al héroe enmascarado, que interfería en mis planes tanto como en el de mis enemigos.

9

Juan ha tenido que venir otra vez a visitarme, y esta vez ha tenido que decirme la verdad, no me queda mucho tiempo. No por ser conocida, la noticia me ha irritado menos; aún me queda algo por escribir, he dejado para el final la parte más difícil, Hernán.

Durante los años que estuvimos juntos nos buscamos y nos rechazamos, llegamos a casi matarnos, porque éramos iguales: sin escrúpulos, llenos de amor por nosotros mismos y por el poder. Llegué a decirle que Nuño era su hijo, llegó a engañarme haciéndome creer que había muerto; fue durante años una presencia constante, un hombro sobre el que llorar, una mejilla que abofetear. Desgraciadamente mi obsesión por Gonzalo me cubrió los ojos durante demasiado tiempo, intentando alcanzar lo inalcanzable, pero bastó una sola frase para deshacer el embrujo. Cuando por culpa de los juegos del Cardenal Mendoza con una de las prostitutas de la Villa enfermé de viruela, creí que estaba a punto de morir. Dio la casualidad de que estaba con Gonzalo cuando tuve una fuerte recaída, nuestros hijos, una vez más, estaban peleando y habían pasado de los puños a las espadas. Me desmayé y él me llevó a palacio; presa del delirio le dije “te quiero”, y bastó pronunciar esas dos palabras para darme cuenta de que no significaban nada, pero fui incapaz de decírselo a Hernán. Por entonces estaba prometido y se casó con la sobrina del Cardenal, y eran demasiados los intereses comunes con su eminencia como para romper su matrimonio; los años siguientes los pasamos así, acercándonos y alejándonos, buscándonos y rechazándonos.

Cinco años después el rey murió, y con él desaparecieron todos: Gonzalo y toda su familia, los niños y hasta ese siervo… y Hernán. Lo único que he sabido es que se fueron a Francia, pero no he podido averiguar nada más, a pesar de todos mis esfuerzos. Y de la misma manera que al decir “te quiero” a Gonzalo supe que no lo quise, me di cuenta de que amaba a Hernán al perderlo, cumpliéndose sus palabras proféticas. La noche antes de que se desvaneciera vino a verme; me pidió que escapase con él, le respondí con malos modos, aduciendo que Nuño me necesitaba. “Es mayor de edad, es marqués y tiene su vida en el ejército, ya no te necesita, Lucrecia, y yo sí. Déjalo todo, ven conmigo, finjamos que sólo han pasado unas horas desde que te encontré a los pies de tu caballo, deja de luchar por una vez en tu vida. Ven conmigo Lucrecia, yo soy la única persona que te ha amado siempre, a pesar de tus defectos. Ven conmigo, te lo pido por última vez”. Lo despaché, con mi acostumbrada frase “Hernán, no digas tonterías”, y salió de mi alcoba. No lo he vuelto a ver y perdí la oportunidad de haber contado mi historia a la única persona que en este mundo me hubiese podido entender y a la única persona que amé de verdad. A mi manera.

Los dolores empiezan a ser insoportables, me siento exhausta y ya no tengo ganas de escribir nada más, lo más importante ya lo he escrito. Creo que añadiré un último pecado a la larga lista de los que he cometido. Conservo aún aquel potente veneno que conseguí años atrás del perfumista, rápido y eficaz, una gota en los labios, todo se acabará y finalmente podré descansar.

 

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