Las cartas de Hernán

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(Veo el bien y lo apruebo, y sigo el mal)

OVIDIO – METAMORFOSIS

Liber VII – 20

1

Marsella, 15 enero 1666

Querida Lucrecia,

Intenté que vinieras conmigo, pero no pude convencerte. Del resto, no te he podido convencer nunca, creía que tras años a tu lado lo habría conseguido, pero me equivoqué. Tengo tantas cosas que contarte, daría media vida por ver tu cara en estos momentos mientras te cuento todo, pero no va a ser posible. Mi familia y yo tenemos que escondernos… sí, familia. No los había perdido… Es algo extraño de contar, y de entender.

El pequeño Gonzalo me ha quitado la pluma, y no me la ha devuelto hasta que le he prometido que más tarde jugaríamos juntos. Es el único de todos que no me mira con recelo; les entiendo, no les doy la culpa, han sido demasiados los años en los que me temieron y odiaron. Pero con él es fácil, es volver a empezar todo desde el principio, protegerle como protegía a su padre. Sí Lucrecia, Gonzalo es mi hermano. Te lo dije que daría media vida por ver la cara que pondrías al saberlo; es como si te viera en estos instantes, tus ojos incrédulos, la boca entreabierta, una media sonrisa y esos hoyuelos… Seguiré otro día, no hay prisa: tú no leerás nunca esta carta, y yo no volveré a verte.

2

Marsella, 16 enero 1666

Querida Lucrecia,

Acabo de pasar unas horas hablando con Gonzalo. Tenemos que establecer qué debemos hacer ahora, cuales serán nuestros próximos movimientos, evaluar de quién nos podemos fiar y de quién no, organizar la próxima etapa de nuestro viaje. Como bien recuerdas nos vimos por última vez de noche, poco tiempo después de la muerte del Rey, y te pedí que huyeras conmigo. Teníamos que escapar del reino, pues una vez se supo de nuestra existencia los partidarios del nuevo monarca, ése Carlos que llaman El Hechizado, querrían quitarnos de enmedio, ya que somos una amenaza para la la línea legítima de la familia. Pero aquí en Francia somos siempre descendientes de los Austrias, aunque bastardos, y nos tenemos que guardar de los partidarios de los Borbones, que no hacen sino esperar que el rey Carlos se apague para sentar su candidato en el trono de las Españas. Perdona Lucrecia, me he olvidado de un detalle: nuestro padre era el defunto Rey Felipe, sí, ése que intentamos eliminar varias veces. No hago que preguntarme como no he perdido el juicio, en estos meses.

Nuestro padre era el Rey Felipe; nuestra madre una noble francesa, Laura de Montignac. De mi primera infancia tengo vagos recuerdos de opulencia, sábanas limpias, comidas regulares, la belleza de mi madre, esa figura masculina que estaba con nosotros no muy a menudo, pero que nos daba seguridad y confianza. Luego las cosas cambiaron y pasamos, para el Rey (algún día llamaré “hermano” a Gonzalo, nunca llamaré “padre” al Rey Felipe), de ser un refugio de sus afectos a una amenaza. La fuerza de carácter no la hemos heredado de él, puedes estar cierta. Así que vivimos unos años viviendo apartados, para acabar encerrados en una torre. En esos años proteger a mi hermano se convirtió en una especie de misión, si queremos llamarla así, un válido motivo para no volverme completamente loco. Creo que es ésto lo que me salva en mis momentos de crisis… dedicarme a algo.

Uno de mis últimos recuerdos de aquella niñez es la imagen de mi madre desesperada en la puerta de la torre, cuando echaron la llave; lloraba, imprecaba, llamaba “a él” teniéndose entre las manos el vientre abultado por el embarazo. Sí, hay otro hermano… hermana. Irene. Ahora tu expresión ha cambiado, Lucrecia; no, no te preocupes, no la toqué nunca, por fortuna el matrimonio no se consumó. Por una vez en la vida una bula papal que anulaba un matrimonio por no consumado sancionaba una verdad, “nulla copula carnali consunctione subsequuta”. Hubiese sido demasiado hasta para mí.

Así que dentro de poco tendremos que irnos de Francia, no es un lugar seguro. Por ahora iremos hacia Italia; no me desagrada la idea de pasar a ser un mercenario, un condottiero a servicio de uno de los muchos señores que hay en esas tierras, seguiría dedicandome a las armas, lo que he hecho toda la vida. Ellos probablemente escogerán una vida más tranquila, en fin de cuentas les sobra algo que a mí me falta.

3

Marsella, 17 enero 1666

Querida Lucrecia,

En mi carta de ayer te dí demasiadas noticias juntas, lo siento. Escribo lo primero que me viene en mente, como si te lo estuviera contando de persona. Aunque estuvimos mucho tiempo juntos, fueron pocas las veces que nos dedicamos a nosotros, a hablar. Recuerdo con ternura aquella noche en la que te empezé a hablar de mi familia perdida: “nunca me habías hablado de ésto”. “Nunca me lo habías preguntado”, te contesté.

Yo hice de todo por tí, y probablemente los dos nos arrepentiremos de algo: yo de no haberte convencido a venir conmigo, tú de no haber aceptado. No te darás cuenta enseguida, pasarán años, pero lo harás.

Hay otra cosa de la que me arrepiento, lo siento profundamente, ahora que ya no lo puedo remediar… Me arrepiento de mis celos, que te daban motivo de jugar conmigo, y que te han hecho tanto daño. Creí volvirme loco cuando descubrí que eras la amante del Rey; sabía que lo eras de muchos otros, pero nunca me sentí así por su causa, y no logro explicarme el por qué. Llegué al extremo de no ayudarte cuando suplicabas por tu vida cuando los miembros de la logia te acusaron de traición; pero lo suyo era política, lo mío algo personal. Noté que se me había roto algo dentro, permanecía impasible a tus súplicas, mandé que te pusieran la máscara de hierro. No soporté estar delante cuando el carcelero te lo puso, y por un instante, cuando descubrí que Catalina se había equivocado y te había entregado la llave equivocada, tuve la tentación de salir de la habitación sin decir nada. Fue solo un momento en el que me dí cuenta de algo… había llegado al borde del abismo. Así que te salvé y cuando por fin cediste ésa vez fuí yo quien te rechazó. Apenas podíamos acercarnos sucedía algo que nos alejaba, o tal vez éramos nosotros mismos a quererlo.

Durante años he envidiado a Gonzalo el hecho de que él tuviera tu amor, que yo anhelaba; ahora le envidio los años en que te conoció de niña. Le pregunto a menudo detalles sobre tu vida, tus juegos favoritos, tu familia. Gracias a estas conversaciones he entendido el motivo por el cual somos tan iguales: no hemos hecho más que luchar desde que tuvimos conocimiento, los dos éramos los escudos protectores de nuestros hermanos pequeños. ¿Por qué no me dijiste que Simón era tu hermano? Y yo lo maté. ¿Por qué Lucrecia? No te volveré a echar nada en cara en las próximas cartas, te lo prometo. Pero me hubiese gustado tanto haber sabido estas cosas antes; si hubieras abierto tu corazón al menos una vez, quizás… Pero no serías tú y no te amaría de esta manera.

4

Marsella, 20 enero 1666

Querida Lucrecia,

Mañana partimos, vamos a Italia. Te preguntarás de qué estamos viviendo… pues bien, el Rey para acallar su conciencia nos dejó en un lugar seguro (crédito en el banco de los Fucher garantizado por una parte de la plata de las minas de Potosí) una cantidad de dinero tal que nos puede permitir vivir como el Gran Turco. No lo hacemos por no llamar la atención, aunque estamos en esa cómoda posición que te permite no precuparse de como ganar el pan; lo de hacer de condottiero es más que nada una manera de no estar de brazos cruzados a esperar no sé muy bien el qué. ¿La muerte? No creo… Te habré perdido para siempre pero lo que me queda de vida quiero vivirla, no soportarla. Imagino que en estos momentos tu estarás haciendo lo mismo. Quiero encontrar una mujer que me quiera sin hacer cálculos, quiero tener un hijo al que poder hacer de padre desde el primer día, quiero que mi vida tenga sentido…

Te preguntarás cómo vine a saber lo de mi “parentela” con Gonzalo. Luché con él varias veces durante los años en los que le daba la caza… Yo tenía razón, Lucrecia, él era el Águila Roja. Y no me imagino ninguna expresión de sorpresa en tu cara porque lo sabías tú también; eres demasiado inteligente como para no haberte dado cuenta aquel día en el que su siervo se hizo pasar por él en un tejado. Todo un personaje, Satur. Aunque se ha visto obligado como todos a aceptarme noto que cuando estamos solos tiene una cierta tendencia a la salivación excesiva y a escupir, como esos animales tan curiosos que han descubierto en las Américas.

Perdona, divagaba, cómo lo supe… No hace demasiado tiempo, la verdad. El Rey estaba ya muy enfermo, le quedaba poco tiempo de vida; yo estaba ocupado en capturar un loco peligroso que se divertía en envenenar pozos y como en otras ocasiones cuando logré localizarlo había llegado al mismo tiempo el Águila Roja, y como las otras veces la tentación de eliminar el Águila era mucho más fuerte que la de eliminar el otro criminal. Luchamos y él me desarmó, pero no me quiso dar el golpe de gracia. Le pregunté por qué siempre llegado a este punto no me mataba, y me contestó “es hora que sepas la verdad, Hernán, el momento ha llegado”. Se bajó el embozo con el que se cubría el rostro y dijo simplemente: “no te puedo matar porque eres mi hermano”.

Mi primera reacción fue reir, “maestro, veo que no te falta imaginación. ¿Y de dónde habrías sacado tal información?” Dijo sólo una palabra: “Agustín”. Y comprendí todo.

5

Ventimiglia, 25 enero 1666

Querida Lucrecia,

Hemos dejado ya suelo francés, estamos en Liguria. Los planes son llegar hasta Venecia; el Doge acoge refugiados discretamente, siempre que estos vengan con la cantidad justa de ducados, y como te dije en otra carta por fortuna nos sobran. Además Gonzalo tiene conocidos cerca de Rialto, unos mercaderes. Él es un pozo de secretos, creo que los conoce desde los tiempos en los que tuvo que escapar de la Villa, y comenzó su viaje a Oriente. Poco me ha contado de esos años, y yo no le he preguntado nada; cuando quiera, si quiere, me lo contará.

Te preguntarás como sólo al oir la palabra “Agustín” supe que aquello que me dijo Águila Roja no era una locura, sino la verdad. Agustín me hizo más de padre cuando era niño que mi mismo padre; de él sabemos que era el consejero más fiado del Rey, que fue un gran guerrero, de noble cuna, y que abandonó todo para tomar votos y jurar fidelidad hasta la muerte al monarca. Él era quien nos protegía de los oscuros enemigos que al final lograron acabar con la vida de mi madre, él estaba siempre allí en los momentos de crisis e incluso después, cuando me entregó a los Mejías, aparecía siempre que lo necesitaba.

Así nos quedamos durante unos interminables minutos: yo por el suelo, desarmado, que lo miraba sin dar crédito a mis ojos y a mis recuerdos. Él que no bajaba la guardia, porque no sabía como iba a reaccionar. Poco después me senté, crucé las piernas y escondí mi rostro entre las manos. Oí como Gonzalo enfundaba su katana, y se sentaba a mi lado. “Sé que no es fácil, Hernán. He pasado por lo mismo… Tengo que hablarte de otros hechos… que he descubierto”. Levanté la mirada, “¿sabes quién es nuestro padre?”. “Sí”. Empezó a contarme cómo había ido descubriendo poco a poco lo que había pasado con nuestra familia, quién era nuestro padre, y nuestra hermana.

El nombre de Agustín era la llave lógica para convencerme de que Gonzalo era mi hermano, mis recuerdos y los suyos lo confirmaban, pero te puedo asegurar que no ha sido nada fácil de asimilar. Él lo sabía desde hace algunos años, así que comprendía perfectamente como me sentía: decepción al darse cuenta de que no existe eso que llaman los “lazos de sangre”. Antes de saberlo los dos no deseábamos más que atraversar el otro con nuestras espadas, sin que ninguna vocecilla interior quisiera parar nuestro brazo; después de saberlo nos dimos cuenta de que el odio no se olvida con una palabra, por importante que sea. Frustración por el tiempo perdido, y una especie de odio velado por el Rey. ¿Cómo pudo abandonar así a nuestra madre? ¿Cómo podía dormir la noche? ¿Sólo por el hecho de que había encargado a Agustín velar por nosotros había acallado su conciencia? Ahora creo que puedes entender por qué necesito tener un hijo al cual poder hacer de padre; lo necesito para borrar las culpas del mío.

6

Genova, 1 febrero 1666

Querida Lucrecia,

Estamos en Génova, nos quedaremos aquí un par de meses, hasta que el camino hacia Venecia quede libre de nieves; también es mejor no viajar durante un tiempo debido al estado de Margarita. Ya hemos tenido suerte de llegar todos sanos y salvos hasta aquí; pasamos por La Camargue sin caer víctimas de las fiebres y nuestra habilidad con la espada ha ahuyentado a algún que otro salteador de caminos que se ha cruzado en nuestro camino.

Nos alojamos en un palacete bastante cerca del puerto, ya que Génova, como Venecia, es una ciudad rica en mercaderes… y banqueros, por lo que no hemos tenido problemas en establecernos. Una vez arreglados los problemas de alojamiento y contactados los agentes de los Fucher en ciudad, no nos queda mucho que hacer, así que esperamos: la primavera y la llegada del último miembro de la familia. A Gonzalo le encanta ir al puerto a observar las naves; nos sentamos en el muelle y él me describe los barcos y el trabajo de los marineros. Yo nunca había visto el mar antes de este viaje, y le escucho con atención; me cuenta las diferencias entre las naves que surcan el Mediterráneo y las de los lejanos mares de Oriente, y lo dura que es la vida a bordo. Las guardias interminables, el frío en invierno y el calor en verano, las terribles tormentas y lo que es peor aún, la inmovilidad durante la calma chicha. Los primeros síntomas del escorbuto, las encías sangrantes, los dientes que se caen y la lucha por acapararse las últimas ratas a bordo con las que saciar el hambre. Hoy se ha quedado callado largo rato, observando el mar de Liguria en calma, perdido en sus pensamientos. De repente me ha dicho: “tú quieres mucho a Lucrecia… no intentes sustituirla con otra, no funciona”, me ha mirado y ha concluído su frase con un lacónico: “lo sé bien”.

Si me vieses, Lucrecia, no me reconocerías. Me he dado cuenta de que una buena manera de alejar viejos recuerdos y pasadas luchas es borrar la imagen del comisario de la Villa. Dificilmente visto de negro, nunca me pongo espuelas, me he dejado crecer el pelo y sigo la moda francesa de la perilla y los bigotes, con lo que me gano alguna que otra puya de Sátur, “Sr. Hernán, bonita camisa con gorgueras, pero ya sabe lo que se dice, ‘aunque la mona se vista de seda…’” Alonso es el que peor ha llevado mi incorporación a su rutina familiar; aunque es ya prácticamente un hombre, y poco queda del chaval que me disparó una noche, cuando me mira advierto que se arrepiente de su mala puntería. Por eso insisto en que se entrene conmigo con la espada, para que se desahogue con una media estocada en tercia llena de rabia, y una tirada en cuarta. Yo le dejo hacer y no tengo que fingir de esforzarme en rechazar sus ataques, es alto y fuerte, y está lleno de odio. Una tarde defendiéndome lo hice un rasguño en un brazo, y él se abalanzó sobre mí como un tigre herido; me desarmó y la hoja de su espada se apoyó en mi cuello. Un hilo de sangre me resbalaba por el cuello: “yo no soy mi padre, yo no olvido”, dijo a pocos centímetros de mi cara, empujándome después y alejándose con rabia del lugar.

7

Genova, 5 febrero 1666

Querida Lucrecia,

En mi última carta te hablé de un percance que tuve con Alonso; recapacité sobre lo que pasó y lo que puede pasar, y esa misma noche le dije a Gonzalo que quizás sería mejor que separáramos nuestros caminos, para evitar problemas con el muchacho. Reflexionó durante unos minutos, y me respondió: “si  hace un año me hubiesen dicho que algún día diría ésto… te necesitamos, Hernán. Nos tenemos que defender y sin tu ayuda estaríamos perdidos. Alonso se ha convertido en un bien espadachín, pero se parece demasiado a mí cuando tenía su edad: es impulsivo y temerario. Recuerda lo que pasó en la Via Domicia”.

Es hora de que te explique cómo viajamos; aunque intentamos ser discretos es una tarea difícil, somos una comitiva numerosa. En un carruaje viajan las mujeres y los niños, seguido por un carro con nuestros enseres guiado por dos criados de confianza; los hombres, a caballo, nos disponemos en la vanguardia y en la retaguardia. Alonso está con nosotros y como ya te he dicho es prácticamente un hombre, tiene 18 años, la sangre caliente y una hermosa prometida que lo observa desde el carruaje y no se pierde un detalle de sus movimientos.

Aunque preferimos viajar por caminos secundarios un día recorríamos lo que fue una de las más importantes vías del Imperio Romano, la via Domicia que conectaba el norte de Italia con los Pirineos. Estábamos bastante cerca de Montpellier y llevábamos varios días de camino desde nuestra última etapa, sin más descanso que la necesaria parada en la estación de posta para descansar la noche. Estábamos de consecuencia con la guardia bajada; Alonso y yo encabezábamos el grupo, Gonzalo cabalgaba al lado del carruaje, hablando con Margarita, Satur y Martín cerraban el grupo. El sol empezaba a bajar, y pude distinguir entre los árboles de un bosque cercano un par de sombras medio escondidas en las ruinas de un viejo monasterio benedictino, que me resultaron sospechosas. No tuve ni siquiera el tiempo de reaccionar que dos hombres a caballo nos atacaron; vestían como salteadores de caminos, aunque noté que su vestimenta no era más que un disfraz. Y de hecho tras una ligera y veloz escaramuza los hombres huyeron hacia las ruinas, y Alonso cabalgó detrás de ellos.

–          “¡Alonso, quieto, es una trampa, una emboscada!”, Gonzalo también se dió cuenta de que había algo extraño en ese ataque. “¡Hernán, detenlo!”

No hizo falta que me lo dijera dos veces, es más, había intuído que lo único que separaba al chaval de la muerte era el que yo llegase a tiempo de frenar su caballo. Lo hice justo antes de que cuatro hombres salieran de su escondite detrás de un muro medio derruido; Gonzalo nos protegía las espaldas y con su ballesta eliminó dos de los enemigos mientras nosotros nos defendíamos y replegábamos para proteger el resto del grupo. Estábamos aún disponiendo la defensa cuando vimos al resto de nuestros atacantes escapar campo a través. Alonso se encaró con nosotros,

–         “¿los váis a dejar escapar? Padre, ¡los tenía al alcanze de mi espada!”.

–          “Te equivocas, Alonso, eran ellos los que te tenían; no vuelvas a hacer algo así, ¿entendido? Tu misión es proteger tu familia, ¿de qué les sirves muerto? Y ahora, será mejor que cambies tu puesto con Martín, ¡ve!”, y siguió a su hijo con la mirada, mientras éste mascullaba imprecaciones entre dientes.

Esto fue lo que pasó en la Via Domicia; fuimos conscientes de que nos vigilaban de cerca, que teníamos que estar alerta sin bajar la guardia, y de que alguien se está divirtiendo a jugar con nosotros como el gato con un ratón.

8

Genova, 7 febrero 1666

Querida Lucrecia,

Está nevando, y la temperatura es gélida, por lo que ahora tenemos que esperar a cubierto. El palacete es grande, y cada uno puede encontrar paz en las propias habitaciones, con un buen fuego encendido y cubriéndose con pieles. Mi alcoba está en un pequeño torreón en lo más alto del edificio, y aunque es bastante incómoda de alcanzar la prefiero a las demás porque es la única con vista al mar; desde todas las demás las vistas no ofrecen más que el palacio de los Doria o las montañas cercanas. Aguanto paciente las corrientes de aire que entran por los resquicios de los ventanales y la humedad por poder ver el mar; este mar en borrasca me ayuda a pensar, a recapacitar. Últimamente pienso mucho en Nuño, y aunque durante años no te he podido perdonar el hecho de que nadie supiera que es mi hijo, ahora te lo agradezco. La hermandad que ha siempre protegido a la familia ha considerado que él estaba al seguro, protegido por el apellido Santillana, y aunque nieto del fallecido Rey estaría siempre a salvo de las intrigas que nos han obligado a huir del país.

No puedo evitar reír al pensar cómo te hubieses comportado conmigo si hubieses sabido que compartías cama con el primogénito del monarca, y que nuestro hijo era su nieto… y que has estado buena parte de tu vida enamorada del segundo y que has cobijado bajo tu techo la tercera… Te lo dije, que era para volverse loco.

Nuño estará hecho un hombre, inevitable pensar en él cuando veo a Alonso, tienen casi la misma edad. Lo más duro de estar en el exilio es no poder verle; no te ofendas, lo sabes bien que cuando estábamos juntos si te acercabas a mí era por interés, o almenos el interés podía cubrir cualquier otra cosa que sintieras por mí, sin embargo Nuño no ha hecho que darme siempre un afecto incondicionado. Estoy seguro de que en estos momentos estará resentido conmigo por haberme ido sin saludarle, y egoistamente espero que su regimiento haga alguna campaña en Italia, para volver a abrazarlo.

9

Genova, 9 febrero 1666

Querida Lucrecia,

Margarita está de parto, lleva ya casi un día y parece que las cosas no van bien. Nuestra ama de llaves en ciudad ha buscado una comadrona que dicen que es la mejor “in tutte le cinque terre”; las mujeres entran y salen de su habitación siguiendo las instrucciones de esa especie de bruja. Una de las veces que salió Irene Gonzalo le preguntó angustiado cómo iban las cosas… al oir que lo primero que hizo la comadre fue poner un cuchillo afilado debajo de la cama para romper el dolor él se enfadó como un poseso, y a duras penas logramos entre Satur y yo convencerlo a no entrar para rasgar el cuello de la mujeruca con ese cuchillo, imprecando sobre las malditas supersticiones y que su mujer necesitaba la ayuda de un médico, no de una curandera. Por el momento la situación de la parturienta es estable, pero aún falta mucho para que todo acabe, así que he subido a mi alcoba, dado que finalmente Gonzalo se ha tranquilizado y está sentado delante del fuego con mirada ausente.

He encontrado en mis aposentos a la joven Vannozza, alimentando el fuego y limpiando; no nos faltan criados en la casa. Desde que se abrieron las nuevas rutas oceánicas Genova empieza a ser la sombra de la orgullosa república que controlaba todas las rutas del Mediterraneo Occidental, sobretodo ahora que los turcos asaltan sus bases; la pobreza empieza a notarse, por lo que el ama de llaves fatiga a alejar de casa la turma que ansía trabajar para “gli spagnuoli”, los únicos que damos trabajo y lo pagamos regularmente en los palacetes de Portico Vecchio.

La he despachado diciendo que seguramente sería más útil en los aposentos della signora, y la chica ha obedecido silenciosa. Me he sentado en mi butaca favorita, “la de pensar”, como la llamo yo, y mi mente se ha puesto a vagar, hasta llegar a aquella luminosa mañana, la primera vez que te ví. Era un día magnífico, acababa de serme concedido el puesto de comisario de la Villa tras la muerte del comisario García y galopaba satisfecho por el bosque, quería llegar hasta la casa de los Mejías, para decírselo en persona. Agustín cumplió su promesa cuando nos separó; los Montalvo y los Mejías eran buena gente, y paciente. Reconozco que no fuí una gata fácil de pelar cuando era muchacho, pero ya te hablaré de esto otro día. Estaba cerca del lago cuando distinguí a lo lejos una muchacha que se había caído de su caballo, con un pié enganchado en el estribo y las complicadas enaguas de un vestido nuevo que no la dejaban moverse.

Fue como una aparición, nunca había visto una mujer tan bella, llena de energía; en ese momento estabas rabiosa, con ese gesto tan particular que haces cuando estás enfadada, el ceño fruncido, las mejillas encendidas y los ojos que echaban chispas, sobre todo cuando me viste y no te ayudé a ponerte de pié. Por entonces eras la prometida del Marqués, por lo que era una de las primeras veces que podías usar tu “no sabéis con quien estáis hablando”. Lo sabía perfectamente, no hubiese sido ascendido a un puesto de tanta responsabilidad tan joven sin  conocer vida muerte y milagros de hasta el último habitante de la Villa. No me mostré como un lacayo servicial, de esos que a partir de entonces verías a todas las horas del día, así que esperé hasta que lograste ponerte de pié y te saludé “si me permite marquesa, visto que ha recuperado la posición vertical, tengo muchas cosas que hacer”. Hice dar media vuelta a mi caballo y me fuí, convencido de que tras aquella presentación no te olvidarías de mí fácilmente como yo no me olvidaría nunca de tí.

Ha debido pasar algo; a pesar de la distancia ha llegado hasta mi puerta un grito desesperado de Gonzalo, el ruido de algo que se hacía añicos seguido por un silencio sepulcral. Han llamado tímidamente a mi puerta; Vannozza, con el rostro blanco ha dicho un tímido, “creo que tendría que venir abajo, signore Hernán”. Estoy acostumbrado a las malas noticias, a darlas e incluso a ser su causa; ésto de soportarlas es algo nuevo para mí.

10

Genova, 11 febrero 1666

Querida Lucrecia,

La hemos enterrado al amanecer, no ha sido tarea fácil excavar una fosa en el terreno helado. Lo hemos tenido que hacer nosotros, la niña murió sin recibir el sacramento del bautismo (su padre se barricó en su alcoba cunando su cuerpecillo y no dejó entrar a nadie); además creo que si hubiera visto un cura en la puerta lo hubiera abierto en dos con una de sus espadas, lleno de rabia contra el cielo y el infierno como estaba. Así estuvo largas horas, sin salir del cuarto y haciendo caso omiso a los ruegos de Irene, la única persona aparte su mujer que logra calmarlo. Silencioso como entró en la habitación salió; dió la niña a Irene y pidió que la prepararan. Entró en la habitación de su mujer,  Margarita está muy mal, además del dolor por meter en el mundo una niña muerta le han sobrevenido unas fuertes fiebres y está delirando; así que la dejamos en compañía de los criados mientras nosotros nos dedicábamos a dar sepultura al cuerpo.

La marcha la encabezaba Gonzalo, llevando siempre el cuerpecillo simplemente amortajado, sin ninguna caja. Tenía las ideas claras, había pensado y decidido qué hacer durante las pocas horas que pasó en este mundo con su hija. Llegamos a un pequeño promontorio, razonablemente lejos de casas y de suelo sagrado siempre según las medidas ligures en las que los escasos metros libres entre la montaña y el mar se encuentran abigarrados de todo tipo de construcciones. Cavamos una pequeña fosa, depuso el cuerpo y clavó una pequeña cruz, en la que había tallado “Cristina Montalvo – 1666” y una inscripción en latín “Terra sis illi laevis / fuit illa tibi*” (“tierra, sé leve con ella, como ella lo fue contigo”).

Gonzalo salió de su mutismo, nos ordenó volver a casa mientras él iba al barrio de los mercaderes venecianos, prohibiéndonos taxativamente llamar a ninguno “de esos matasanos que todo lo resuelven con sangrías y sanguijuelas”.

Al cabo de unas horas Gonzalo volvió con un extraño personaje, un hombrecillo de estatura diminuta, oriental, con una larga trenza negra y un curioso bigotillo largo y lacio que le llegaba hasta el pecho. Sacó unas hierbas de un hatillo que había traído consigo, unas extrañas agujas y entró en la habitación de la enferma, junto con Gonzalo. Unas horas después, sigiloso como vino, se fue y al rato salió Gonzalo diciendo que Margarita finalmente no deliraba, y dejó que los demás miembros de la familia entrasen. Satur se moría de ganas por decir algo a propósito del extraño personaje, pero al cabo de años de servicio y reprimendas sabía cuando llegaba el momento de callar, y era ése. Yo intuía que él nos habría dado una explicación sin pedírsela, y no me equivoqué.

Como te dije en una de las cartas precedentes Gonzalo estaba siempre atento a los movimientos de las naves en el puerto; había visto que una de las últimas naves que lograron refugiarse de la borrasca invernal izaba el pabellón con el león de San Marcos de la República de Venecia y reconocido el escudo de su armador, Santon. Así que cuando nos dejó tras enterrar al bebé, fue al barrio de los mercaderes venecianos, esperando tener suerte, y la tuvo. El secreto del éxito de las largas expediciones comerciales de Santon se basa en dos cosas, desde hace varias generaciones: la pericia de los capitanes que contratan y que el médico de sus naves no es nunca europeo, sino chino. Gracias a los primeros y a sus hábiles maniobras diversivas y defensivas rara vez la carga cae en manos de los piratas; gracias al segundo el escorbuto y otros males comunes en el resto de los mercantes no hacen mella en la tripulación. El secreto del éxito de la expedición de Gonzalo a la base genovesa de los Santon se basó en la fortuna de hallar en ella el médico chino de la nave que había atracado en el puerto pocos días antes.

Así nos explicó quién era y de dónde había salido el hombre oriental; nos miró a todos los presentes, nos dió las gracias y entró de nuevo en la habitación, a cuidar de su mujer.

(*) Inscripción latina que se puede leer en el monumento funerario dedicado a una niña, en la via Appia, Roma

 

 

 

11

Genova, 15 febrero 1666

Querida Lucrecia,

Como si de una señal del destino se tratase, el tiempo ha empezado a cambiar apenas enterramos a la niña. Un tímido sol asoma ahora entre las nubes, la temperatura es menos gélida y el gotear de los carámbanos de hielo que se derriten me acompañan en el sueño. Aunque cuando estamos todos juntos hay siempre un velo de tristeza que parece flotar en el ambiente acaba siempre sucediendo algo que nos hace brotar una sonrisa. Como Satur que se empeña en dar el desayuno personalmente a los más pequeños, para desesperación de criadas y madres, porque deja un desastre comparable sólo al del Golfo de Lepanto después de la guerra y al final hay mas gachas en sus vestidos que en los estómagos de los pequeños.

Margarita aunque aún está débil como para levantarse de la cama ha mejorado mucho, come con apetito y deja que le lleven su niño a que le haga compañía. Esta mañana habían dejado la puerta entreabierta, y los he visto a los tres juntos.  Margarita estaba sentada en el lecho, la espalda descansaba apoyada sobre tres mullidos cojines; a su derecha el niño sentado en la cama, a su izquierda Gonzalo, sentado en un taburete. Los dos, padre e hijo, jugaban entrelazando los rizos negros de la mujer entre los dedos, con la misma expresión de tozuda concentración mientras ella les contaba una historia, evidentemente divertida pues cuando terminó los tres se pusieron a reír. Margarita levantó por un instante los ojos y me sorprendió observándoles, pero no cambió expresión y me saludó casi imperceptiblemente. Respondí al saludo y continué mi camino, ligeramente azorado, y huyendo con la sensación de haberles robado un momento que no era mío.

Había dado apenas dos pasos que oí la voz de Gonzalo: “¿Hernán? ¿Puedes venir por favor?”. Regresé a la habitación, y él sonriente me dijo: “Margarita quiere hablar contigo… Y yo voy a darle el desayuno a éste señorito”, decía mientras hacía cosquillas en la barriga al niño, “… otra vez”. Lo cogió en volandas y preguntó sonriendo al pequeño: “¿Cómo quieres que te lleve?”, éste miró a su padre y dijo: “¡la sillita del infante!”, y a pesar de las súplicas de Margarita Gonzalo salió de la habitación llevando a su hijo en alto con una sola mano, mientras éste se mantenía en equilibrio y reía.

Era la primera vez que estaba a solas con ella desde que salimos de la Villa, y debo reconocer que no me sentía cómodo. Las cartas habían cambiado, yo ya no era el temible comisario con poder de vida y muerte; ahora era ella la que mandaba en el juego. Me señaló el taburete en el que poco antes estaba Gonzalo, y me pidió que me sentase, se alisó la ropa de la cama, y aunque sonreía su rostro aún reflejaba el sufrimiento de los últimos días. Me miró a los ojos y me dijo: “Hernán, quería agradecerte lo que has hecho por mi niña…”; no pudo evitar que se le quebrase la voz cuando dijo la última palabra.  “Yo no he hecho nada especial… Estuve allí y ayudé a cavar la fosa, nada más”, respondí. “No es poco, gracias,  de verdad”, dijo apoyando su mano por un momento sobre la mía. “Voy a serte sincera, Hernán. Yo no quería que hicieses con nosotros este viaje. Cuando aún no sabías nada de Gonzalo él ya me había contado todo, sobre quién era su familia, lo que había descubierto y que la hermandad sugería que cuando el rey muriese lo mejor sería que dejáramos el país todos juntos. Me negué a que vinieras, por lo de Cristina, también me contó eso… Es más, tú has sido la causa de nuestra primera pelea desde que nos casamos…”, dijo con una sonrisa. “Estuvimos tres días sin hablarnos, hasta cogí el niño y me fuí a dormir a mi antigua alcoba. Si teníamos que decirnos algo usábamos de intermediarios a Satur y a Alonso: “dí a tu tía que…”, “dí a Gonzalo que…”. Hasta que al tercer día, hartos como estaban de nosotros Satur y Alonso nos tendieron una emboscada… ¡nos encerraron en nuestra habitación! Y al otro lado de la puerta oímos a Satur: “Gonzalillo tiene más molla en la sesera que ustedes dos juntos cuando se ponen. No me salen de allí dentro hasta que se aclaren, ¿o van a esperar otra vez años hasta decirse lo que se tienen que decir? ¡Ea!”, dijo mientras giraba la llave de la puerta. Así que llegamos a un acuerdo… cuando llegara el momento podrías venir, pero si yo quisiera tendrías que dejarnos e ir por tu cuenta”.

Me quedé muy sorprendido por lo que oí… cuando pensé que era ella la que mandaba en el juego no creía que lo hacía hasta ese punto. Así que le pregunté el motivo por el cual aún estaba con ellos. “No me has dado ningún motivo para hacerlo, has sido de gran ayuda en el viaje, pero sobretodo lo que me hizo verte con otros ojos fue lo que pasó en Francia, cuando salvaste a Alonso”.

Le agradecí sus palabras, me levanté y le pregunté si quería algo más; me dijo que no, que se notaba cansada y que dormiría un poco y me saludó con una sonrisa pícara, diciendo: “y además, con las camisas que llevas ahora, con esa melena y esa perilla, es que eres otro”.

 

 

12

Genova, 17 febrero 1666

Querida Lucrecia,

Seguimos gozando de esta primavera adelantada, las jornadas son templadas y no hay apenas nubes en el cielo. Probablemente dentro de nada volverá el invierno a recordarnos que aún está presente, pero por el momento disfruto de los cálidos rayos que entran por la ventana. Cuando Vannozza ha entrado esta mañana en la habitación para limpiar he notado que había cambiado peinado, estrenaba un corpiño nuevo y que sus miradas no eran tímidas como la de los primeros días… soy consciente de que me sería muy fácil poseerla, pero ya te dije que no quiero una mujer por interés, así que mientras que yo represente un atajo para salir del hambre no la tocaré. No te creas que me he convertido en un monje templario o en un beato… mis apetitos los pueden saciar las chicas de Donna Costanza de manera profesional y discreta. Por lo visto estoy empezando a serle simpático a Satur, si me confía sus “descubrimientos”.

Desde que el tiempo cambió y Margarita estuvo mal Gonzalo y yo hemos cambiado nuestros paseos por el puerto por una partida de ajedrez en mis habitaciones tras la cena, delante del fuego; entre un movimiento y otro hablamos, planificamos las próximas etapas o compartimos nuestros recuerdos. Mientras estudia su jugada lo observo; no ha cambiado prácticamente nada desde aquellos años en los que volviste a frecuentarlo, cuando mandaste a Nuño a su escuela. Alguna cana en las sienes y alguna arruga, nada más. Por fortuna la sangre fresca y fuerte de los Montignac pudo sobre la marchita sangre de los Austrias y ninguno de los tres hemos heredado el prognatismo, el labio inferior grueso y los ojos saltones y claros… eso sí, los tres pequeños tienen todos los ojos color azul cielo.

Estaba otra vez perdiendo, cuando oímos que llamaban a la puerta. Satur, evidentemente de regreso de la vecina Taberna por el olor que despedía, nos miró y dijo “creo que he descubierto algo”. Le hicimos pasar al instante y nos contó que mientras estaba tomándose un trago en la Locanda della Volpe se fijó en un hombre en una de las mesas, y notó en él algo familiar que lo llevó a sospechar y a observarlo con detenimiento. Pidió a la Giovanna que fuera generosa con el vino y el escote, para que así el hombre bajara la guardia y Satur pudiera observarlo con detenimiento. Estudió bien la espada que había apoyado al respaldo de la silla en la que se había acomodado; un acero toledano de factura impecable, con una elaborada empuñadura que estaba seguro había visto por alguna otra parte. Tras varias jarras de vino el hombre se desabrochó la chaquetilla; tras otras tantas las manos pasaban de las jarras a los pechos de la tabernera, que siguiendo las instrucciones de Satur le seguía el juego, abriéndole los lazos de la camisa… Entonces lo vió… Siempre oculto en las sombras se acercó a escasos metros de la mesa para asegurarse de lo que veía… en el cuello del hombre, oculto antes por la camisa y el jubón se veía ahora una marca, un tatuaje… el símbolo de la Logia; y la espada la había visto antes, en la Via Domicia, para ser exactos.

13

Genova, 22 febrero 1666

Querida Lucrecia,

Hace algunos días que no te escribo; tengo una herida que me molesta un poco, pero no es nada grave. La nave de Santon está aún anclada en puerto y ahora he sido yo quien ha pasado por las manos de Zhang, el médico chino que cuidó de Margarita; he de reconocer que desconfiaba de sus tisanas y agujas más que de las sanguijuelas de los doctores “normales” pero los resultados saltan a la vista: yo estoy mucho mejor y Margarita está volviendo poco a poco a sus quehaceres y podrá volver a tener hijos cuando lo desee.

La herida me la he ganado tras un encuentro con “el gato” que nos tomó por un ratoncillo asustado. Pero vayamos por partes. El descubrimiento de Satur confirmó nuestras sospechas: nos estaban controlando. Así que tuvimos que pasar al ataque; no de una manera alocada, sino preparando bien nuestros movimientos. El día siguiente Satur se convirtió en la sombra del sospechoso, y por la noche subió de nuevo a mi habitación, donde lo esperábamos con Gonzalo. El tipo se había quedado otra vez embelesado por la delantera de Giovanna y el buen vino, así que decidimos ir a esperarlo fuera del local, en un callejón cercano.

“Señor Hernán, perdone si me meto donde no me llaman, pero si nos viene usted vestido así Génova la llamarán la ciudad de las linternas, en plural; una el faro, y la otra su camisa… que se le vé desde Córcega, vamos”; Satur tenía razón, y tampoco el elegante jubón de Gonzalo sería de mucha ayuda en una noche movida, así que abrimos nuestros arcones y nos volvimos a enfundar en nuestros antiguos trajes, de Águila y comisario. “Ahora es cuando Satur se lamenta que no tiene uniforme…”, dijo Gonzalo guiñándome un ojo. “Salgamos por la parte de atrás, no quiero que nos vean los demás vestidos así  y que a alguien le dé un infarto.”

Poco después de medianoche un hombre de mediana estatura, moreno, borracho como una cuba y que apenas lograba tenerse en pie, salió de La Locanda della Volpe abrazado a la cintura de la mesonera, que a cambió de unas monedas accedió a ceder sus gracias al misterioso espadachín; sabía que era un trabajo fácil y que no llegaría nunca a ver la famosa espada, no precisamente la forjada en Toledo, de la que el fanfarrón presumió durante toda la noche entre un vaso y otro. Apenas giraron la esquina el hombre notó que alguien le tocó el hombro y apenas le dió tiempo de darse la vuelta y ver un puño que le llegó derecho al rostro y le dejó sin sentido.

En nuestro palacete había unos subterráneos que se usaban como almacén, y que nos iban a ayudar a nuestro propósito. Eran profundos, excavados en la roca y perfectamente aislados, por lo que nadie de los de arriba se daría cuenta de lo que pasaba.

Mientras Gonzalo y Satur ataban el hombre a una argolla yo recuperé una saca de cuero negro, que había dejado allí por la mañana. De ella saqué una especie de paquete de piel, que desenrollé en el suelo y en la que relucían las tenazas y mis viejos instrumentos de tortura… Miré a los dos con una media sonrisa mientras cogía la tenaza, “no me he traído de la Villa sólo el vestido de comisario, sino también las herramientas… es que soy un sentimental”.

14

Génova, 23 febrero 1666

Querida Lucrecia,

Ayer me quedé dormido con la pluma en la mano, lo siento; por lo visto estas infusiones que me prepara el chino me dejan medio atontado… las sacan de una especie de amapola, según me ha contado Gonzalo.

Como te decía teníamos al tipo misterioso a nuestra merced, atado en los subterráneos del palacete. Un cubo de agua gélida lo despertó de la modorra en la que lo había sumido el vino y el puñetazo de Gonzalo; me acerqué a él, usando la táctica habitual del alguacil bueno-alguacil malo en una persona, y como he hecho durante tantos años en los calabozos de la Villa, el primero en aparecer es el bueno… “Le ruego perdone las molestias… Uno no se puede ya ni fiar de las mesoneras tetonas, que al final te meten en un lío… ¿Con quién tengo el placer de hablar?” Estábamos todos a rostro descubierto, total el desgraciado no volvería a ver nunca la luz del sol, así que era inútil cubrirse. Parecía evidente que la logia había mandado en misión un novato, o un buen actor, porque la expresión de pánico era muy creíble lo cual confirmó las últimas informaciones que tuve de esa organización antes de partir: eran aún temibles pero debido a las numerosas bajas sufridas (gracias, hermano) estaban empezando a echar mano de individuos que antes no hubiesen servido ni para mandar los recados.

Lope… Alférez Lope Zúñiga”, dijo el hombre. “Ya sabes lo que te toca, Alférez Lope Zúñiga, empieza a contarnos todo; con que empieces por la Via Domicia basta, no nos interesa dónde te parió la mala p u t a de tu madre”, dije alejándome de él. Mientras recapacitaba decidimos mandar a Satur a la posada en la que alojaba el tal Lope a que registrase su habitación; cuando me giré para continuar el interrogatorio ví que la expresión de pánico había mutado en una de sarcasmo y desprecio. “Gonzalo, me temo que nos han mandado el actor”, dije antes de propinarle un puñetazo con la mano izquierda, en la que me había puesto un puño de hierro que le hizo saltar cuatro dientes de un golpe.

Sé que nunca te has interesado por los detalles sangrientos de mis técnicas de interrogatorio; me acuerdo cuando en los calabozos arrugabas la nariz  lamentándote del olor nauseabundo, pero los resultados te interesaban. Si hubieses estado con nosotros aquella noche muchas cosas te hubiesen resultado familiares, el hedor de orines y sangre, la humedad, los gritos. Pero había algo nuevo en la escena, tendrías que haberlo visto, Gonzalo. Difícil creer que el dulce maestro de escuela, abnegado padre y esposo fiel fuera la misma persona que golpeaba con saña el buen Lope o insertaba finos bastoncillos de madera bajo las uñas… por lo visto en Oriente saben sanar, pero también provocar un dolor inaudito. Intuía que había en él una parte salvaje que había ya conocido en los viejos tiempos pues la lista de mis hombres que pasaron a mejor vida, de las viudas y los huérfanos, tras un encuentro con su espada no es corta, ni mucho menos, pero de toda maneras me sorprendió. Puedo imaginar que para Agustín no fue fácil adiestrarlo y hacerle aprender a controlar sus ataques de ira.

Teníamos ya a un buen punto el interrogatorio cuando volvió Satur, con unas cartas y un sello; teníamos ya todas las piezas, habíamos entendido como funcionaba la organización. Aunque la logia intuía que pudiésemos huír a Italia había desplegado todos los hombres disponibles desde la frontera con Francia hasta Italia, y también en el sur. Los mandaban en grupos que cubrían un amplio territorio en abanico, comunicaban entre ellos a través de cartas selladas y cada 15 días se reunían en un lugar concordado para redactar un informe. En la via Domicia nos encontramos con parte de uno de esos grupos, que decidieron divertirse con nosotros sin saber que éramos justo lo que estaban buscando. Como ya te dije antes, por fortuna la logia no es lo que era. El lugar y la fecha de la próxima reunión estaba en una de las cartas que había encontrado Satur: tras dos días, en Savona. El cuerpo lo emparedamos allí mismo; las condiciones ambientales del subterráneo lo mumificarán en poco tiempo y además, no pasará mucho tiempo antes de que tengamos que dejar Génova.

15

Génova, 24 febrero 1666

Querida Lucrecia,

Terminé mi carta anterior diciéndote cómo logramos saber dónde y cuando se iba a decidir nuestro futuro inmediato. Teníamos que establecer un plan definido. Según lo que logramos hacer confesar al Alférez Zúñiga el grupo que se reuniría en Savona constaría de 5 o 7 personas, todos buenos espadachines, temerarios y quizás no muy buenos estrategas, pero valientes. Eso quería decir que estaríamos en clara inferioridad numérica; los únicos con experiencia y nivel para poder afrontarles éramos Gonzalo y yo, tocaba decidir quien nos acompañaría. Satur nos servía como espía y señuelo, y alguien tenía que quedarse en casa a cuidar de las mujeres y los niños, así que teníamos que elegir entre Martín y Alonso; aunque el marido de Irene tiene valor y arrojo no está fino con la espada, a pesar de que se entrena y pone empeño en aprender. Han sido demasiados los años viviendo como un pobre campesino para que pueda llegar al nivel de Alonso, no obstante éste sea más jóven. Pero ya te he explicado cuál es el problema de éste último, la tendencia a reflexionar poco, por lo que era necesario dejar todo bien atado antes de partir. Aún así necesitábamos desesperadamente la ayuda de alguién más para poder pensar siquiera en empatar la contienda, no digo ganarla. Así que tuvimos que recurrir a la hermandad; en cada una de las ciudades en las que nos detenemos para hacer etapa durante un cierto tiempo podemos contactar a alguien para que nos eche una mano. Normalmente se trata de personas sobre las que no existe duda alguna de su fidelidad a la hermandad, pues ellos mismos les deben la vida, y su red de afiliados es vasta como el Imperio y sus aliados; ésta ha sido la primera vez que hemos tenido que recurrir a ellos y sabíamos lo que nos podríamos encontrar.

Así que el día siguiente, tras mandar a mejor vida el Alférez Zúñiga, mientras nos entrenábamos en el patio esperábamos a nuestro refuerzo; teníamos que partir aquella misma noche, como muy tarde, y el tiempo apremiaba.

Estaba enseñando algunas estocadas a Martín, Gonzalo hacía lo mismo con Alonso cuando ví que Satur dirigía una mirada a la puerta que comunicaba el patio con una de las entradas secundarias, alguien entraba con paso decidido. Se acercó a nosotros y lo observé atentamente; se trataba de un hombre de unos treinta años, alto, moreno, cabellos castaños ondulados, ojos de color verde claro, de facciones marcadas, bigote y perilla. Vestía a la última moda, con unas botas de caña alta de piel marrón oscuro, de impecable factura, calzones del mismo color, entonado jubón de piel sobre una blanca camisa de flandes, de puños y cuello quizás un tanto exagerados, se cubría con un sombrero de ala ancha adornado por una vistosa pluma y llevaba una gran capa negra que se balanceaba al ritmo de sus pasos. Un pequeño puñal en la cintura y una excelente espada lombarda completaban su indumentaria.

 Señor Hernán, quizás no seamos mortales de necesidad, pero en elegancia no tenemos rivales, se lo digo yo, susurró Satur cerca de mí.

El hombre se detuvo delante nuestro, se quitó el sombrero con ademán elegante y haciendo una reverencia se presentó, “Tiziano della Rovere, para servirles.”

Gonzalo esbozó una sonrisa y le pidió al hombre que le entregara su carta, la que la Hermandad da a todos sus “protegidos” a manera de salvoconducto y medio para reconocernos; tras estudiarla atentamente Gonzalo abrió los brazos y dijo “sed bienvenido a mi casa”. El hombre a su vez inclinó la cabeza y recorrió con la mirada el patio y el piso superior, deteniéndose con interés en el grupo que formaban las mujeres y los niños, a las que saludó inclinándose de nuevo pronunciando un educado “señoras”,  que provocó el rubor en las mejillas de Matilde y una mirada celosa por parte de Alonso.

Antes de pasar al interior para preparar el viaje, decidimos poner a prueba a nuestro nuevo aliado, una especie de prueba práctica, tras la teoría de la carta y el “visto bueno” de la Hermandad. Tiziano aceptó de buen grado, se despojó de sombrero, capa y jubón con pocos y precisos movimientos y desenfundó su espada. Una espléndida pieza con guarnición a tres cuartos de lazo, que relucía bajo el sol de la mañana, que como las precedentes, seguía pareciendo más de primavera que de invierno. Se dispuso en medio del patio, con los brazos abiertos y una sonrisa socarrona en los labios, mientras que Gonzalo y yo lo rodeábamos armados de nuestras roperas con guarnición de taza, menos elegantes pero que protegían más las manos en caso de un ataque directo de punta. Yo hice un amago de llamada mientras que Gonzalo probó un canillazo a los cuales nuestro huésped respondió con movimientos precisos y efectivos. Todos nuestros ataques fueron rechazados con seguridad y firmeza y con pocos y precisos lances logró desarmar a Gonzalo, que aceptó la derrota con una carcajada y una reverencia. Mientras entrábamos en casa Sátur recogía las ropas de Tiziano, susurrando pues el maniquí pelear, pelea… ¡ja!

Los della Rovere son una antigua familia originaria de Savona, por lo que Tiziano conocía perfectamente el lugar que las cartas indicaban como lugar de reunión de los sabuesos de la logia: una vieja casa de campo de planta única situada en las inmediaciones de un bosque. Así que decidimos partir apenas cayera la noche, de manera que llegásemos a la casa un par de horas antes del alba para poder descansar apostados en las inmediaciones.

Llegamos sin problemas al lugar establecido y mandamos a Satur a echar un vistazo; cuando volvió por fortuna no se lamentaba ya, quizás satisfecho por haber vuelto con la cabeza aún pegada al cuello. Nos confirmó, como adelantado por Tiziano, que el casón no tenía habitaciones, sólo una enorme sala con una gran chimenea que hacía las veces de cocina. Además de la puerta de entrada había dos ventanales, a este y oeste, y a través de ellos se podían adivinar siete hombres en el interior; unos acostados sobre unos bancos, un par simplemente apoyados sobre la gran mesa, otros que dormitaban sentados en unas sillas, todos y cada uno con sus armas cerca. Por el momento no podíamos hacer nada más que intentar descansar en lo posible, dejando a Satur de guardia encaramado al árbol más cercano a la casa, lo que provocó toda una nueva serie de rezongos y gruñidos sobre lo maldita que era su estampa y lo explotado que lo teníamos.

Un par de horas más tarde me desperté de sobresalto y advertí los demás, la puerta de la casa se abrió y salió uno de sus ocupantes, por fortuna desarmado, que bostezaba vistosamente y que se dirigía derecho al árbol en el que se había encaramado Satur. Mientras el hombre se acercaba, con los ojos más cerrados que abiertos, comenzó a desabrocharse la bragueta, con el claro intento de aliviarse tras la bebida de la noche. No llegó nunca a despertarse del todo, pues Satur lo dejó inconsciente con una pedrada y yo lo rematé clavándole la daga en el corazón. Constaté que el hombre tenía una complexión similar a la mía, por lo que me puse su capa y su sombrero y me dirigí hacia la casa, haciendo gestos a los demás de manera que se dispusieran cerca de la puerta y las ventanas y entrasen a mi señal.

Me recibió un fuerte olor a humanidad, leños en brasas y vino barato. Observé que sobre la mesa había varias jarras vacías y legajos de cartas, y constaté con alivio que la logia definitivamente había perdido buena parte de su capacidad, si mandaba grupos tan desorganizados como éstos. Con gran sigilo me moví en la semi oscuridad, y me dispuse a abrir los postigos de las ventanas; acababa de abrir la segunda cuando el tipo que tenía más cerca me saludó con un “Pedro… ¿eres tú?”

Respondí con un quedo “sí”, mientras terminaba de abrir la segunda ventana, de par en par; era justo la que daba al este y los rayos del sol cegaron por un momento el fulano el cual no tuvo tiempo más que de decir “¿pero qué coño haces?” antes de que me abalanzara sobre él con la intención de desarmarlo y neutralizarlo. A mi grito de “¡Ahora!” Gonzalo entró por la puerta, Alonso por la ventana que acabé de abrir y Tiziano por la otra. Pillamos por sorpresa a los seis, que pasaron a ser cinco porque tras un codazo en la nariz y un golpe certero de mi daga de misericordia puse fuera de juego el que me confundió con el tal Pedro. Faltaba poco para que las fuerzas estuvieran equilibradas; Gonzalo se enfrentaba a dos hombres que habían dormido cerca de la puerta, se había traído para el combate su espada japonesa y tenía a raya a sus contrincantes; tras una carrera veloz se deshizo de uno de ellos hiriéndolo al costado con un corte preciso y mortal, volteó su katana en el aire y adoptó la posición de ataque para enfrentarse al próximo. Cinco contra cuatro. Alonso encaraba su adversario con mirada firme; ahora más que nunca podía poner en práctica la Destreza Verdadera, o el arte de esgrima que aprendió en la Escuela de Carranza, en la que entró un par de años después de que lo hiciese Nuño.  Tiziano tenía ocupados dos de ellos con la ropera y la daga y yo me encaraba con el último, el que se había quedado dormido apoyándose sobre la mesa y que resultó ser el mejor espadachín del grupo.

Tras una rápida sucesión de tiradas durante las cuales a turno atacábamos y nos defendíamos acabamos subidos encima de la mesa; más rápidos eran mis ataques más lo eran las defensas de mi contrincante. Cruzamos nuestras roperas y la esgrima se transformó en un pulso y con la fuerza bruta intentábamos tirar al otro de la mesa; de repente el hombre hizo un amago a causa del cual perdí el equilibrio, momento que aprovechó para hacerme caer. Al hacerlo me golpeé la muñeca con el respaldo de una de las sillas, la espada se me escapó de las manos y quedé a merced de mi adversario, quien cayó sobre mí clavándome en el hombro de refilón su ropera, mientras un chorro de sangre le salía de la boca. No había fallado, había caído tras recibir un golpe certero de Gonzalo. Me había salvado la vida. Una vez más. Todo acabó en poco tiempo, Tiziano se deshizo de uno de sus contrincantes lanzando un grito salvaje mientras que Alonso hizo lo propio con el suyo usando la treta de la engavilanada, luego Tiziano insertó el último que le quedaba con una estocada; jadeantes nos miramos los unos a los otros cuando entró Satur, quien observó el estropicio y tras un largo silbido y una sonrisa se salió con un señores míos, creo que la han liado parda, parda… podíamos volver a casa.

Antes de hacerlo nos dispusimos a examinar los papeles y legajos que estaban sobre la mesa; eran los informes que estaban escribiendo para mandarlos a la logia, dirigidos a un viejo conocido… el Cardenal Mendoza. A pesar de los achaques y de la gota que le hacía sufrir como el perro que era aún le quedaban fuerzas para descargar su frustración por no haber alcanzado nunca el solio pontificio. En las cartas se informaba al cardenal que seguramente estábamos en Génova, pues era el destino más probable tras habernos encontrado en la Via Domicia; considerando además que el único que faltaba a la cita era el Alférez Zúñiga, que tenía que venir desde Génova, la hipótesis tenía que considerarse verdadera.

Destruidos los informes y neutralizado todo el grupo teníamos bastante tiempo para prepararnos para la próxima etapa; tendrían que pasar aún unos 15 días antes de que la logia supiera que el grupo de la Provenza y la Liguria había desaparecido, y muchos más aún antes de que pudieran encontrar nuestras pistas. Se sabe que los sabuesos pierden el rastro en el agua, así que decidimos poner agua de por medio; saldríamos de Génova por mar hasta Pisa. Se trataba de un buen rodeo, pero si algo no teníamos era prisa.

16

Génova, 25 febrero 1666

Querida Lucrecia,

Tras unos pocos días de reposo y descanso hoy he podido finalmente levantarme. Zhang ha hecho un milagro, me encuentro francamente bien y la herida está cicatrizando a la perfección. Gonzalo me dijo ayer que hoy tendríamos invitados a cena: Tiziano y otra persona. No sabemos quien, a nuestro nuevo amigo le gusta hacerse el misterioso, dice que nos tiene que hablar, hacernos una propuesta. Gonzalo espera que su acompañante sea una mujer, él también advirtió el cruce de miradas en el patio de hace algunos días, entre Tiziano, Matilde y Alonso, y aunque no me lo ha dicho abiertamente teme que su hijo pueda meterse en un lío.

He bajado al patio, dado una vuelta, he estado sentado en el salón, observando desde allí las idas y venidas del servicio, que está preparando cosas y empaquetando todo para nuestro próximo viaje. Advierto en su rostro la pesadumbre por tener que renunciar a un sueldo seguro con el que sacar adelante la familia; lo siento por ellos, pero tenemos que irnos. El tiempo ha vuelto a empeorar, aunque no hace demasiado frío llueve sin interrupción por lo que los críos tienen que estar siempre encerrados dentro de casa. Hoy los he observado, estaban en el otro extremo de la sala, no advertían mi presencia y jugaban como si estuviesen solos; el pequeño Gonzalo guía los juegos, y los mellizos lo siguen, están pendientes de él y siguen todas sus indicaciones. Laura y Felipe, los hijos de Irene, acaban de cumplir tres años; como te dije de parte de los austrias han heredado sólo el color de los ojos, azul cielo. Por lo demás son una perfecta combinación de sus padres: el hoyuelo en la barbilla, la forma almendrada de los ojos de Irene, las facciones marcadas de Martín. Los dos niños son inseparables, dicen que suele pasar así con los nacidos en el mismo parto… los nueve meses apretados en el vientre materno instauran un lazo imperecedero entre ellos.

Me gusta observarles en sus juegos; esta mañana habían construido una especie de refugio bajo una mesilla de caoba usando un viejo mantel. Los mellizos se escondían en él mientras Gonzalillo, con la espada de madera que fuera de su hermano, montaba la guardia delante de la improvisada construcción; usaba un viejo retal a modo de capa, y en la cabeza un improvisado casco hecho de un viejo cestillo de costura de Margarita. Estaba plantado delante de la tienda que hacía las veces de castillo: “¡Soy el capitán Montalvo, no os preocupéis, he venido a protegeros!” Los niños, con su inocente juego, despertaron en mí recuerdos que creía dormidos hace apenas pocos meses, pero que me atormentan desde entonces. Yo tenía unos pocos años más que “El Capitán Montalvo” cuando no logré proteger a mi madre ni a mis hermanos. Como si se tratase de una broma macabra el niño comenzó a mimar la defensa al ataque de un desconocido: “¡fuera, fuera! ¡no salgáis, esconderos! ¡no salgáis! ¡esconde a tu hermana! ¡esconde a tu hermana!” miraba hipnotizado la escena, eran las palabras de Agustín, las mismas… “no salgáis, esconde a tu hermano, no salgáis…” Noté que me faltaba el aire, no podía respirar, tenía que salir de ese maldito salón pero las piernas se me habían vuelto pesadas como la piedra, no podía levantarme, no podía apartar los ojos de ellos… “Tranquilo, Hernán, sé que no pudiste hacer nada”… Gonzalo estaba a mi lado, apoyando una mano sobre mi hombro; giré la cabeza, tenía los ojos velados por las lágrimas que no había derramado en cuarenta años. “Lo siento…”, no pude decir más, me levanté y regresé a mi alcoba.

17

Génova, 26 de febrero 1666

Querida Lucrecia,

si algo me sorprende de esta nueva vida, alejado de ti y de la Villa, conviviendo con aquellos a los que he despreciado y hasta odiado durante años, es la rapidez con la que cambian mis estados de ánimo. En un sólo día como el de ayer puedo pasar de la desesperación a la alegría en pocas horas, revivir recuerdos que creía olvidados y cubiertos por la pátina indeleble del tiempo a mirar con esperanza el futuro. Te lo dije al principio de estas cartas, mi vida la quiero vivir y no soportar  y tengo la intuición de que estoy en el buen camino; una intuición… quizás una certeza, ¿tendrá ella algo que ver?

Como ya te dije, tras el episodio de los niños volví a mi habitación, sin dejar de notar el pecho oprimido por la falta de aire, y por eso, aunque la lluvia seguía golpeando con fuerza en las ventanas empujada por el siroco, abrí las celosías de par en par dejando que el agua me empapara el cabello y la camisa. En mi afán por conseguir más oxígeno con el que llenar mis pulmones no me percaté del sabor del líquido que entraba por la comisura de mis labios, salado, y el fragor de la lluvia ocultó mi lamento. Me dejé llevar, di rienda suelta a mi angustia mientras el agua me mojaba; notaba que más me abandonaba menor era la opresión, y mayor mi sensación de alivio. Con la lluvia llegó la tormenta y el fragor de los truenos, y aproveché el ruido para agarrarme al marco de la ventana, subirme al alféizar y gritar con todas mis fuerzas. Me dejé abofetear por las ráfagas de lluvia, dejé que cuarenta años de dolor escaparan por mi garganta, y se alejaran de mi cuerpo empujados por el siroco, el shloq, el viento del Sur que llegaba a mi rostro directamente desde el continente africano. En estas tierras, según la creencia popular, su hálito bochornoso en verano provoca la locura a quienes se exponen a él, “sciroccati” los llaman; no suele llegar nunca en esta época del año, y cuando lo hace trae consigo lluvias, una temperatura benigna y una fina capa de arena.

Si alguien me hubiese visto en aquellos momentos efectivamente me habría tomado por un loco, pues apenas me percaté de que no sentía ya aquel dolor insoportable en el pecho, de que el alivio era total y de que el viento, el agua, el grito y el llanto habían exorcizado mis angustias eché a reírme como un poseso, dejándome caer, en el hueco interno de la ventana sobre el banco de piedra cubierto con mullidos cojines, ahora completamente empapados, sobre los que me sentaba a observar el mar. Perdí la noción del tiempo, cerré los ojos y me dormí hasta que me desperté de repente al oír que alguien llamaba a mi puerta… “Signore Hernán, la aspettano”, dijo Vannozza al otro lado. Me esperan… ¿quién? Ah, sí, Tiziano y sus misterios…  apenas un par de horas antes hubiera sido capaz de aducir cualquier excusa vana (mi reciente herida me hubiera proporcionado la coartada perfecta) y quedarme en mis aposentos, pero no lo hice, fue una cuestión de… instinto.

Me vestí lo más rápido que pude, vistas las circunstancias, pues me tuve que cambiar completamente de ropa y secarme. Bajé las escaleras de cuatro en cuatro y corrí hasta casi llegar a la sala; reduje el paso y pude distinguir a Margarita sentada delante del fuego, hablando con una dama que se había acomodado en una silla de espaldas a la puerta. Margarita, en honor de sus invitados, se había puesto un elegante vestido de brocado azul oscuro y llevaba el pelo recogido con un pasador de plata. Pude oír las últimas palabras de su conversación; la mujer sentada delante de ella, con una voz profunda, en un castellano casi perfecto decía

–        “… casi se cayó del pescante, no paraba de decir que había visto el espíritu de Renzo en vuestra torre!” Margarita sonreía, alzó los ojos y al verme dijo a su invitada,

–        “Os presento a mi cuñado, Hernán Mejías”. La mujer se giró, aún con una expresión divertida dibujada en el rostro y me tendió la mano,

–        “Así que sois el habitante del torreón… Encantada, puedo estrechar vuestra mano, por lo que presumo que no sois un fantasma”

–        “Ella es Anna della Rovere… es la hermana de Tiziano. Voy a ver si está ya todo preparado para la cena, con vuestro permiso”, dijo Margarita levantándose de su butaca y cediéndome el puesto.

 

Observé por unos instantes a la mujer que se sentaba delante de mí; era muy clara de piel, pelo negro y ojos verdes, como los de su hermano. Vestía a la manera española, con un sobrio traje negro sin escote, con corpiño adornado por tres filas de botones plateados, mangas y sobremangas de terciopelo. Contrastaban con el negro azabache del vestido los botones, un largo hilo de perlas, las puños de las mangas y la gorguera, blanca y almidonada. Sin ser bella según los cánones clásicos había algo en su porte que llamaba mi atención, quizás su forma de mirar, franca y directa a los ojos, sin forzados rubores, y su voz medio tono más bajo de lo habitual en una mujer. Se percató por mi mirada que su frase había despertado mi curiosidad, por lo que se explicó:

–        Queréis saber por qué os he dicho lo del fantasma… Como estaba contando a vuestra cuñada, no hay palacio sin uno de ellos, y éste en el que vivís no es una excepción. Mientras nos acercábamos mi cochero dice haberlo visto en el alféizar de la ventana del torreón y debo decir que por cómo lo ha descrito se os parece mucho, pero vos sois de carne y hueso.

–        ¿Cuál es la historia del fantasma? ¿Podéis contármela?

–        Por lo que sé, tiene que ver con una historia de amor que acabó en tragedia.

–        ¿No acaban en tragedia, todas las historias de amor?

–        No siempre, y a menudo lo que para uno es una tragedia para el otro puede suponer… un alivio.

–        No me habéis dicho que le pasó a Renzo.

–        Su amada se casó con otro, él no lo soportó y se tiró de la torre, una noche de tormenta como ésta.

–        Yo no haría nunca algo así

–        Lo sé. Amáis demasiado la vida.

 

No pude evitar sonreír al oír esta ultima frase; en pocos minutos ella pudo leer dentro de mí como si yo fuese un libro de páginas transparentes. Se dio cuenta de mi sorpresa, pero no dijo nada más; se limitó a fijar en mí sus ojos color aguamarina.

 

Volví a perder la noción del tiempo, pero de una manera diferente. No se trataba ya de una especie de vacío, de un nada durante el cual mis sentidos estaban apagados. Ahora no era así, todo mi cuerpo estaba alerta, pendiente; el fuego crepitaba y a intervalos casi regulares se oía un chasquido nacer de la pirámide de leños, las telas de nuestros ropajes acompañaban nuestra respiración, el óvalo del rostro de Anna era una mancha de luz que contrastaba con la oscuridad del resto de la sala, el olor a madera de olivo con una nota de aceite se mezclaba con el del agua de rosas. Sonó la campanilla avisando que la cena estaba preparada, me levanté y le ofrecí la mano; ella apoyó la suya en la mía y se alzó con un susurro de telas, quedando sus ojos casi a la altura de los míos. Advertí por la firmeza de su mano y la forma de su brazo que no era mujer de pasar las horas recluida; ella me sonrió, me aparté para que pudiera pasar y la acompañé al comedor, dejando siempre un brazo detrás de ella, a escasos centímetros de su cintura, pero sin tocarla.

Nos esperaban alrededor de la mesa; no me dí cuenta entonces, pero pensando en la escena creo recordar haber visto a Gonzalo guiñarme un ojo, de forma casi imperceptible. Una vez dimos debida cuenta de la comida una criada se encargó de acompañar a los niños a la cama, los cuales, muy educados, dieron las buenas noches a los invitados en italiano, repitiendo unas frases que les había enseñado Tiziano. Había llegado el momento en el que nos hablase de su propuesta, delante de toda la familia. Siempre habíamos tomado las decisiones importantes todos juntos, incluyendo las mujeres, quienes seguían sentadas sin hacer ese teatrillo ridículo visto en muchas otras casas, ese retirarse de las damas para dejar a los hombres solos, para ir las unas a tejer tapices y los otros, destinos. Nuestro amigo apoyó nuestra costumbre, pues él mismo había siempre considerado su hermana como su par no obstante se llevasen cinco años, sobre todo porque ella era su única familia.

Tiziano empezó a hablar…

–        “Nuestro padre era el último duque de Urbino, Federico Ubaldo della Rovere, y nuestra madre una noble española, Ana Manrique de Quesada. Era una buena amiga del Rey Felipe, con el que siguió siempre en contacto incluso cuando vino a vivir a Italia, y al ser una apasionada coleccionista de arte el Rey le propuso ser su marchante en estas tierras. Apenas conocimos a nuestro padre, quien permanecía en Urbino, controlado por nuestro abuelo Francesco Maria, y que nos honró con raras y esporádicas visitas, justificadas por asuntos urgentes que seguir en las viejas tierras de la familia. El duque Francesco cedió el título a nuestro padre y le combinó un matrimonio conveniente pero sólo tuvo tiempo de tener una hija legítima antes de morir. Nuestro abuelo ignoró nuestra existencia, y en vez de llamarnos a su lado y reconocernos como herederos retomó el ducado en sus manos, el cual terminó en manos de la Iglesia. Fuimos ignorados por la familia de mi padre, pero no por la de mi madre la cual a pesar de la distancia, pues vivíamos aquí en Génova, nos sostuvo económicamente a pesar del escándalo que supuso en la corte la huida de nuestra madre. Tras su muerte, hace un par de años, Anna continuó su trabajo, y leyendo su correspondencia vino a saber que era el Rey Felipe quien nos sustentaba, con una cantidad de dinero mucho mayor de la que se puede justificar con la venta de algunos cuadros… Anna, sigue tú”

–        “Escribí al Rey, preguntándole el motivo por el cual nos había ayudado todos estos años. Me dijo que era muy amigo de nuestra madre, desde la más tierna infancia, y que cuando supo lo que le estaba pasando, el hecho de que nuestro padre no se casara con ella y que nuestro abuelo no nos reconociera, lo decidió a ayudarla. Me contó que desde que nacimos había siempre alguien velando por nosotros…

 

–         De hecho recuerdo cuando era pequeño la figura de un fraile español, que vino a visitarnos un par de ocasiones… Agustín, se llamaba

 

Al oir el nombre de Agustín salté como impulsado por un resorte, lo mismo hizo Gonzalo; Anna retomó la palabra

–         El Rey me aseguró de que seguiría velando por nosotros, que aunque Agustín había muerto hace algunos años la organización que nos protegió toda la vida seguía en pie y que continuaría incluso después de su propia muerte. El Rey concluía siempre sus cartas con la misma frase:  ‘espero poder hacer por vosotros lo que nunca hice por ellos’, me he preguntado siempre quiénes eran ellos.

 

Tras las palabras de Anna cayó el silencio entre nosotros; nos acompañaba el sonido de la lluvia, el lejano retumbar de los truenos y el el crepitar del fuego en la chimenea. Nos miramos, Gonzalo, Irene y yo. Mi hermano, sí, mi hermano, movió casi imperceptiblemente la cabeza, indicando con ese gesto que fuera yo quien les dijera quiénes somos.

–        Anna… creo que al fin tienes una respuesta. Somos nosotros.

Ella no pudo reprimir un gesto de sorpresa al oírme; se irguió un poco en su silla y las manos colocadas sobre la mesa se acercaron a las mías, pocos centímetros. Continué hablando,

–        Gonzalo, Irene y yo somos hijos de Rey Felipe; a diferencia de Tiziano y tú nosotros hemos vividos separados prácticamente toda nuestra vida desconociendo nuestra mutua existencia. Sólo Gonzalo y yo de pequeños vivimos con nuestra madre, prácticamente recluidos porque, a pesar de que el rey Felipe se casó con ella en secreto, nunca se atrevió a presentarnos en corte. Lo que en principio parecía un buen retiro se convirtió en una reclusión; pasábamos de casa en casa, y a cada mudanza íbamos a parar a un lugar peor del precedente, hasta que, cuando ella estaba embarazada ya de Irene nos encerraron en una torre. Un día aciago ni siquiera Agustín logró ayudarnos, y un sicario acabó con la vida de nuestra madre. Nos separaron, y fuimos a vivir con diferentes familias… Gonzalo fue el primero en descubrir la verdad, yo no lo supe hasta hace pocos meses, apenas murió el Rey. Era mejor para nosotros escapar del Reino a un lugar seguro.

–        ¿Quién era vuestra madre? – preguntó Tiziano; le respondió Gonzalo

–        Una noble dama francesa, que por un periodo frecuentó la corte. Era de la casa de los Montignac, y se llamaba…

–        Laura – dijo Anna – Laura de Montignac

–        ¿Cómo? – Gonzalo fue el único capaz de decir algo en esos instantes. ¿Por qué sabes el nombre de nuestra madre?

–        Era amiga de la nuestra; ya os dije que retomé su correspondencia cuando murió, y entre las diferentes cartas me encontré varias dirigidas a ella firmadas “Laura de Montignac”. Por lo que pude entender leyéndolas nuestras madres eran amigas en la corte y permanecieron en contacto cuando las dos, por diferentes motivos, se tuvieron que alejar de la Villa. Las cartas no son muchas, apenas una decena y distanciadas varios años las unas de las otras; en ellas Laura cuenta que se alejó de la corte por su voluntad para poder estar con el hombre que amaba. No escribió nunca su nombre, sólo alguna vez escribió una inicial, “F”, y tampoco decía dónde estaba viviendo. Presumo que era la hermandad quien les hacía de mensajero… Las últimas misivas estaban llenas de tachones, creo porque controlaban todas las cartas que escribía y borraban cualquier referencia que ella pudiese hacer a lugares o personas. Lo poco que se podía leer de la última era que ella vivía llena de angustia porque no veía a su “F” desde hacía meses y estaba recluida con sus hijos en un torreón… Con vosotros…

De nuevo reinó el silencio en la sala; el pasado había caído sobre nosotros como una losa. Por más que huíamos y escapábamos nos encontraba siempre, para que las heridas no pudiesen cicatrizar… Gonzalo, apretó aún con más fuerza la mano de Margarita, sentada a su lado, suspiró y retomó la palabra:

–        Anna, tenemos muy pocas cosas de nuestra madre, apenas un misal y una carta. Si nos dieras las que mandó a la tuya te estaríamos muy agradecidos.

–        Faltaría más, son vuestras, Gonzalo.

–        Tiziano, nos querías proponer algo. Dinos…

–        Me dijisteis que ibais a ir a Pisa; quisiéramos hacer el viaje con vosotros.

 

Alonso, que había estado callado hasta entonces y que seguía la conversación de manera algo distraída concentró su atención y raudo objetó:

–        Padre, ¿es seguro? Ya somos una comitiva más que numerosa y llamativa, no creo que sea el caso de llamar más la atención, vistas las circunstancias.

Gonzalo fulminó con la mirada a su hijo, pues era plenamente consciente de que eran los celos quienes hablaban por su boca

–        Alonso, hijo. Si de seguridad hablamos Tiziano nos ha demostrado con los hechos de que puede sacarnos de un apuro si se presentase.

–        Os quiero tranquilizar, – interrumpió el hombre – después de la travesía en barco no haremos más que pocas jornadas juntos por tierra, en Florencia nos separaremos. Quiero ir a Urbino a reclamar el ducado que me pertenece por derecho de sangre, el momento ha llegado. No he pasado años de formación militar para convertirme en un espadachín de salón…

Tiziano pronunciaba estas palabras con el fuego en la mirada, decidido. Le pregunté si contaba para esta empresa con algo más que su decisión y valentía, y me contestó que gracias a la generosidad en los años pasados del Rey Felipe tenía una cantidad de dinero más que suficiente con la que sufragar los gastos de un pequeño ejército. Además tenía sus contactos en la zona y un grupo de nobles estaban dispuestos a darle una mano, pues preferían deber obediencia al legítimo duque que no a al papa de Roma y a sus cardenales.

–        Creo poder hablar en nombre de toda la familia – dijo Margarita mientras recorría con sus ojos negros los rostros de los presentes – al decir que estaremos encantados de que viajéis con nosotros. Anna, ¿acompañaréis a vuestro hermano hasta Urbino?

–        Por favor Margarita, ahora que sé quiénes sois es como si os conociese desde siempre, me gustaría poder hablar entre nosotros de manera menos formal – contestó Anna esbozando una gran sonrisa – Aún no lo tengo decidido, quizás me quede en Florencia, o lo acompañe.

–        Hermana, serías un excelente capitán. Ella sabe usar la espada tan bien cómo yo, teníamos el mismo maestro de esgrima.

–        Decidido, entonces. Vendréis con nosotros; el barco de Santon zarpará en cinco días. Aunque no tenían previsto atracar en Marina di Pisa lo harán por nosotros, me he puesto ya de acuerdo con el capitán. Tiziano, nos vemos mañana en el puerto para hablar con el capitán Merisi y ultimar los preparativos – dijo Gonzalo levantándose de la mesa y tendiéndole la mano.

Es muy tarde, he escrito durante horas y veo ya el cielo clarear por la riviera di Levante, mientras el mar se va tiñendo del color del aguamarina.

18

Genova, 27 de febrero 1666

Querida Lucrecia,

dentro de pocos días dejaremos esta ciudad para proseguir nuestro viaje; siento tener que alejarme de mi habitación en el torreón… creo que el día que lleguemos a nuestro destino final haré lo posible por encontrar una casa con una estancia en una torre, con mucha luz, para compensar el tiempo pasado entre mazmorras, prisiones y calabozos. La posición elevada, la vista, el horizonte, me hacen sentir por encima de la tierra y sus problemas.

Hoy me he vuelto a entrenar tras el periodo de reposo a causa de mi herida; bajé al patio, la lluvia había cesado y un tímido sol se asomaba entre las nubes. Alonso estaba entrenándose con el arco y lo invité a tirar conmigo de esgrima. El muchacho me miraba, como de costumbre, con cara de pocos amigos; no era una novedad para mí pues la mayor parte de mi vida he estado rodeado de gente que me miraba con odio o fingido respeto… es cuando se me trata de otra manera que no sé muy bien como reaccionar, por ejemplo no termino de acostumbrarme a la cortesía de Margarita, porque advierto que es sincera. Como te decía empecé a hacer llamadas y amagos, Alonso no se medía a fondo, por lo menos tenía a bien recordar que tenía una herida fresca en el hombro; pero aunque no me tocase con la ropera me irritaba con sus palabras. Era un continuo lamentarse: del tiempo, del servicio, de la comida, del no poder estar más de un mes en el mismo sitio… cuanto más me molestaban sus palabras con más ahínco respondía a sus llamadas, hasta que tras lamentarse de Matilde y de su padre ésta vez fui yo quien lo desarmó y le puso un filo de espada bajo el cuello:

–         Alonso, ¡basta ya de lamentos de colegial! Si no eres capaz de darte cuenta tú solo de lo afortunado que eres te lo haré comprender yo con una buena tanda de palos, ¿entendido? Matilde ha dejado su casa y su familia por estar contigo, ¿osas dudar de ella sólo porque un hombre la mira? Nunca mujer alguna ha hecho nada similar por mi… Y con respecto a tu padre, cuando él tenia tu edad estaba a mil leguas de su casa, entre gente extraña, completamente solo, sin una noticia de todos aquellos a los que había siempre amado y sin saber si el día siguiente seguiría vivo. Piensa y recapacita…

Se apartó de mí golpeándome con tal fuerza en el hombro herido que me tambaleé y me caí.

–         No acepto lecciones del asesino de mi madre.

Dijo con la respiración entrecortada; escupió al suelo, arrojó su espada y se alejó corriendo del patio. Satur, que estaba cepillando los caballos asistió a la escena, se me acercó y me ayudó a levantarme:

–         El muchacho es cabezota, pero no tonto. No se preocupe, señor Hernán, entrará en razón sobre lo que le ha dicho hoy, y se dará cuenta de que usted le ha dicho lo que se le tenía que decir… Lo malo es que se lo ha dicho usted, y no otro, no sé si me explico; es que el chico no logra llevarlo aún bien del todo, el que usted esté aquí.

–         ¿Y tú como lo llevas, Satur? – si apreciaba algo en ese hombre era la sinceridad, así que le pregunté algo que quería saber ya desde hace algún tiempo, y ésa me pareció la ocasión justa. El hombre empezó a rascarse la cabeza, como hacía siempre cuando pensaba.

–         Pues para serle sincero, cuando le veo una cara como la que tenía cuando le ha puesto la espada al cuello a Alonso, pues no puedo evitar recordar aquellos tiempos en los que usted era menos elegante pero mucho más malo y los atributos se me ponen aquí, dijo señalándose el cuello. – Pero pensándolo bien, son ya varios meses que estamos todos juntos, usted tiene poco que ver con el hombre que era antes, y si el amo y la señora han pasado página no veo porque voy a tener que ser el que lleve la contraria en casa… Además usted le es simpático a Gonzalillo y los niños tienen un séptimo sentido para estas cosas…

–         Sexto, Satur, sexto – dije riendo. Satur sonrió él también y me señaló con el dedo…

–         ¡Ja ja ja! ¿Lo vé? ¡Si es que salta a la vista que son familia, igualito al amo, con sus correcciones! 

Fuimos interrumpidos por el galope de un caballo que entró en el patio. El jinete era un joven vestido con unos simples calzones y jubón de terciopelo negro, negras las altas botas, negro el amplio sombrero de ala ancha que hacía difícil reconocer a su propietario. Dejó el caballo atado junto a los nuestros y se acercó con paso decidido. Noté algo familiar en el jinete, aunque no podía definir exactamente lo que era. A tres pasos de nosotros sonreí: no habían pasado mas que pocas horas desde la última vez que tuve delante de mí esos mismos ojos que desnudaron mi alma al amor del fuego mientras enfurecía la tempestad.

–         Vaya, vaya. ¿Sabéis que en las Españas iríais directa a la Inquisición si os viesen vestida de hombre a plena luz del día?

Satur nos miraba confundido de uno a otro, rascándose la cabeza sin entender nada hasta que Anna se quitó el sombrero y sus cabellos color azabache cayeron sueltos sobre sus hombros confundiéndose con el terciopelo de la chaquetilla. El buen hombre nos saludó volviendo a sus quehaceres, no sin antes murmurar entre dientes algo como “están locos, estos genoveses”.

–         Por suerte no estamos en las Españas, la Inquisición se ve poco por estas partes y además estamos en Carnaval. Hernán, creía que podíamos tutearnos, Margarita estaba de acuerdo y en fin de cuentas es ella la que manda aquí dentro, no?

–         Un día me contarás cómo haces para entender todo con pocas miradas, le dije, francamente sorprendido.

–         Soy una buena observadora…

 

La invité a sentarnos en un cercano banco de piedra para que me hablara del motivo de su visita. Sacó un pequeño paquete que había guardado en el interior de su chaqueta; eran unas viejas cartas unidas por un lazo de raso rojo, las cartas de mi madre, y me las entregó. Las dejé encima del banco, sin abrirlas, se las daría mas tarde a Gonzalo, en esos momentos no tuve valor para abrirlas.

Tras apoyar las cartas en el banco, empecé a notar algo caliente en la mano izquierda, la giré y me dí cuenta de que tenía el puño de la camisa manchado de sangre. Anna se dio cuenta casi al mismo tiempo, “Hernán, estás sangrando”, me dijo mientras abría mi jubón y examinó el rastro de sangre que partía del hombro. Me ayudó a quitarme la chaqueta, rasgó la manga de la camisa y me hizo unos vendajes.

–         Tendrías que estar más atento, se te ha abierto la herida. ¿Qué ha pasado?

–         Nada… he tenido una “animada” conversación con Alonso…

Ella no sabía nada, no me acordaba. Quizás era una buena idea contar todo desde el principio, no lo había hecho nunca…

–         Ayer os dije que nos habían separado de pequeños. El destino hizo que nuestros caminos se cruzaran, para convertirnos en nuestros peores enemigos. Anna… – la miré a los ojos consciente de que lo que iba a decir podía cambiar la opinión que ella se hubiese hecho de mi – yo maté a su madre, a la primera mujer de Gonzalo.

19

 

Sestri Levante, 28 febrero 1666

Querida Lucrecia,

hoy te escribo desde Sestri Levante, me hospedo en un viejo mesón, algo cochambroso y que no ha visto una mano de pintura desde los tiempos del emperador Adriano, como mínimo. Tenía que alejarme de Génova aunque fuese por unas pocas horas, necesitaba tiempo… espacio. Quisiera no poder pensar, apagar mi mente con un poco de arena, como se apagan las brasas; borrar la imagen de ese rostro que me observa mientras hablaba, que pasa al oír mis palabras de la sorpresa a la incredulidad y el horror. Le conté todo; no sé el motivo por el cual tuve que hacerle a esa mujer, durante aquella maldita media hora, la lista completa de todos los actos deleznables que realicé en mis años como comisario de la Villa. No me olvidé de nadie, ni siquiera de la prostituta a la que atravesé con mi espada porque creí que te había contagiado la viruela. Que había matado a la madre de Alonso, que torturé con mis propias manos a su padre, que estuve a punto de matarlo varias veces, que hasta quise matarlo a él cuando era un chaval, que chantajeé a mi propio hijo, que condené a muerte a la única mujer que había amado. Saqué a relucir todo lo malo y omití las pocas cosas buenas como si mi intención no fuera otra que alejarla de mí, y así fue.

Cuando aún estaba hablando, ella acercó una mano temblorosa hasta mis labios, tapándolos mientras negaba con la cabeza y dos grandes lágrimas solitarias mojaban sus mejillas. Se levantó sin decir nada más, recogió su sombrero y se fue. Recogí las cartas, las dejé sobre la mesa de Gonzalo y subí a mi torreón; cuando Vannozza avisó que me estaban esperando para comer pregunté si había algún invitado. Nessuno, signore. Nadie… dije que no iba a bajar, que se me había abierto la herida y prefería descansar.

Con el brazo bueno moví mi butaca y la puse de espaldas a la ventana. Caí profundamente dormido, en un negro sueño sin sueños. Abrí los ojos, la noche había caído, Gonzalo estaba sentado delante del tablón de ajedrez, estudiando la partida que teníamos a medio jugar desde hace días.

–        Satur me ha contado lo que ha pasado esta mañana con Alonso, que luego vino Anna y se fue en lágrimas… ¿Qué le dijiste?

–        Le hice un resumen de las obras completas de Hernán Mejías y sus veinte años de comisario en la Villa de Madrid. Creo que exageré con los detalles…

–        ¿Por qué lo hiciste?

–        Alonso acababa de recordarme que asesiné a su madre, algo de lo que nunca estuve orgulloso, pero ya sabes como se las gastan en la logia si no se les da lo que quieren. Además alguien a quien en esos momentos no sabía decir que no me sugirió que me estaría muy agradecida si se me escapaba la mano…

 

Gonzalo apretó el puño que apoyaba a su silla hasta que los nudillos se le volvieron blancos.

–         Lucrecia…

–         Pocos minutos después de que Alonso me recordase lo que soy tenía a mi lado a  esa extraordinaria criatura que me vendaba el brazo sin sospechar quien fuese.

–         Hernán, el comisario ya no existe.

–         Te equivocas, existirá siempre. Tengo que aprender a convivir con él, eso es todo. Sentí la necesidad de decírselo en ese momento. No ha sido una buena idea.

–        No, creo que no lo ha sido… Margarita la ha invitado a cenar pero ha mandado una nota excusándose, no viene.

Asentí… pregunté a Gonzalo si le habían ya entregado las ballestas que había encargado a un artesano de Sestri; por fortuna no lo habían hecho, así que me ofrecí para venir a buscarlas, aun sin saber a ciencia cierta si el encargo había sido ultimado.

Partí al alba cuando todos dormían y recorrí a galope tendido la via Emilia, siguiendo la costa hacia el Sur. Recogí las ballestas pagándolas generosamente al sorprendido artesano y pasé el atardecer observando el sol que se escondía entre las aguas.

20

Genova, 2 marzo 1666

Querida Lucrecia,

Zarpamos mañana al alba. Subiremos a bordo esta noche, para no llamar demasiado la atención aunque estoy convencido de que  no hay nada que temer. Imagino que en estos momentos el Cardenal Mendoza empezará a preguntarse por qué se retrasan los informes de Provenza y Liguria; cuando reaccione estaremos ya muy lejos de aquí.

Si llegué a Sestri con la velocidad de un correo real que anuncia una clamorosa victoria o una inesperada derrota volví a Génova casi al paso. No quería saber lo que me esperaba y temía que nadie lo hiciese.

La noche había caído pero las calles no eran silenciosas; una multitud desfilaba por ellas, era martes de carnaval y Don Carnal dejaría paso en pocas horas a Doña Cuaresma. Las puertas y los ventanales de los palacios señoriales estaban abiertas y desde ellas se adivinaban siluetas de bailarines enmascarados danzar bajo la luz de imponentes candelabros, pero a mi me recordaban polillas agonizantes que quemaban sus alas a la luz de las antorchas.

No había nadie en casa; probablemente estaban en alguno de esos bailes.  Gonzalo habría finalmente aceptado una de las muchas invitaciones que los nobles de la zona nos hacían. Qué mejor ocasión para aceptar que un baile en máscara a pocas horas de dejar la ciudad.

Abrí la puerta de mi alcoba, el fuego estaba encendido como todas las noches y mi butaca estaba cerca de él. Había alguien sentado y por instinto puse mi mano en la daga que llevo siempre al cinto, pero solté la presa al instante. Un amplio sombrero de ala ancha negro yacía sobre la mesita de ajedrez; de quien estaba delante del fuego se distinguían solo unas piernas delgadas enfundadas en unos calzones de terciopelo negro y cubiertas también por un par de altas botas, una mano blanca, fina y delgada, se apoyaba en el reposabrazos.

Me acerqué a la ventana, Anna me observaba con la misma mirada franca y directa de la primera noche con una media sonrisa dibujada en los labios. Me aproximé a la butaca, me senté a sus pies y apoyé la cabeza sobre su regazo, y  mientras me acariciaba el pelo con las manos empezó a hablar…

–        Cuando salí de aquí volví a casa, sin dejar de pensar. No lograba conciliar la descripción del monstruo que salió de tus labios con la persona que acababa de conocer, con lo que de ti había visto y oído. Mi hermano me habló de ti desde el primer día que os conoció; luego me contó con todo detalle vuestra expedición a Savona y me hablaba de todos vosotros con sincera devoción. Tiziano y yo estamos muy unidos, lo conozco mejor que a mí misma y nunca antes me había hablado así de nadie. Me preguntaba también como podía convivir un asesino sanguinario con una familia como la tuya, cuestionaba mi capacidad para observar y juzgar a las personas, algo de lo que siempre me he sentido orgullosa. ¿Era posible que me hubiese equivocado así? Sabía que eras un hombre de armas y que los hombre que mataste en Savona no eran los primeros, pero de ahí a todo lo que contaste…

 

Mientras hablaba no paraba de mesar mis cabellos con suaves y lentos movimientos de las manos, como si estuviese acariciando un gato; yo no hacía más que estar sentado, apoyando la mejilla sobre sus piernas, mirando el fuego y escuchando esa voz tan peculiar que me llamó la atención, ¿hace cuánto? Sólo tres días. El temible Hernán Mejías a los pies de una joven con los ojos del color del mar… en sólo tres días. Levanté la mirada pero ella delicadamente, como si estuviese tocando la cabeza de una valiosa estatua encontrada entre las ruinas de un viejo anfiteatro se aseguró de que estuviese en la misma posición de antes.

–        Así pasé todo el día, pensando, reflexionando. Tiziano se dio cuenta de que me pasaba algo, pero no preguntó ni siquiera por qué había rechazado la invitación a cena de Margarita con una excusa. Esta mañana estaba ordenando los papeles en mi escritorio cuando me anunciaron que tenía visitas, Gonzalo y Margarita. Me dijeron que pasaban por allí y querían saber si estaba bien… No están muy acostumbrados a mentir, sabían lo que había pasado entre nosotros el día anterior pero no sabían que decir; les ayudé… habladme de Hernán, por favor… Empezaron por el principio, que fuiste testigo del asesinato de tu madre y llegaron hasta cuando salvaste la vida a Alonso en la Via Domicia. Margarita, antes de irse me dijo así, “Mi padre me decía siempre cuando era pequeña que ‘Dios escribe derecho con renglones torcidos’. No entendí durante años lo que querían decir esas palabras, ahora lo sé. Si Hernán no hubiese matado a mi hermana yo no habría dejado de ser una desgraciada el resto de mis días, no habría vuelto con Gonzalo y mi niño no existiría…”

–        ¿Soy un renglón torcido?

–        Eres sólo un hombre, con todo lo bueno y lo malo que conlleva.

Me levanté muy despacio, le cogí las manos, ella se puso de pie y le aparté con delicadeza un mechón de pelo. No aparté los dedos de ese óvalo blanco, iluminado por el fuego; le acaricié con delicadeza la mejilla, seguí con las yemas el arco de sus cejas y pensé en todo lo que había tenido que vivir para llegar a ese momento. Ella sonrió, se apartó de mi y sacó algo que estaba debajo de su sombrero; eran dos máscaras negras. Me puso una y tras darme un suave beso en los labios dijo,

–        Nos esperan en Palazzo Ducale. Es carnaval, ¿recuerdas?

21

 

A bordo de la nave Minerva anclada en el puerto de Génova

Noche del 2 marzo 1666

 

Querida Lucrecia,

Te escribo acomodado en el castillo de popa de la nave de Santon, “La Minerva”. Hemos subido a bordo amparados por la oscuridad y la calma de las calles desiertas. Tras el jolgorio del Carnaval la gente se queda en sus casas, a dormir la borrachera y a intentar expiar los pecados cometidos la noche precedente con rosarios y cenas frugales. La Minerva es un robusto barco de transporte o carraca, con tres palos, castillo de popa y proa y dos puentes. Sólo hay dos camarotes, el del capitán y el que comparten los oficiales; el capitán ha cedido gentilmente su camarote a las mujeres y los niños, él estará con sus oficiales. No es demasiada molestia, se trata sólo de una noche pues zarpamos al amanecer y bastarán menos de 12 horas para recorrer las poco más de setenta millas que nos separan de nuestro destino. Los hombres nos podemos acomodar esta noche con la tripulación, que duerme junta bajo cubierta en una especie de hamacas, que se llaman coyes y que durante el día guardan en cubierta, en la batayola. Por fortuna la travesía es corta, pues Sátur ha hecho “amigos” nada más subir a bordo. Un corpulento marinero dálmata le había ofrecido su coy que pendía de la parte más alta de la bodega; un gesto cordial, pues los puestos en alto son los mejores. Nuestro Sátur, que mal soportaba la idea de estar colgando no tenía la menor intención de pasar la noche en las alturas, así que con grandes gestos y en alta voz, cómo hace cada vez que intenta hablar en italiano, dijo “io no subire te”. El hombre lo cogió por el cuello y lo levantó como un pelele mientras Gonzalo y yo observábamos la escena con cara divertida.

–         ¡Amo! ¡Pero que mosca le ha picao a la bestia ésta, que yo quería sólo decirle que se quedara su sitio! ¡Haga algo que me estoy asfixiando, por dios!

–         Sátur, le acabas de decir que no lo soportas… Y los dálmatas son muy susceptibles… – dijo Gonzalo sin parar de reír

 

El incidente diplomático se resolvió con una explicación, unas monedas y Sátur intentando dormir en el coy del dálmata, muy a su pesar. Yo he subido a cubierta, me he refugiado en el castillo de popa y me he puesto a escribir a la luz de la linterna.

Anoche, tras ponerme la máscara, Anna me dijo que no podía salir de casa sin disfrazarme, así que dijo que me pusiera uno que me había traído y que había dejado encima de mi cama. El traje consistía en una especie de uniforme militar de colores aún más vivos que los que acostumbraba a vestir últimamente. Completaba el indumento un enorme y estrafalario sombrero de ala ancha adornado por unas plumas multicolores de dimensiones faraónicas y al cinto colgaba una enorme espada con empuñadura de cazo. Apenas podía caminar sin tropezar cada cuatro pasos con tal espadón; bajé al patio donde Anna me esperaba, vestida tal como la encontré al entrar en mi alcoba. Se quitó el sombrero e hizo una vistosa reverencia volteando su sombrero hasta que éste tocó el suelo.

–        Buenas noches, Capitán Matamoros.

–        ¿Así que voy vestido de éso? Veo que tú no te has cambiado.

–        Soy Flaminia, La Enamorada. Determinada en conseguir el hombre que ama y rechazar a quienes la pretenden sin merecerla, capaz de todo para alcanzar su objetivo, hasta de travestirse de hombre.

Me acerqué a ella, la tomé en mis brazos de manera teatral, la miré directamente a los ojos y susurré, “a fe mía que lo habéis conseguido, señora”. La besé con pasión, ella correspondió mi beso pero sea por el ímpetu con el que la abracé o por lo voluminoso de mi espada de escena tropezamos y caímos al suelo. Nos reímos a carcajadas, nos ayudamos a levantarnos y salimos, mezclándonos en el río de máscaras y risas.

Vi con sorpresa que el palacio en cuya fiesta se estaban divirtiendo nuestra familia era el mismo que vi apenas una hora antes; una vez dentro el público no me recordaba ya polillas agonizantes, más bien crisálidas y mariposas. En el centro de la sala multitud de bailarines formaban una cuadrilla y acompasaban saltos y palmas con el son de laúdes y flautas. Anna me señaló una pareja en el fondo de la sala; el hombre era alto, vestido librea blanca, blanca la máscara, blanca la casaca ornada con alamares verdes, blancos también los pantalones. Como nota de color una serie de listas verdes a lo largo de los brazos y las piernas. La mujer iba disfrazada de criada, con un simple vestido de color claro, un delantal de vistosos colores y una cofia blanca. Parecían estar solos aún en medio de tal multitud; él la tenía cogida de la mano y le susurraba algo al oído, mientras ella sonreía. Aunque los rostros estaban cubiertos por las máscaras esa complicidad me resultaba conocida y así era pues cuando nos acercamos a ellos Anna nos presentó:

–        Aquí el Capitán Matamoros, o sea Hernán Mejías, aquí Brighella y Colombina, o sea Gonzalo y Margarita de Montalvo.

Los dos se levantaron un momento las máscaras y nos acogieron con una gran sonrisa; Margarita abrazó Anna y Gonzalo me saludó apoyando una mano en mi hombro.

–        Gracias por ir a verla hoy, le dije a Gonzalo

–        No me des la gracias, lo hice por interés… ¿Quién iba a soportarte hasta Venecia si seguías con esa cara de velatorio?

Nos fundimos en un abrazo, y en esos momentos empecé a darme cuenta de que faltaba menos para terminar de expiar nuestros pasado.

Anna no sólo había elegido mi disfraz, sino el del resto de la familia a la que ayudó a vestirse y explicó el significado de cada personaje de la “Commedia dell’Arte” que representaban, por eso le resultaba fácil localizarlos en el gran salón del Palacio. Un poco más allá Irene y Martín iban de Ragonda y Meo Patacca, los siervos astutos, mientras que más alejados, casi al otro lado del salón se encontraban Alonso-Pantalone y Matilde-Isabella, y a pocos metros de ellos estaba Tiziano vestido de Scaramouche. Si algo he asimilado en los veinte años de servicio como comisario ha sido la capacidad de identificar a primera vista situaciones de tensión en lugares públicos; por eso apenas vi el trío de jóvenes no separé los ojos de ellos, pues intuía que algo estaba sucediendo. Alonso no dejaba de observar a Tiziano, que estaba situado a espaldas de Matilde y conversaba animadamente con un grupo de muchachas. El cuadro no dejaba de ser absurdo por los disfraces que lucían; los largos y estrechos pantalones negros que daban el nombre al personaje de Alonso contrastaban con con su chaqueta roja, la larga zamarra negra, las zapatillas rojas y la máscara, de enorme nariz y expresión grotesca. El Scaramouche de Tiziano era, como mi personaje, un capitán del ejército, pero el elemento carnavalesco de conjunto lo procuraban la máscara, también de nariz enorme, y sobretodo un falo de cuero que el personaje usaba para hacer chanzas y burlas a las mujeres. Matilde, en su papel de Isabella, la dama enamorada, se había dado también cuenta de la atención excesiva que Alonso prestaba a Tiziano, e intentaba distraerlo moviéndose graciosamente a su alrededor. En un momento dado ella también  miró al italiano, y éste le respondió con un gesto salaz pero que no iba dirigido a Matilde, sino a otra muchacha que en esos momentos estaba detrás de ella. Alonso empezó a decir algo a Tiziano, el cual evitaba cualquier contacto levantando los hombros y dándose la vuelta pero tal gesto no aplacó los ánimos de mi sobrino, más bien al contrario, pues intentaba llamar su atención con evidentes gestos de desafío.

Había llegado el momento de evitar que pasara algo más, así que me quité el incómodo espadón que dificultaba mis movimientos, se lo pasé a Anna y con un gesto señalé el grupo a Gonzalo. Él también se dio cuenta al instante de lo que estaba a punto de suceder, y apenas comenzamos a movernos cuando se desató el tumulto provocado por un puñetazo de Alonso a Tiziano. “¡Martín, ven a echarnos una mano!” dije en alta voz mientras intentábamos llegar al otro lado del abarrotado salón, empresa harto difícil porque las máscaras seguían con sus bailes sin percatarse de lo que sucedía a pocos metros. Llegamos apenas a tiempo de evitar que algún otro joven, alegre por la algarabía y el vino, quisiese participar en el reparto de palos; yo alejé a Tiziano y lo empujé hacia la salida, no sin antes llevarme otro puñetazo que Alonso había lanzado a su rival justo antes de que su padre y Martín lo inmovilizaran. Llegamos con esfuerzo a la calle, donde casi tuvimos que invertir las partes y separar al padre del hijo; Gonzalo miraba a Alonso con rabia, gritándole mientras le apuntaba con un dedo:

–        ¿¡Quieres parar ya de dejar en ridículo a tu familia?! ¡Me avergüenzo de ti, Alonso! ¿Te diviertes tanto?

–        ¡Padre, ha ofendido a  Matilde!

–        ¡No es verdad! ¡Me tienes harto con tus celos y tus desplantes, mocoso! ¡Ven aquí y arreglaremos las cosas como se debe!, decía Tiziano mientras que con la mano intentaba frenar la sangre que le salía del labio que Alonso le acababa de partir.

–        Tiziano, vamos, te acompañamos a casa – dijo Anna, que acababa de llegar.

–        No, voy a despedirme de las chicas de Donna Costanza; seguro que Satur está allí, vale mil veces más que… “el señorito”, dijo guiñándole un ojo con expresión sarcástica a Alonso, a quien le faltó poco para abalanzarse de nuevo sobre el joven.

–        Alonso, ya hablaremos tú y yo mañana, dijo Gonzalo a su hijo con expresión dura – Lo mejor es que vayamos todos a casa, ya hemos llamado bastante la atención. Hernán, acompaña a Anna, o quedaros, haced lo que gustéis. Vamos, Margarita.

 

Anna y yo nos miramos, sin saber muy bien qué hacer. Me dijo que quizás se iría a casa, y que ya nos veríamos la noche siguiente en el barco; nos despedimos en la misma puerta de Palazzo Ducale, me ofrecí a acompañarla, pero dijo que estaba cerca, y que no habría ningún problema, con las calles llenas de gente por la fiesta. Me quedé ahí en pie, tan cerca de ella que podía oler su perfume de agua de rosas. Se dio la vuelta y pensé que quizás esa sería la única noche que podría pasar a solas con ella; el viaje hasta Florencia no era demasiado largo y cabía la posibilidad de que acompañara a su hermano hasta Urbino y desapareciese para siempre de mi vida.

–         Anna, quédate conmigo esta noche, por favor – pronuncié estas palabras  casi susurrando. Ella se volvió hacia mí, me tendió la mano y una vez más nos confundimos entre el gentío.

Continuamos así, ella unos pasos por delante, tiraba de mi mano; transcurridos unos pocos minutos llegamos a un portón, entramos y subimos una amplia escalinata de mármol. Estábamos en la que había sido su casa toda su vida; los muebles estaban cubiertos por sabanas pues no se sabía cuando iba a volver alguien a vivir en aquellas estancias, que quedarían vacías de allí a pocas horas. La única luz que entraba era la de la luna que se filtraba por las celosías. Siguió tirando de mi mano como una niña impaciente hasta que entramos en una habitación con el fuego encendido; era la suya, en una esquina había un baúl abierto ya casi preparado para el inminente viaje y a su lado reposaba un largo tubo de cuero. Sobre una silla un simple vestido que usaría el día siguiente, en la mesa de trabajo unas carpetas cerradas con pliegos dentro; su olor a rosas flotaba en el ambiente, mezclado con otro que en esos momentos no supe reconocer, el de cuadros acabados de pintar. Se paró delante del fuego y me atrajo con esas manos blancas y finas, acarició mi rostro como yo había acariciado el suyo horas antes y me besó. La rodeé con mis brazos y me dejé llevar, besé su cuello, quise llegar al fondo de ese perfume de rosas, captar su esencia, llevarlo conmigo. La intensidad de nuestro abrazo y nuestros besos crecía, mis manos no podían dejar de tocarla, como si temiese que se desvaneciera como un sueño, extraordinaria criatura, déjame entrar dentro de ti, déjame perderme, déjame encontrar un poco de paz en tu mirada color del mar.

No sé de dónde pude sacar la fuerza para detenerme, pero lo hice; le susurré al oído “aún no”, mientras acariciaba con dulzura su cabello. Pasamos así la noche,  sentados en una mullida alfombra persa delante del fuego, ella acurrucada contra mi pecho, hablando poco, viviendo intensamente cada segundo. “Puedo oír tu corazón”, me dijo.

Salí de allí cuando empezaba a clarear; por las calles las últimas máscaras se apresuraban a volver a sus casas. Cuando estaba cerca de la puerta del establecimiento de Donna Costanza reconocí a los dos hombres que acababan de salir de ella; Satur sufría los póstumos de una borrachera de campeonato y Tiziano se esforzaba en tenerlo en pie sin caerse él mismo. Éste me observó detenidamente, como intentando recordar dónde había visto mi cara, de repente una sonrisa le iluminó el rostro…

–         “¡Hernán, amigo! Llegas tarde, las chicas ya no reciben, además las hemos dejado demasiado agotadas, ¿verdad Satur?”, dijo dándole tal palmada en la espalda que perdieron los dos el equilibrio y cayeron al suelo

–         “Señor Hernán, ayude a levantarse al pobre Sátur, que llevo la cabeza que no sé dónde la llevo… psst, Tiziano, ¿tú la has visto? Así, pequeñita pero muy bien proporcionada, de españolito medio, ya sabes, ¡jajaja!

Ayudé a los dos a levantarse, me preguntaba qué podía hacer para que llegasen a casa por lo menos caminando, cuando me dí cuenta de que había un abrevadero en una plazoleta cercana. Los llevé hasta allí cada uno bajo un brazo y tomándoles por sorpresa les sumergí la cabeza en el agua gélida. Se espabilaron al instante, Tiziano me miró con cara de pocos amigos,

–         Tú estabas con mi hermana… ¿dónde habéis estado? ¡Dime que te has portado como un caballero!

–         Tiziano, te he visto manejando la espada, no estoy tan loco como para ofenderte en tu misma casa

–         ¿En mi casa? ¿Cómo…?

 

Satur le interrumpió al instante…

–         Tiziano, por mis muertos te puedo asegurar que no ha pasado nada, te lo digo yo. Que el señor Hernán es de la familia  y esa carita me la conozco de memoria, vamos, que es la que tenía el amo el año largo  en el que estaba en casa la señora Margarita y los bajos los tenía inmaculados. Que la tensión se les queda marcada ahí en la mandíbula…

Tiziano miró a Satur, luego a mí y al final solto una carcajada… “Hernán, me basta tu palabra de caballero”. Se lo agradecí y le pedí que tuviera paciencia con Alonso los proximos días, “no sé cómo soportas la forma en que te trata, me he fijado”. “Tiene sus motivos, te lo aseguro. Evítalo estos días, y evita también a Matilde, por favor”. Me confirmó que así lo haría y nos despedimos hasta la noche cuando nos viésemos en el puerto.

Un marinero acaba de tocar una campana, empieza el turno. He pasado toda la noche aquí, en el castillo de popa pensando y escribiendo. Puede que no haya querido moverme de donde he estado para no romper un hilo invisible, pues debajo de estas planchas de madera esta el camarote del capitán. Espero que ella decida no llegar hasta Urbino, aunque yo no se lo pediré; ella sabe lo que siento y yo no quiero oir otra vez un “no” por respuesta. Me bastó el tuyo.

22

 

Pisa, 4 marzo 1666

Querida Lucrecia,

estamos en Pisa, con un día retraso según nuestros planes. No hemos proseguido enseguida nuestro viaje, pues he tenido otro “percance”. La verdad es que empiezo a notar sobre mis huesos todos estos varapalos. Hay veces que no me doy cuenta de la edad que tengo, que los años de luchas y heridas pasan factura, que tengo que pensar bien qué hago en según que circunstancias. Había confiado siempre en las respuestas que me daría mi cuerpo, pero tengo ya cincuenta años, y éste empieza a fallarme, aunque en mi defensa tengo que decir que lo he sometido a pruebas demasiado duras últimamente.

Zarpamos de Génova al amanecer, según lo previsto. El capitán Merisi es un buen marino y dirige su tripulación con precisión y mano firme, algo siempre necesario para mantener la disciplina en un espacio tan exiguo.

Navegamos hacia sur impulsados por un gélido viento del norte, la tramontana. El día era completamente despejado, y la mar en excelentes condiciones; a pesar de ello Satur estaba en cubierta con la cara de color gris, o verde, según lo altas que fueran las olas. Gonzalo le dijo que vistas sus condiciones sería mejor que se colocase sotavento, pero no le entendió y se puso barlovento, por lo que se manchó (o como dijo él “me quedé hecho un ecce homo”) cuando no pudo aguantar más y vació el contenido de su estómago por la borda.

No había mucho que hacer a bordo, más que observar el paisaje, gozar de la travesía (o en el caso de Satur, sufrirla), o hablar. Tiziano, que siguió mi consejo del día anterior, estaba siempre lejos de Alonso, quien continuaba con su habitual cara de enfado. Como dijo su padre a las puertas de Palazzo Ducale éste habló con él por la mañana, y por lo visto los gritos se oyeron por toda la casa. Yo no oí nada, pues dormí hasta muy tarde.

Tiziano se acercó a hablar conmigo, yo estaba sentado en una de las batayolas de estribor, observando las maniobras de la tripulación.

–        Eres un hombre de palabra, Hernán. Anna me contó lo que hicisteis tras despedirnos.

–        Te lo dije, no estoy loco.

–        Cuida de ella, cuando no esté.

–        ¿Te ha dicho acaso…?

–        ¿Si se va a quedar en Florencia? No, no me ha dicho nada. La conozco, esperará a decirme que no viene al último momento, o incluso puede que parta conmigo pero lo haría para no herirme. Puedes estar seguro de que en pocas millas daría la vuelta. Cuida de ella.

–        Lo haré.

–        ¿Sabes? No le han faltado nunca pretendientes, pero los rechazaba todos. Ella no ha tenido que sufrir nunca la presión de perpetuar un apellido legítimo y ser usada como un medio para efectuar pactos y alianzas, no ha tenido que sufrir el destino de todas las mujeres de familia noble. Algo bueno tenía que tener el ser hija bastarda. Los pretendientes aparecían curiosos por saber de dónde obteníamos nuestro nivel de vida. Unos pocos estaban sinceramente enamorados de ella, pero los rechazaba siempre. Cuando le preguntaba el motivo decía simplemente: ‘No es él, Tizi’.

 

Se escuchó el sonido penetrante de un silbato, y levantamos los ojos hacia el palo mayor; el capitán había dado la orden de izar todas las velas y los marineros habían trepado, subiendo por flechastes y obenques hasta llegar a las vergas del mayor y del trinquete, mientras que en el de mesana la vela latina era izada a fuerza de brazos. Distinguí entre los marineros encaramados en la verga del palo mayor a Gonzalo; finalmente podía poner en práctica las muchas lecciones que me dio en el puerto. Era como si se hubiese quitado diez años de encima, trepaba con la agilidad de un marinero experto a pesar de todos los años que habían pasado desde la última vez que navegó. Estuvo toda la mañana trabajando como un miembro más de la tripulación y una vez establecida la ruta se acomodó en el bauprés como si montase un caballo sujetándose a unos cabos.

A media mañana, cuando la temperatura era menos fría, las mujeres subieron a cubierta con los niños. En el viaje de vuelta de las bases del norte de Europa, la nave traía mercancía menos voluminosa, por lo que había bastante espacio en cubierta para los juegos de los chiquillos. Hierro, utensilios, pieles y el precioso ámbar del Báltico, estaban a buen recaudo en la bodega de la nave. Por ese motivo se pudieron disponer unas cajas formando un rectángulo dentro del cual los pequeños se  divertían a jugar a ser piratas. Gonzalín miraba con admiración a su padre sentado a horcajadas sobre el bauprés, cabalgando las olas, libre y feliz.

Margarita también lo observaba con expresión melancólica, osaría decir que incluso triste.

–        ¿Te preocupa algo, Margarita?

–        No es nada, una tontería. Me alegra verlo tan contento, pero no puedo evitar recordar los años en los que estuvimos separados. Me duele pensar que sus recuerdos del mar están ligados a otra mujer.

–        Mariana, la mujer de Blake. Me acuerdo de ella, provocó al comisario de la Villa no pocos dolores de cabeza.

Margarita sonrió al oírme hablar de mí mismo en tercera persona; sentía el deber moral de compensarla de alguna manera por su bondad conmigo así que seguí hablando…

–        Margarita, cuando estábamos en Génova y tú no podías salir de casa… Gonzalo y yo íbamos al puerto… Un día observando un barco como éste dijo, ‘Tu quieres mucho a Lucrecia, ¿verdad? No intentes sustituirla con otra, no funciona. Lo sé bien’

–        Gracias por decírmelo… Y tú… ¿estás sustituyendo a alguien?, dijo con una sonrisa, justo cuando Anna apareció en cubierta.

–        No, me estoy dando otra oportunidad.

 

La observé acercarse con una sonrisa dibujada en mi rostro; llevaba el vestido que había visto en su habitación la otra noche. No había hablado con ella desde que embarcamos, pues cuando llegué al puerto estaba con la pequeña Laura en brazos y tenía que subir a bordo. Se protegía del aire frío con unas pieles, nos saludó con un “buenos días”, y se puso a observar el mar, que pasaba veloz bajo la quilla.

Gonzalo nos vio, bajó del bauprés caminando sobre él como un saltimbanqui y se unió a nosotros, abrazando a Margarita y besándola en el cuello. Yo me limitaba a estar cerca de Anna, nuestros brazos apoyados en el borde de la nave se rozaban levemente mientras estábamos los dos mirando el paisaje.

Gonzalo nos hizo de guía, señalándonos la posición de algunas islas, ya sea las que se distinguían en la lejanía y otras que ni siquiera estaban aún a la vista, Córcega, Cerdeña, las islas del archipiélago toscano, Capraia, Elba…

–        Detrás de la isla de Elba, aún más hacia el sur, hay un pequeño islote, abrupto y desolador. No vive nadie en él; si tuviese un tesoro lo escondería allí, se llama Montecristo. Y más cercana a la costa, siempre al Sur, se encuentra “L’isola del Giglio”, la isla del lirio blanco, la flor de lis”, dijo mirando a Margarita, besándola de nuevo con delicadeza.

Los dejamos solos y nos dirigimos hacia la proa, subimos al castillo desde el que vimos a Tiziano en cubierta jugando con los críos. Nos giramos para observar el mar, le señalé un punto en el horizonte y al bajar la mano la apoyé como por casualidad sobre la suya y aún a través de los guantes noté su calor. Le pregunté qué llevaba en el tubo de cuero que subió a bordo junto con su baúl: “un salvoconducto que puede abrir cualquier puerta”, me dijo con expresión misteriosa.

Seguimos así durante un buen rato, observando el mar y las olas, acompasando nuestra respiración a su ritmo, acunados por el suave balanceo de la nave rumbo al sur. Quizás algún día habrán otros viajes hacia aguas cálidas. Me entristece la idea de separarme del mar; he pasado toda la vida sin conocerlos, Anna y el mar, y ahora se me hace difícil imaginar mis días sin su compañía… No pude resistir la tentación de acercarme más a ella, quería contar el número de hebras verdes y amarillas que formaban el iris de sus ojos, no me importaba dónde estábamos, si alguien nos miraba… La besé suavemente en los labios, apenas un roce, levanté el rostro, apoyando mis labios en su frente. Delante de mí se veía sólo la proa de la nave, el mar… y una figura a horcajadas sobre el bauprés.

¿Otra vez Gonzalo? No, no era él, era Alonso. Maldito muchacho, se había puesto en pie para regresar a cubierta, me aparté de Anna musitando “idiota testarudo”. Matilde lo llamaba preocupada, el viento aumentó y con él la intensidad de las olas. Anna se dio cuenta dónde estaba mirando, “¡Cuidado, va a perder el equilibrio!” Y así fue; al siguiente balanceo de la nave le resbaló el pie y pudo agarrarse de uno de los cabos que colgaban del bauprés, evitando así caer en agua. Corrí a ayudarlo, subí yo mismo por el leño, aferrándome al estay, el cabo que sujetaba el palo trinquete. Mientras tanto Gonzalo había ya llegado, apenas a tiempo de ayudarme a agarrar a Alonso y pasarlo a Dejan, el marinero dálmata. Gonzalo ganó la cubierta y cuando estuve a punto de hacerlo también yo, agarrado al estay, éste cedió y me catapultó derecho al palo trinquete, golpeándome la cabeza con tal fuerza que perdí los sentidos. Todo se volvió negro y lo último que recuerdo es Anna gritando mi nombre.

23

 

Pisa, 5 marzo 1666

Querida Lucrecia,

tras el golpe recibido en la cabeza estuve inconsciente varias horas. Por lo visto si hubiese pegado en el mástil apenas unos pocos centímetros más allá no me habría despertado nunca. Como te dije todo se volvió negro, no tuve conciencia de nada, no era, no estaba. No había luces, ni voces que me llamasen, ni siquiera pasó toda  mi vida delante de mis ojos, no había nada, ni dolor, ni alegría, ni remordimientos, ni amor, ni esperanza, ni desesperación.

Me desperté de repente en el camarote del capitán, intenté moverme y entonces sentí un dolor lacerante en la cabeza tan fuerte que me mareé. Me apoyé de nuevo sobre la almohada y oí su voz, “no vuelvas a asustarme nunca más de esa manera”. Esa voz, esa esencia de rosas… sí, no estaba nada mal estar vivo. Reí, estallé en carcajadas tan fuertes que a pesar de que el dolor en la cabeza era casi insoportable continué a reír hasta que se me saltaron las lágrimas. Volví a incorporarme, la tenue luz del atardecer entraba por una especie de ventana que había en el camarote, iluminando la pequeña estancia con una luz que parecía irreal; allí estaba ella, a los pies de la litera del capitán, mirándome como si estuviera indecisa entre reír o regañarme. Bajó la mirada y noté que sus hombros empezaron a moverse sin entender bien el motivo, entonces empecé a oír una risita, luego una gran carcajada y así acabamos los dos riendo como unos chiquillos traviesos y ni siquiera cuando entró Zhang con una de sus infusiones pudimos evitar que se nos escapasen unas risas ahogadas.

El chino me hizo beber de nuevo el brebaje hecho con las amapolas y esta vez no caí en un agujero negro sino que oía y veía cosas del presente mezcladas con recuerdos. Volví al río donde iba con Gonzalo de pequeños; él estaba sentado en la orilla y yo estaba sumergido con el agua hasta las rodillas, el agua era helada, sentía el frío que me entumecía las piernas pero ya no estaba en un río sino en el primer campamento en el que estuve de soldado durante la guerra con Francia y estaba helado durante mi primera guardia. Una especie de lamento llamó mi atención, ¿era el cachorro que teníamos como mascota? Abandono mi puesto de guardia para acercarme a la fuente de ese extraño sonido, pero era un niño que lloraba, el llanto sofocado de un bebé… En el palacio de Santillana, cuando nació Nuño y me llamaste; fue el momento más feliz de mi vida, me enseñaste nuestro hijo y esperé que fuese el principio de algo… otra vez ese llanto, me doy la vuelta , el palacio ha desaparecido y estoy en la humilde morada de los Mejías, Juana de Mejías llora bajito en un rincón, la he tratado mal, me llamó “hijo” y le respondí en modo brusco que ella no era mi madre, que mi madre está muerta… Oscuridad, un vaivén, logro abrir los ojos, me han colocado sobre unas parihuelas, es de noche, me están bajando del barco, Alonso y Tiziano me están llevando, quiero decir algo pero no logro ni siquiera abrir la boca, los párpados me pesan, vuelvo a dormirme. De la oscuridad aparecen caras, una infinidad de caras que me observan, algunas con sangre en las sienes, otras con los ojos blancos como la muerte, todas las caras de la gente que he asesinado, eliminado y torturado. Caras y sangre, sangre y horror… Creía haberlos olvidado, que bastaba no pensar en ellos, cerrar los ojos, fingir que la mano que les quitaba la vida no era la mía, sino la de la ley, el deber o cualquier otro juramento. Funcionó durante años y ahora volvían todos, ¿qué querrán de mí? ¿Qué queréis de mi?

Me desperté jadeando, sofocando un grito; me incorporé en la cama sin saber dónde estaba; un sencillo camastro, una ventana, la penumbra de una noche de luna llena, la simple luz de una vela encendida, y ella, otra vez ella que se había dormido velándome y se apresuró a sentarse a mi lado en la cama, rodeándome con sus brazos, tranquilizándome. “¿Estás aquí?” “Estoy aquí, estaré a tu lado, Hernán, no te dejaré nunca, tranquilo, estoy aquí….” Cerré los ojos, sentado sobre la cama, abrazándola, apoyando mi boca en su hombro, encajaban a la perfección… “¿Estás segura? Eres tan joven….” le susurraba al oído, muy bajo. “Lo estoy” “¿Estás segura? Podría ser tu padre…”. “Por fortuna no lo eres...”. “¿Estás segura?” “Cuidaré de ti, Hernán, cuidaré de ti, es hora de que alguien lo haga, ‘Ubi tu Gaius, ego Gaia…” Memoricé aquellas palabras que no entendí y seguí abrazado a ella, estrechando mis brazos alrededor de su cintura. Apreté y hundí mi rostro en su hombro, levanté la cabeza; detrás de la única ventana de aquella sencilla habitación brillaba la luna y su luz dibujaba un halo alrededor del rostro de Anna iluminando el rastro brillante de dos lágrimas que rozaban sus mejillas. A diferencia de aquella mañana en Génova no eran lágrimas de tristeza; me pregunté qué había hecho para provocar tal visión, yo no me las merecía, yo había sido toda mi vida quien provocaba lágrimas de dolor, no de emoción. ¿Por qué ella se había fijado en mí? Cogí su cara entre mis manos, borré las lágrimas con mis pulgares, “¿por qué yo?”, “porque eres tú”. Sellé esas palabras con el beso más dulce que fui capaz de darle; extraordinaria criatura, ¿eres real? ¿Eres de verdad una nueva oportunidad? ¿Me ayudarás a rescatarme? Durante varios minutos lo único que pude hacer fue tener su cara entre mis manos y observarla. Cada vez que nacía una lágrima la bebía con delicadeza, gusté su sabor salado y lo hice mío. Volví a estrecharla en un abrazo, apoyé la cabeza en su hombro y mientras ella me mecía yo pasaba mi mano derecha por su espalda, subiendo y bajándola por su columna; advertí que se tensaba como la cuerda de un arco cuando pasaba los dedos por su nuca y volvía a bajar. Empecé a imaginarme lo que sería poder hacer lo mismo sobre su piel desnuda, sin el impedimento de telas ni corpiños, mi respiración se hizo más intensa, y la suya también, volví a subir y bajar una vez más la mano y al volver al cuello la dejé allí inmóvil y me alejé para poder mirarla de nuevo a los ojos. Esta vez mi beso fue apasionado, largo, profundo, desesperado, violento, ella enredó sus finos dedos entre mis cabellos y se rindió a mis caricias. Y de nuevo, como dos noches antes, con un supremo esfuerzo logré disminuir la intensidad de mi abrazo, me acosté en el camastro haciéndole un hueco y pasamos algún rato abrazados, con la mano derecha sobre su cadera y con la izquierda acariciándole la sien, hasta que noté que su respiración se calmaba y comenzaba a cerrar los ojos. La besé con delicadeza y le rogué que fuera a descansar.

Me desperté cuando el día empezaba a despuntar completamente lleno de energía, como si hubiese vuelto a nacer; me levanté, bajé y salí a la calle. Estábamos hospedados en una simple estación de posta, a las afueras de Pisa; la temperatura seguía siendo fría, pero no se adivinaba ninguna nube en el horizonte. Me senté en un banco, inspirando el aire frío de la mañana; tras unos minutos oí unos pasos, era Gonzalo.

–        Me alegra ver que estás mejor, Hernán. Zhang me dijo que te dio una dosis de opio bastante fuerte, pero tenías que estar algunas horas inmóvil, ¿cómo has pasado la noche?

–        Digamos que lo mejor fue que me desperté. Gonzalo, ¿qué quiere decir “Ubi tu Gaius, ego Gaia”? Cuando recobré la conciencia Anna estaba a mi lado, y me dijo estas palabras

Me miró con una sonrisa divertida, me puso una mano en el hombro,

–        “Donde tú estés, estaré yo”. Es la frase que decían las esposas en la antigua Roma a su esposo durante el rito del matrimonio.

Lo miré sorprendido y no pude evitar el sonreír, ahora lo tenía todo claro.

–        Hermano, por lo que me has contado de Florencia no le faltan iglesias y curas, ¿verdad?

24

 

Pisa, 7 marzo 1666

Querida Lucrecia,

en un par de días estaremos instalados en Florencia. Mientras tanto, Gonzalo, Tiziano y yo vamos y venimos; era inútil acercar toda la familia hasta la ciudad si aún no estaba todo preparado. Ya te dije que el Rey Felipe nos dejó una cantidad de dinero prácticamente inagotable, y que nuestros títulos de crédito con los Fucher nos abren todas las puertas y facilitan cualquier gestión. Lo malo es que los ducados dejan un rastro como el de las babosas sobre un prado húmedo, por lo que al llegar a la ciudad nos esperaban los agentes de los Fucher con los brazos abiertos, y una nota de bienvenida para Tiziano por parte del mismísimo hermano del Gran Duque Ferdinando II, Leopoldo. Como sabes, también Tiziano y Anna viven de la generosidad del difunto Rey Felipe, los banqueros son siempre los mismos y además ellos son hermanastros de la actual duquesa de Toscana, Vittoria della Rovere. La situación política es delicada, no se sabe si los Medici van a apoyar o no las pretensiones de Tiziano sobre el Ducado de Urbino. Por un lado Ferdinando y sus hermanos (quienes a la postre son los que deciden en lugar del Duque, el cual prefiere pasar su tiempo con los pajes más bellos de la corte en vez de tratar aburridos asuntos de Estado) podrían apoyar las pretensiones de Tiziano, pues es siempre un pariente suyo, pero cabe el riesgo de que lo apoyen para deshacerse después de él, una vez conseguido el Ducado de Urbino. O puede que las relaciones con el actual papa no sean tan frías como pretenden hacer ver.

Como ves las relaciones entre los diversos territorios de la península italiana son complicadas y enmarañadas. Perennemente en guerra y emparentados los unos con los otros, con el papado que se comporta como una dinastía hereditaria más, con hijos unas veces abiertamente reconocidos o denominados eufemísticamente “sobrinos”. No me extraña que nuestro común conocido, el Cardenal Mendoza, se moviera por los pasillos del Vaticano como pez en el agua. No sé como se moverán en estas aguas Tiziano y Anna, sé que tú te encontrarías en tu elemento, has sido siempre un animal político, has sabido jugar con astucia y adelantarte a los movimientos de tus adversarios; no conozco aún lo bastante a Anna como para saber si ella tiene tu capacidad para sobrevivir en este nido de víboras. Tú y Anna, os parecéis tanto en algunos aspectos: inteligentes, fuertes, pasionales, valientes, con carácter, pero sois lo opuesto cuando se trata de sentimientos.

Si creyese en Dios lo pondría estos momentos como testigo: he hecho de todo por ti, te he amado como nunca un ser humano amará a otro. Te amaba cuando me abofeteabas, cuando me humillabas, cuando te rechacé, cuando me menospreciabas, cuando me metías en tu cama aún a sabiendas de que pocas veces hacíamos el amor sin que tú pensaras en algún otro, te amaba cuando te supliqué que vinieses conmigo. Hace casi dos meses te escribí unas palabras que releyéndolas ahora resultan proféticas, “quiero una mujer que me quiera sin hacer cálculos”. La he encontrado, es Anna; ella está conmigo por lo que soy, sin cálculos, dobleces o juegos. Desde el primer momento en que la vi sus ojos color aguamarina han entrado dentro de mí; ella me da todo, sin pedir nada a cambio. Ella es mi oportunidad, una balsa a la que agarrarse cuando se desata el temporal en alta mar; sé que finalmente con ella el amor será paz, y no lucha. He luchado toda mi vida, me encuentro cansado, exhausto.

Ya te dije que los Mejías eran buena gente, pero escasos de maravedíes en tanto que a mí me sobraba el odio. Es por eso que he aguantado tantas cosas a Alonso, porque lo entiendo perfectamente, he pasado por donde ha pasado él y sin saber quién acabó con la vida de mi madre y con mi paz. Él lo sabe, y me tiene delante todos los días. Lo entiendo, lo he vivido; la rabia ciega, el dolor que llega de repente cuando menos te lo esperas, no poder soportar la visión de una mujer con su hijo porque lo único que te viene a la cabeza es pensar por qué me ha pasado a mí. Y así desde joven intenté desahogarme peleando, apenas me dí cuenta de que no podía seguir maltratando a Juana de Mejías cada vez que intentaba ser buena conmigo, o sea siempre.

Su marido, Esteban Mejías, fue un viejo compañero de armas de Agustín; se retiró pronto del ejército por culpa de un proyectil que le destrozó la rodilla, no sin antes salvar la vida de Agustín y otros tres compañeros. El ejército de su majestad lo despachó con una palmada en el hombro, una medalla de latón y una mísera pensión; tiraba adelante gracias a la ayuda de los viejos compañeros de armas que salvó y al jornal de su mujer como lavandera. No les costó mucho a él y a Agustín a convencerme a alistarme en el ejército; el nombre Mejías era recordado con respeto en los tercios y la dura vida militar me ayudó a centrarme y a canalizar mi rabia hacia el enemigo. A pesar de ello no me encontraba a gusto en el ejército, subordinado a unos mandos incompetentes y alejados de la realidad que planificaban batallas en lujosas tiendas de campaña con todas sus comodidades mientras que la tropa comía barro o polvo, según la estación del año, y pasaban meses antes de cobrar nuestra mísera paga. Así que apenas tuve la ocasión me puse bajo las órdenes del comisario de la Villa, Pedro García, y fui con tesón ganándome su confianza, ejecutando todas sus órdenes, subiendo de grado a base de realizar todos los trabajos que nadie tenía ganas o valor de hacer.   En pocos años sucedí al comisario, y por otros veinte fui el temible comisario de la Villa. Yo tenía un trabajo que hacer, y lo cumplía. No me importaban los medios, los muertos y los lutos; como una ostra envuelve con nácar un grano de arena para convertirlo en una perla yo fui rodeando mi rabia de una capa tras otra de dolor ajeno y propio hasta en convertirme en lo que era, lo que soy. Un monstruo o el brazo armado de la ley, según se mire; cruel, inflexible y sin piedad, pero eficaz.

Siempre fingiendo, siempre alerta, hasta cuando estaba contigo; por eso, ahora digo basta, basta ya de fingir, quiero saber si soy capaz de amar y me maravilla el hecho de que alguien tan extraordinario como Anna me encuentre digno de su amor. No te preocupes, no voy suspirando por las esquinas, ni recitando versos de Garcilaso, sería ridículo. Después de hablar con Gonzalo la otra mañana ardía en deseo de volver a verla, tenía prisa por hacerle saber que a partir de ese momento también estaría yo donde ella estuviese. No preparé ningún discurso, esperé a que apareciese por la puerta de la venta, le tendí la mano, nos alejamos unos metros de la puerta, la besé y la miré a los ojos, “no puedo separarme ya de ti, cásate conmigo”. Me dijo simplemente “”, con la sonrisa más sincera que he visto en toda mi vida, la abracé y le susurré “no te defraudaré”. Así de sencillo, así de complicado.

Volvimos a entrar en la venta y nos acercamos a la gran mesa alrededor de la cual estaban todos desayunando. Me dirigí a Tiziano, “sé que lo que voy a pedirte te resultará extraño, visto que conozco a Anna desde hace tan poco tiempo… Te pido por favor que me concedas su mano”. Él se levantó, “no soy quien para concedértela, Hernán. Basta que ella lo quiera, y por lo que he visto en estos últimos días, sé que ése es su deseo”, dijo sonriendo mientras cogía la mano de su hermana y la besaba. “Es él, Tizi. Quiero ser su esposa”. Un aplauso espontáneo se alzó de la mesa, todos aplaudían y lanzaban vivas, y los niños se unieron al clamor de los adultos, aun sin entender muy bien que es lo que pasaba.

La primera que se levantó para felicitarnos fue Irene; dio dos besos y un abrazo a Anna, y luego vino hacia mí, me abrazó fuertemente y me dijo “soy inmensamente feliz por ti”. No te he he hablado aún de Irene en mis cartas… Si hay algo que te agradezco infinitamente es el hecho de que cuando me casé con la “sobrina” del Cardenal Mendoza yo estaba tan obsesionado por ti como para no apreciar la joven con la que compartía mi lecho. Irene ha sido siempre buena conmigo, desde el primer día ha tenido la capacidad de ver en mí algo que ni siquiera yo veía. La niña, la mosquita muerta, se ha convertido en una gran mujer; nunca ha salido lamento alguno de su boca durante estos meses de viaje, a pesar del cansancio y el tener que cuidar de dos niños pequeños. Ha siempre tenido las palabras justas para animar a los demás y su coraje quedó ya claro cuando plantó cara a todo el mundo y tras la anulación de nuestro matrimonio se casó con Martín, a pesar de que ello supusiera vivir en unas condiciones peores que las del más humilde de los sirvientes que tuvo hasta ese momento.

Fuimos recibiendo las felicitaciones de todos, hasta que faltaba sólo Alonso. Se dirigió hacia nosotros, dio dos besos a Anna y me pidió hablar conmigo a solas. Salimos afuera, él estaba cabizbajo mirando el suelo con expresión seria mientras se tocaba la barbilla; aunque sus cabellos castaños le cubrían el rostro me daba cuenta de que estaba luchando con las palabras que querían salir de su boca. Se dio la vuelta y me tendió la mano, “felicidades, Hernán”. Se la estreché y no dije nada más; él se parece mucho a su padre, no sólo físicamente, sino también en el carácter, por lo que sabía que iba a decir algo más, así que esperé hasta que estuviese preparado para continuar…

–        Tengo que agradecerte el que me hayas salvado la vida más de una vez en este viaje, poniendo a riesgo la tuya. Quisiera poder decirte que he olvidado el pasado, pero no puedo, Hernán. Lo más que puedo hacer a partir de ahora es tratarte con el respeto que se merece alguien de mi familia y prometerte que por lo menos no volveré a portarme como un “colegial” o un “mocoso”. Te lo juro – dijo estas palabras mirándome a los ojos y tendiéndome de nuevo la mano.

Se la estreché de nuevo,

–        Y yo te agradezco tus palabras, le contesté.

Volvió a entrar y me quedé un rato observando el paisaje; el sol de media mañana quedaba difuminado por una ligera bruma matutina, bañando con su luz dorada las colinas y los campos cercanos, acariciando en la lejanía las siluetas de los cipreses y de los campos de trigo. Se oía el sonido de las campanas, los campesinos araban los campos y un mozo que trabajaba en las cuadras silbaba y cantaba. A los pocos minutos salió Anna, me abrazó y le dí un beso en la frente:

–        “¿En qué piensas?”

–        “En que por fortuna echaré de menos sólo el mar”

 

 

25

 

Florencia, 11 marzo 1666

 

Querida Lucrecia,

 

nos hemos establecido en Florencia. Nos alojamos en un antiguo palacio propiedad de una de las ramas de la familia Médici, los Medici dal Borgo, que en estos momentos se encuentra deshabitado; nos lo ha alquilado a buen precio Leopoldo de Medici. Su intención era cedérnoslo gratis durante nuestra estancia, como señal de cortesía hacia Tiziano, pero éste, y nosotros, insistimos en pagarlo. No puedo evitar el observar con recelo todas estas cortesías de mi, dentro de poco, lejano pariente político. Su invisible pero constante presencia durante nuestras gestiones de los últimos días me ha provocado una cierta inquietud que no he dudado en trasladar a los demás; también ellos no pueden evitar recelar de unas muestras de atención por parte de uno de los personajes más importantes de la ciudad. En pocos días un ejército de sirvientes ha adecentado el palacio de arriba a abajo, dejándolo preparado y resplandeciente. Se encuentra situado en Via della Scala a pocos metros de una de las plazas principales de la ciudad, la de Santa Maria Novella.

 

Espero que mi racha de accidentes se haya acabado, pero si así no fuera por fortuna estamos en la misma calle del hospital de Santa Maria della Scala, y a escasos metros de nuestra puerta hay una famosa rebotica especializada en ungüentos medicinales y perfumes. Nuestra nueva morada es un palacete de tres pisos; la puerta de entrada, relativamente pequeña, se encuentra en la extrema parte izquierda de la fachada, es en arco de medio punto, presidida por un busto de Cosimo I, bisabuelo del actual Gran Duque. Tres ventanales enrejados completan la planta baja, mientras que al primer piso se asoman siete ventanas en arco de medio punto protegidas por mallorquinas y al tercero otras siete ventanas cuadradas, más pequeñas. En el exterior no hay más ornamentos que un friso en la parte superior, de poco más de un metro de ancho debajo del tejado, decorado con frescos de grafito.

 

Como en todos los palacios italianos, a un aspecto exterior bastante austero corresponde un interno ricamente decorado; en las habitaciones los techos están decorados con lujosas pinturas al fresco alla grottesca. Según me ha explicado Anna éstas son una copia de las decoraciones descubiertas en las ruinas de los palacios de la Antigua Roma que se encuentran a varios metros debajo del actual nivel de la calle; a través de unos agujeros se puede acceder a lo que era el techo de los antiguos palacios imperiales, que, ahora llenos de desechos no parecen sino grutas. Los primeros artistas que bajaron a ellas quedaron maravillados por las elegantes decoraciones que aparecían bajo la luz de sus antorchas.

 

En el interior del palacio hay un delicioso patio, no muy grande, con un pequeño jardín de limoneros y una fuente con vistas al claustro y el campanario de Santa Maria Novella.

Entre las idas y venidas a Pisa, nuestras gestiones en la ciudad y los preparativos para nuestro traslado al palacio, apenas había visto a Anna éstos últimos cuatro días, por lo que está mañana temprano pedí a Satur que preparara nuestros caballos. El día parecía anunciar más el verano que la inminente primavera; el cielo era terso, azul, y el sol pegaba con fuerza. Como es habitual en ella, Anna salió vestida de hombre y así, apenas a las afueras, partimos a galope tendido dejándonos la ciudad y el río Arno a nuestras espaldas.

Atravesamos las suaves y onduladas colinas de un territorio entre Florencia y Siena denominado Chianti, en el que se mezclan el oro de los campos de grano, los viñedos y el verde de los bosques. De los perfiles de las colinas sobresalían los cipreses, que plantados a lo largo de los caminos se recortan contra el azul intenso del cielo. El zigzag de las carreteras que llevan a las diferentes granjas situadas en la cima de las colinas era anticipado por un serpentear de cipreses que recorrían el dorso de las mismas como si se tratase de su columna vertebral.

Cabalgábamos velozmente, y tras apenas una hora distinguíamos ya las siluetas de las torres de San Gimignano. Nos acercamos a un bosquecillo situado en el valle formado por la unión de dos colinas; parecía que habíamos llegado al paraíso terrenal. Escondido entre unos árboles había un pequeño claro de hierba verde iluminado por el sol y se oía el suave murmullo de un riachuelo. Nos apeamos y dejamos libres a los caballos, que tras beber del río pacían mansamente en la hierba. Le propuse a Anna tirar un poco de esgrima; tenía curiosidad por verla espada en mano, tras los halagos que le había prodigado su hermano la noche en que la conocí. Así que nos quitamos capas y sombreros y nos colocamos en mitad del prado. La espada de Anna es una de las más hermosas que he visto en mi vida; una ropera de guarnición de lazo, en la que la cruz y los gavilanes del complejo guardamanos está formado por unas ramas de roble alrededor de las cuales se enroscan dos serpientes que terminan mirándose la una a la otra con unos ojos formados por cuatro pequeñas esmeraldas.

–        Es un regalo de mi padre, lo único que tengo de él. Me la dio cuando ni siquiera podía aferrarla con las dos manos – me dijo Anna con una sonrisa.

Así pues nos preparamos para el combate; empecé a tantearla con tiradas fáciles y predecibles, que al principio rechazó sonriendo, pero al ver que yo seguía cruzando mi espada con la suya sin demasiada intensidad, la sonrisa se le borró de su rostro y un relámpago de furia pasó por sus ojos,

–        Per Bacco, Hernán, mi stai lasciando vincere, per caso? , dijo parándose y poniendo los brazos en jarras

–        ¿Ahora hablas conmigo en italiano? – dije riéndome

–        Sólo cuando me enfado… ¿no oíste lo que te dijo Tiziano? Sé tirar muy bien de esgrima, no me ofendas con estocadas enclenques para damiselas remilgadas, no soy una de esas nobles aburridas de la Villa. Así, que… ¡en guardia! – dijo saludándome con su espada.

 

El color de sus ojos se confundía con el de las dos serpientes de la empuñadura, que vistas desde mi perspectiva parecía que se reían al sacar a pasear sus lenguas bífidas de sus doradas mandíbulas. Así pues cruzamos nuestras espadas y comenzamos de nuevo la pelea; se movía con una agilidad asombrosa a pesar de su altura, respondía a mis ataques con astucia y cuando tiraba ella lograba ponerme en seria dificultad. El calor de mediodía nos hacía sudar copiosamente mientras la lucha aumentaba de intensidad; a turnos retrocedíamos hasta la linde del bosque, según quién atacaba en cada momento. Había perdido el lazo con el que se había recogido el pelo en una sencilla coleta, y ahora greñas sudadas se le pegaban a las sienes; era irresistible, sensual, no pude evitar distraerme mientras la observaba, por lo que tuve que retroceder hasta casi llegar a los árboles más cercanos, perdí mi espada y me giré de repente, fingiendo una herida que no tenía en la mano. Ella lanzó inmediatamente al suelo su ropera y vino corriendo hacia mí, “Hernán, ¿estás bien? ¿Te he herido?” Apenas noté que estaba a mis espaldas me di la vuelta, la abracé por sorpresa y caímos los dos al suelo. Era bellísima, tenía la frente perlada de sudor que relucía bajo los rayos de sol que se asomaban entre las ramas de los árboles; rayos que hacían brillar sus ojos color del mar, color de la hierba. Difícilmente creo haber mirado nunca una mujer con tanto deseo. Su respiración jadeante acababa con mis sentidos, veía relucir sus dientes en la boca entreabierta, distinguía el rosado de su paladar y de su lengua. Extraordinaria criatura, sentí la necesidad de decir algo: “Anna, creo que te…”; no me dejó acabar, puso un dedo sobre mis labios, “ssshhht, no digas nada, Hernán, no digas nada… demuéstramelo”. Advertí por su mirada que también ella me deseaba con la misma intensidad.

 

Nos besamos apasionadamente, pasando de un duelo de espadas a uno de cuerpos. Buscamos con ansia nuestra piel quitándonos con rabia las camisas. Agradecí al cielo la afición de Anna de vestirse de hombre; le quité la camisa pasándosela por la cabeza, y deshice el vendaje con el que comprimía su pecho. Hundí la cabeza entre sus pechos y saboreé cada centímetro de su piel mientras ella con urgencia tomaba mi cabeza con sus manos y la empujaba hacia abajo. Acepté su invitación con placer y deshice los lazos que cerraban sus pantalones; los bajé hasta que quedaron bloqueados por las altas botas, y hundí mi boca en su  sexo hasta encontrar el punto que le hizo arrancar gemidos de placer. Volví a subir con mi lengua hasta su ombligo, y esta vez fue ella la que con movimientos precisos bajó mis calzones y me guió hasta su interior. Empujé con fuerza hasta que noté que rompía su himen; vi reflejado en su rostro el dolor, y ella vio en el mío la sorpresa. Sí, Tiziano me había dicho que Anna había rechazado a todos sus pretendientes, pero no lograba creer, me parecía imposible que yo fuese el primero. Sonrió al ver mi cara y acompañó mis embestidas con movimientos precisos de sus caderas. No pude resistir mucho más, caímos rendidos en nuestro refugio privado hecho de hojas verdes y sombras de árboles.

 

Así, ridículamente a medio vestir permanecimos abrazados, en silencio, hasta que ella apoyó un codo sobre el manto de hierba y dibujó con su dedo índice cada una de las arrugas de mi cara, pasando por el ceño, la frente, la comisura de mis ojos y de mi boca. Siguió haciendo lo mismo una vez incorporada, con las dos manos, cerrando los ojos, dejando que sus dedos memorizasen cada centímetro de mi rostro. Acercó su boca a mi mejilla y susurró, “ahora te lo demuestro yo”, y con movimientos lentos terminó de quitarme las botas y los pantalones, hizo lo mismo con los suyos y volvimos a a amarnos, esta vez sin prisas, bajo el cálido sol de primavera.

Me besaba lentamente todo el cuerpo, mientras que con las manos me acariciaba con movimientos ágiles y expertos; no pude evitar abrir de par en par los ojos,

 

–        tú, hace poco, eras…

–        virgen, sí – respondió ella con esa voz suya tan particular, mientras continuaba besándome y acariciándome

–        entonces… ¿cómo es que sabes…?

–        ¿ésto? – dijo mientras sus caricias aumentaban de audacia – te recuerdo que soy una marchante… de arte… y que los cuadros… a mejor mercado… no son precisamente los que se pueden colgar… en el salón… para ser admirados… por las suegras durante sus visitas…

 

Sonreí al acordarme del Tiziano, casi legendario, que se rumoreaba tenía escondido por algún lado tu difunto marqués

–        He oído hablar de uno de esos cuadros… en la Villa… el marqués de Santillana decía que tenía… uno… – logré decir a duras penas mientras ella seguía acariciando, explorando, volviéndome loco

–        Venus y Príapo… se lo vendió mi madre… lo pagó una fortuna… pero… he visto… muchos más… más.. audaces…

 

Se puso a horcajadas sobre mí y comenzó a moverse, mientras pasaba las manos por mi pecho; no estaban nunca quietas, era como si la piel de sus dedos tuviese hambre de mi cuerpo, las pasaba por mi cuello, los hombros, los brazos, subía de nuevo a mi cara, y otra vez pasaba los dedos por las arrugas. Pensándolo bien, mientras lo hacía no las dibujaba, las borraba. A cada roce de sus dedos me sentía más ligero, ella iba borrando sufrimientos, malos recuerdos, angustia. Me incorporé y continuamos unidos, le apreté las nalgas con mis manos para sentirla aún más dentro de mí, hasta que, mucho más tarde, llegamos al clímax casi al unísono.

Nos estábamos vistiendo para volver; mientras Anna estaba lavándose en el riachuelo terminé de acomodar mis ropas y cogí una pequeña bolsita de terciopelo que había escondido en la silla de mi caballo. Oí que se estaba acercando, me giré para observarla venir hacia mí, ajustándose el jubón. Cuando llegó a mi lado vacié el contenido de la bolsita en mi mano

–        Te compré ésto en la ciudad, hace un par de días. Me lo vendió un orfebre de Ponte Vecchio, me aseguró que tiene más de cien años y que le dolía separarse de él, que era su anillo favorito. Imagino que es lo mismo que dicen todos los orfebres a quienes van a comprar un anillo para su mujer…

Mientras decía estas palabras le coloqué un anillo en su dedo anular. Era un anillo tradicional de compromiso en oro, dos finas manos apoyadas la una sobre la otra con toques de esmalte azul, blanco y rojo en las muñecas, donde se adivinan el final de las mangas de un vestido. Miró el anillo emocionada, sin saber muy bien qué decir; le acaricié la mejilla, “Anna, casarme contigo será una de las pocas cosas justas que he hecho en esta vida. Te quiero”, le dije depositando un beso sobre su mano.

Regresamos a Florencia cuando el sol empezaba a esconderse; Satur salió a la puerta para recoger nuestros caballos y llevarlos a las cuadras, y nada más darle las riendas me miró con una cara divertida,

–        Señor Hernán, ¿bonito paseo, eh? Uyuyuyyyyyy… ¡que le noto yo a usté muy relajao de mandíbula!¡Jajajaja!

Observé que no había nadie por la calle, ni cerca del portón del palacio, así que decidí gastarle una broma a Satur. Extraje mi daga del cinto a toda velocidad, la apoyé sobre su yugular mientras puse la peor de todo mi repertorio de malas caras. El hombre palideció al instante…

–        “pe..pe…perdone, señor Hernán, que no quería yo ofender ni a usté ni a su futura… que que que….. ¿QUE ME ESTA’ USTE’ TOMANDO EL PELO?” dijo apenas vio que yo cambiaba cara y me puse a reír mientras volvía a colocar la daga en el cinto.

–        ¡Relajadísimo, Satur, relajadísimo!

 

26

Florencia,12 marzo 1666

Querida Lucrecia,

apenas he podido dormir la pasada noche. Cuando terminé de escribir tu carta apoyé la pluma en el tintero y me quedé observando la noche y la silueta del campanario de Santa Maria Novella que se adivinaba a la sombra de la luz de la luna menguante. Notaba aún el sabor de Anna en mi boca, quería más, no me bastaba. Sí, lo sé, dentro de menos de una semana será mi esposa y me bastará alargar la mano y notarla cerca de mí, pero no podía soportar el hecho de estar solo en mi habitación mientras ella dormía poco más allá. No toqué mi cama, y a escondidas salí de mi cuarto, tanteando las paredes, pues aún no conozco bien esta casa; subí las escaleras hasta el tercer piso, sabía que su habitación era una de ésas pero con la oscuridad no me acordaba bien cual era. Crucé el pasillo rozando las puertas con las yemas de mis dedos, como si pudiese reconocer al tacto quien dormía al otro lado. Tras unos minutos me paré, era absurdo lo que estaba haciendo, y tampoco podía abrir una puerta tras otra; así que acaricié la última puerta delante de la que me paré y estaba a punto de irme cuando ésta se abrió, poco a poco. Allí estaba ella, vestía una simple camisa de noche, abrió un poco más la puerta y me hizo entrar… “no podía dormir… te esperaba sentada en el suelo, al otro lado de la hoja”.

Su habitación era modesta, el baúl estaba medio abierto y el eterno tubo de cuero descansaba apoyado a él. Todo era provisional, pues una vez casados ella dormirá en mi habitación; la mallorquina estaba medio abierta, la suya era una de las siete ventanas superiores que daban a la calle y de tarde en tarde se oían los cascos de algún caballo, o un carruaje que pasaba. Le quité el camisón en medio de la habitación, y la observé sin decir una palabra. Su cuerpo era perfecto, hasta sus defectos lo son, extraordinaria, maravillosa criatura; me desnudé deprisa y la empujé hasta el hueco de la ventana, besándola en los labios, las orejas, el cuello, mientras que con una mano le acariciaba la espalda y con la otra bajaba hasta su pubis. Repetí los movimientos de pocos días antes en la posada, esta vez sin telas de por medio, como deseaba; partía del coxis y subía hasta la base del cuello, piel contra piel, y con la mano derecha exploraba su sexo. Se apoyó contra el marco de la ventana, abrí sus muslos y la penetré poco a poco; ella cruzó las piernas detrás de mí y la llevé en volandas hasta la cama.

Comenzábamos ya a saber cuáles eran los juegos que más nos satisfacían, y cómo obtener placer el uno de la otra. Era como remontar sedientos el cauce de un río y comprobar que nacía de un manantial inagotable de agua cristalina. Cada encuentro con ella me sorprendía, llegábamos a alcanzar vetas de placer que nos parecían imposibles de superar, y sin embargo lo hacíamos, ahogando nuestros gemidos mordiendo las almohadas o besándonos aún más profundamente, así una y otra vez.

Dejé su habitación al alba; estaba acurrucada en la cama, cubierta con la sábana, me recordaba un animalillo salvaje en su guarida. Salí al pasillo y bajo la tenue luz que se filtraba de las ventanas pude adivinar la silueta de un jarrón con flores; quité una espléndida rosa roja, volví a entrar en su habitación y la apoyé sobre la almohada. Regresé a la mía y me tumbé sobre el lecho intacto, crucé las manos detrás de la cabeza y me puse a observar los extraños dibujos del techo, los motivos vegetales, las guirlandas y plantas que se entrelazaban en formas sinuosas, flores y frutos que se mezclaban con máscaras, aves extrañas y finos candelabros; pintados de vivos colores, blanco, verde y un rojo muy peculiar, llamado “pompeyano”. Pensé a la historia que me contó Anna de cómo tales maravillas permanecieron ocultas bajo toneladas de escombros hasta que alguien lo bastante curioso y loco como para dejarse bajar por estrechas aberturas descubrió a la luz de su antorcha lo que llevaba milenios escondido. No pude evitar compararme a una de esas ruinas, un viejo palacio imperial lleno de tierra, basura y excrementos de murciélagos hasta casi la bóveda, y cómo alguien se ha colado a través de un resquicio trayendo consigo la luz. No voy a ser tan presuntuoso como para pensar que escondo algo tan precioso como esas pinturas, pero no puedo evitar pensar cómo sería si la vida me hubiese tratado de otra manera; ¿recuerdas nuestra conversación sobre “mi mala sangre”?

No pude evitar quedarme dormido, por lo que cuando bajé al salón para  desayunar estaban ya todos sentados desde hace un buen rato. La puerta que daba al jardín estaba abierta, y a través de ella pude distinguir a Satur que jugaba con los niños a algún juego nuevo con el que los críos se divertían mucho, él un poco menos, pues los gemelos colgaban de su espalda, y Gonzalillo lo estoqueaba de vez en cuando con su espada de madera. Saludé a todos y me acerqué dónde estaba Anna, le dí un beso en la mejilla y le acaricié la barbilla; cuando se giró me dí cuenta de que llevaba el pelo recogido en un simple moño, y que se había adornado el peinado con la rosa que le dejé esa mañana en la cama.

Como era costumbre ella y Gonzalo hablaban acaloradamente sobre temas de los que lograba con dificultad captar el sentido; ellos dos eran los únicos del grupo que tenían una vasta cultura y Gonzalo se daba en cuerpo y alma en estas discusiones pues ella era una de las pocas personas que había encontrado en su vida capaces de seguir el hilo de sus razonamientos o de proponer otros aún más complejos. Yo los observaba divertido, como todas las mañanas; cruzaba una pierna sobre la otra y mientras pelaba una manzana los miraba y prestaba atención para intentar entender algo, aunque la mayoría de las veces me daba por vencido y centraba toda mi atención en estudiar las facciones de Anna para memorizar con mis ojos su rostro, como ella había memorizado el mío con sus manos.

Hoy Anna hablaba sobre el mejor artista que había dado la ciudad de Florencia, Miguel Ángel, y explicaba con furia en los ojos cómo hace poco menos de cien años el Papa había mandado cubrir el sexo de las figuras desnudas de su obra maestra, los frescos de la Capilla Sixtina. No lograba entender qué tenían de obsceno esas figuras, comisionadas por el más ilustre miembro de la familia della Rovere, Julio II. Ella sostenía que el cuerpo humano desnudo no es obsceno en cuanto Dios creó a los hombres a su imagen y semejanza y que por tanto representar personajes bíblicos desnudos era una representación de la divinidad del cuerpo humano, único ser vivo de la tierra al que Dios había concedido tal privilegio. A este punto Gonzalo saltó como impulsado por un resorte; su ateísmo era conocido por todos y creo que la misma Anna se divertía a  provocarlo sacando el tema, y aseveró que, en caso de que existiese una divinidad, ésta se muestra en todas las criaturas de la naturaleza, no exclusivamente en el hombre, tal y como creen ciertos pueblos en oriente que por tal motivo no comen ningún ser vivo e incluso piden perdón por quitar de la tierra los pocos vegetales que les sirven de sustento.

–        Un día de estos os quemarán como herejes – les dije señalándolos con el cuchillo que estaba usando – pero no os preocupéis, llegaré en el último momento cual ángel caído vestido de negro, cabalgando sobre un negro corcel para salvar vuestros cuerpos, que no vuestras almas que para mí ni el Redentor en persona las puede salvar. ¡Jajajaja!

Me miraron entre divertidos y extrañados, y continuaron su encendida discusión como si nada, mientras yo terminaba de desayunar. A los pocos minutos entró el lacayo trayendo una carta que entregó a Tiziano. Éste la abrió, leyó detenidamente el contenido y se la pasó a Anna,

–        parece ser que vamos a conocer a nuestra “hermana”. Su excelencia Leopoldo dei Medici nos invita al Teatro de la Pérgola – dijo Tiziano.

–        “Estimado Tiziano, tengo el placer de invitarle a usted y a sus allegados a una representación musical mañana 13 de marzo en el Teatro de la Pérgola. Les dejo a su disposición mi palco privado. Será un honor poder conocerles y presentarles a los Grandes Duques. Firmado: Leopoldo dei Medici” – leyó Anna en voz alta.

–        Y finalmente podrás encontrarte cara a cara con él – apunté yo

–        “Podremos”, Hernán. Tu vienes con Anna, ya que eres su prometido. Además quiero que vengan también Gonzalo y Margarita. Tenemos que estar con los ojos bien abiertos.

–        Veo que te fías de ellos tan poco como yo

–        Hernán, no me fío de ellos, pero los necesito. Seré sincero, me puedo ir olvidando del Ducado de Urbino si los Medici no me dan una mano.

–        Puede ser que quieran sólo ser corteses, ¿no? – dijo Margarita

–        He tratado con gente cómo ellos toda mi vida – dije – . Te puedo asegurar que son corteses sólo si les conviene. Tiziano, ¿cómo son las relaciones del Gran Duque con el papado?

–        En teoría siempre tensas, desde que hace años Urbano VIII mandase un ejército para corroborar el deseo de nuestro abuelo de cederle el ducado; no quería ni ceder a Vittoria las obras de arte que pertenecen desde hace siglos a los della Rovere. Tras años de negociaciones finalmente el papado ha cedido y tales obras han pasado a formar parte de la colección que Leopoldo ha instalado en los Uffizi y en Palazzo Pitti.

 

Así pues mañana tenemos algo que hacer, ir al teatro aunque sospecho que el espectáculo más interesante no lo veremos en el escenario.

27

 

Florencia, 14 marzo 1666

Querida Lucrecia,

Se esta aproximando el alba, la advierto por un ligero cambio en la tonalidad del cielo detrás del campanario de Santa Maria Novella. Me gusta observar el paso de la noche al día, o del día a la noche; es algo que estoy aprendiendo a hacer desde que ha comenzado esta nueva vida de ocioso vagabundear. Nunca he tenido tiempo de hacerlo antes, estaba siempre demasiado ocupado, dando caza a algún criminal, cumpliendo ordenes o mendigando tu afecto mientras me regalabas tu cuerpo.

He cogido la pluma, me acaricio con ella la barbilla mientras pongo en orden mis pensamientos antes de escribir; la observo en nuestra cama; la despertaré dentro de poco para que vuelva a su habitación aunque no sé porque seguimos con esta representación, lo saben todos ya que hacemos vida de casados aunque no hayamos recibido aun la bendición de La Santa Madre Iglesia; será el próximo viernes, día de San José. Los preparativos han retrasado un poco la fecha; yo le dejo hacer a Anna, ha formado una especie de grupo conspirador con Margarita e Irene, van y vienen de visitas a sastres, floristas y sacristías, aunque hay veces que un observador extraño a la familia no sabría decir quien es la esposa, pues de las tres Anna es la menos nerviosa. Imagino que Irene y Margarita se han volcado en estos preparativos para suplir lo que les faltó en los propios enlaces; Irene se casó de escondidas, sin nadie mas que su marido, un misero cura de pueblo, en una ermita y con dos parientes de Martín como testigos. En el matrimonio de Margarita con Gonzalo lo que faltaron fueron los maravedíes y no pudieron permitirse más que una sencilla ceremonia en San Felipe y una comida en la taberna de Cipriano.

El buen Cipriano… un caso de metamorfosis sólo comparable al mío, diría. Si yo he pasado de ser el ser más odiado por esta familia a ser, no digo amado, sino aceptado, el tabernero de la Villa pasó de ser el conejo más grande de la misma a un león equiparable al mismísimo Ricardo Rey de Inglaterra. Cherchez la femme, dicen los franceses; en el caso de Cipri su cambio de carácter lo forjaron dos mujeres, Inés y Catalina. A pesar de que se volvió prácticamente loco tras la desaparición de su primera mujer, la presencia constante de la última le ayudó a salir de su letargo y a despertar su coraje dormido, que salió a la luz cuando le llegó la noticia de que Matilde, la niña que había adoptado con Inés, estaba retenida y era explotada por la familia a la que la mujer había entregado la pequeña para que cuidase de ella. Como siempre vino antes a los calabozos a pedirme ayuda, y como era mi costumbre por aquel entonces lo despaché de malos modos; le dije: “tabernero, mírame, ¿llevo acaso una cofia negra, visto un hábito, hay fuera en la puerta un cartel con escrito “orfanato”? No, ¿verdad? Pues sal por dónde has venido, tengo cosas más importantes de las que ocuparme”. No dije ninguna mentira, pues por esos tiempos mi amigo el Águila Roja acababa de desbaratar un plan perfecto que tenía para apropiarme de un cierto cargamento de oro que venía de las Indias, acababa de eliminar a todos los hombres que formaban el convoy y si me hubiese denunciado a la Corona habría terminado colgando por el cuello desde las almenas del Alcázar.

Así pues mi respuesta despertó al león dormido, o quizás el hombre estaba harto de vivir recibiendo negativas y bofetadas, y él solito se fue hasta la casa en la que era explotada la niña, dio una buena tanda de palos al explotador dejándolo tullido para el resto de su vida y se llevó la cría en volandas. Al poco tiempo se casó con Catalina, fueron una familia feliz y gobernó con mano firme la misma y su negocio, hasta que tuvimos que irnos de la Villa y dejaron que la chica los dejase para cumplir su destino de ser la mujer de Alonso.

Lo siento, estoy divagando. Como decía no faltará nada en nuestro enlace, aunque a nosotros dos no nos importan demasiado el vestido de ensueño, la iglesia engalanada, los músicos y el banquete digno de un emperador.

El sol ha salido ya, acabo de mandar a Anna a su habitación; la he despertado con un beso en la frente y cuando ha abierto los ojos le he preguntado, “¿les he hecho una buena impresión a tus parientes?”. Ella ha esbozado una sonrisa, “la mejor de las posibles, tras la recepción en palacio si Leopoldo hubiese podido te hubiese sacado los ojos con la cucharilla del café… Gracias, amor mío, teníamos que hacerles ver que no somos los parientes tontos a los que pueden manejar a su antojo y que no estamos solos…”; le sonreí también, la levanté de la cama y tras admirarla como si fuese una de las muchas venus de mármol que tienen los Médici en su suntuoso palacio la vestí con su camisón y su bata. La acompañé a la puerta y la deje ir, y al volver a mi escritorio hice un rápido cálculo del tiempo que faltaba para que no tuviese que abandonar nunca más mi habitación, o yo la suya… otras cinco noches, con sus ciento veinte horas y siete mil doscientos minutos. Las dos horas sucesivas las pasaría recordando los hechos de la pasada noche, la invitación al teatro y la recepción en Palazzo Pitti “para pocos íntimos” con la que terminó la velada.

Nos recogió en casa un suntuoso carruaje con el escudo de armas de los Médici, ornado con cinco bolas rojas y una dorada. Nos habíamos vestido, como lo exigía la ocasión, con nuestras mejores galas; el trayecto no era demasiado largo, poco más de un par de millas, y pudimos observar el magnífico grupo formado por el baptisterio y la catedral con su enorme cúpula. A pesar de llevar ya algún tiempo en Italia no dejaban de sorprenderme los vivos colores de los mármoles que adornan las iglesias en su exterior, blanco y verde, sobretodo comparándolos con la monotonía de la piedra en las construcciones españolas. Apenas pocos minutos después llegamos a la puerta del teatro, bajamos y entramos en él; entregamos nuestra invitación a un lacayo en librea quien, tras hacernos pasar por el vestíbulo lujosamente decorado y hacernos subir por unas escaleras nos condujo a un pasillo al que daban varias puertas. Abrió la última de ellas, al final del pasillo, cuya puerta tenía el número uno, era nuestro palco. Se trataba de una especie de pequeño balcón apenas encima del escenario, desde el que se tenía una visión perfecta del mismo, la platea y los demás palcos. Me sorprendió el lujo y la riqueza que desprendía todo el conjunto; yo no había frecuentado más que las corralas de comedia de la Villa, y nunca para gozar del espectáculo, sino para garantizar la seguridad del Rey Felipe, a quien le agradaba en sobremanera mezclarse de incógnito entre el pueblo para asistir a las comedias de Lope, sobretodo cuando su principal amante era aquella actriz a la que el pueblo bautizó como “La Calderona”. Ante mis ojos el público de la platea no se sentaba sobre unos simples bancos de madera, sino en cómodas butacas, y alrededor de la misma, a forma de herradura, asomaban tres pisos de palcos. El telón escondía el escenario, y lo que en España no era más que una simple tela que separaba el mismo de la platea (cuando había uno) aquí era una magnífica obra de arte, una pintura que representaba la ciudad de Florencia y el río Arno. Pero la diferencia que más llamaba mi atención era el público; no había prácticamente nadie del pueblo, sólo algunos servidores de las grandes personalidades presentes en la sala se sentaban en los bancos del cuarto y último piso, el gallinero, mientras que las elegantes damas y distinguidos caballeros que ocupaban el teatro estaban ocupados en ver y hacerse ver, visitando a los habitantes de los varios palcos, o señalándose descaradamente los unos a los otros. Nos sentamos en los asientos disponibles y nos dimos cuenta de que pasamos a ser el tema principal de las conversaciones, a juzgar por las miradas y los cuchicheos; se estarían preguntando de dónde habíamos salido y quienes éramos. Todo dentro de ese teatro era una demostración ostentosa de lujo y poder, cuyo centro era el palco principal que ocupaba el primer y el segundo piso, posicionado justo en el centro del arco de la herradura y en el que se acomodaron, cuando ya estaban todos los demás asientos y palcos ocupados, el Gran Duque de Toscana y su familia. No pude distinguir bien las facciones de los ocupantes desde donde estábamos; el Gran Duque estaba acompañado de sus tres hermanos y de su mujer, la hermanastra de Anna. Uno de ellos dirigió su mirada hacia nosotros, e inclinó ligeramente la cabeza, saludándonos; era sin lugar a dudas Leopoldo y tras ese gesto, tan leve que podría haber pasado desapercibido, los cuchicheos se transformaron en un gran murmullo, ¿quiénes eran esos desconocidos que ocupaban el palco privado del gran Leopoldo? ¿Por qué los había saludado?

Entró el director de la orquesta, saludó respetuosamente al Gran Duque con una reverencia hacia el palco principal y comenzó la música cuando aún los murmullos no se habían acallado; el son de trompetas y fanfarrias abría la tocata inicial de la obra. La acústica era excelente, llegaba a nuestros oídos claro y diáfano el sonido de cada instrumento, se levantó el telón y apareció ante nuestros ojos una elaborada puesta en escena: en el escenario habían reproducido un elegante jardín y un templete circular. En el centro del mismo se encontraba una mujer, vestida con un complicado traje de escena según la moda de principio de siglo, cuando se escribió la obra. El suave sonido de las violas y los instrumentos de cuerda a los que se unieron las flautas dieron paso a las primeras notas que salieron de la boca de la cantante, ésta, que representaba la música, nos transportó a otro mundo introduciendo el tema de la ópera, de cómo Orfeo, el favorito de los dioses que era capaz de amansar incluso las fieras más salvajes con el sonido de su lira, bajó hasta el averno para recuperar a su amada esposa.

A pesar de que el espectáculo era tal como para no quitar los ojos de cuanto sucedía en el escenario, no pude evitar el viejo gesto de controlar con la mirada los movimientos del público; al llegar al palco de los duques me di cuenta de que Leopoldo miraba ensimismado hacia donde estábamos, fijaba su mirada en Anna mientras se tocaba los bigotes con gesto distraído. Levanté el brazo apoyándolo en el respaldo de su silla en un gesto protector, sin apartar los ojos del palco ducal y él, al darse cuenta de mi gesto, dibujó una media sonrisa en su rostro sin dejar de atusarse los bigotes, como un gato que se relame de gusto ya antes de atacar a su presa.

Al finalizar el primer acto el público aplaudió con la calma de quien está habituado a ver representaciones de tal magnificencia, por lo que los aplausos entusiasmados de Margarita se alzaron apenas unos pocos decibelios más que los del resto de la sala, gesto que bastó a la nobleza toscana a recordar que había novedades en el palco número uno. Margarita enrojeció hasta la raíz de los cabellos al darse cuenta de que todos la estaban mirando y dirigió su mirada hacia Anna, “¿he hecho algo que no debía?”, dijo. Ella sonrió y le acarició el brazo, “simplemente ser la mujer más bella que han visto nunca en este teatro. No les hagas caso, somos la novedad, es normal que nos miren”.

El segundo acto se cerró con la sinfonía en tonos más lúgubres, pues una mensajera acababa de traer a Orfeo el anuncio de la muerte de su amada Eurídice; aún resonaba en nuestros oídos la triste melodía de los instrumentos de cuerda y las percusiones que preanunciaban el paso en el acto sucesivo al mundo de los infiernos, cuando se abrió la puerta de nuestro palco y un lacayo hizo entrar al mismo Leopoldo. Los aplausos fueron aún más leves que al final del primer acto y el rumorear del público era tan quedo de parecer que estábamos más en una iglesia que en un teatro; todos estaban pendientes de lo que pasaba en el palco número uno y aunque lo que se decía en él como mucho podría ser oído por nuestros vecinos todos querían aprovechar la ocasión de saber quienes eran los misteriosos huéspedes de Leopoldo.

–        Signore della Rovere, finalmente tengo el placer de estrechar su mano, – dijo su Excelencia.

–        Excelencia, le presento a mi hermana Anna

–        Excelencia, dijo ella respetuosamente inclinándose; el hombre la levantó de inmediato y la saludó con dos besos en la mejilla. No se oía el vuelo de una mosca en todo el teatro,

–        Por favor, llámeme Leopoldo, somos prácticamente de la familia. Vuestra fama es casi par a vuestra belleza

–        ¿Mi fama?

–        No seáis modesta, es imposible para un aficionado a la pintura y la escultura no conocer el buen hacer primero de vuestra madre y después el vuestro como marchante de arte; es más, un par de veces habéis conseguido para vuestros clientes obras que quería añadir a mi colección. Cuando gustéis estaría encantado de mostrárosla – dijo sin apartar sus manos y su mirada de ella. Tiziano lo interrumpió con el pretexto de presentarnos a los demás.

–        Excelencia, el prometido de Anna, Hernan Mejías, su hermano Gonzalo de Montalvo y su mujer, Margarita Hernando.

 

Pasó a tomar las manos de Margarita y tras un elaborado besamanos dijo

–        Somos afortunados al tener entre nosotros la mujer más bella del reino de las Españas, Rembrandt no hizo más que hablarme de la belleza sin par de una mujer que conoció en el palacio del Marqués de Santillana; lo dejasteis tan impresionado que mientras me hablaba de vos me dibujó un boceto en carboncillo. Os he reconocido al instante.

Tras saludar a Gonzalo y a mí con un simple, “señores” nos dijo que al final de la representación, el Gran Duque y la Gran Duquesa iban a dar una pequeña recepción en palacio y que estábamos invitados a la misma, en ella nos presentaría oficialmente al resto de la familia ducal, en un ambiente privado y “lejos de oídos indiscretos”. Se retiró tan sigilosamente como llegó y automáticamente aumentó el volumen de las voces en la sala, había novedades que comentar y conjeturas sobre las cuales construir los cotilleos de los próximos días.

Tomamos de nuevo asiento, y nos miramos con temor de abrir la boca para exprimir las sensaciones que nos había dejado la visita de tan ilustre personaje. Gonzalo rompió el hielo:

–        Pues si quiere añadir a su colección el retrato que hizo Rembrandt a Margarita que se vaya olvidando, no se lo doy por nada del mundo, tendría que pasar por encima de mi cadáver – dijo guiñando el ojo a su mujer.

–        ¿Lo tienes tú? ¿Dónde lo has tenido todos estos años, que no lo he visto nunca? – dijo Margarita abriendo los ojos como platos.

–        Es una larga historia… te la contaré a solas – respondió riendo y besando la mano de su mujer.

–        Hernán, Gonzalo – dijo Tiziano – por lo que dicen al Gran Duque no le gustan mucho las mujeres, pero parece ser que a su hermano sí. Va a empezar el tercer acto, relajémonos y gocemos del espectáculo.

 

Desgraciadamente no pude seguir el consejo de Tiziano, al menos por algunos minutos; no hacía más que pensar en la reciente visita, y en ese hombre que seguía observando Anna descaradamente desde el palco principal. Se mezclaban en mi espíritu la sensación de peligro con las tristes notas de Orfeo y el tono del bajo que representaba a Caronte, el barquero del Infierno. ¿Qué es lo que quiere? Estaba muy claro que muchas cosas sobre nosotros y de nuestra anterior vida en España, pero ¿cuánto sabía? Deseché la idea de que supiera algo sobre quienes éramos en realidad, pero la sensación de que algo perseguía si antes de conocerlo era una corazonada ahora era una certeza. Todo en él me disgustaba: su apariencia, los ojos saltones, los labios gruesos y la nariz prominente pero sobretodo la manera en la que miraba a Anna, y reconocí esa sensación, esa punzada en el corazón y el sabor agridulce que dejan los celos en la boca. No me calmó ni siquiera el suave sonido de la lira de Orfeo, que apiadó hasta los dioses del infierno.

Tras otro entreacto la representación llegó a su fin, y al terminar las notas de la moresca final, me dí cuenta de que el palco ducal estaba vacío. Apenas comenzaba a vaciarse la sala cuando se presentó el lacayo que nos acompañó de nuevo hasta la salida y al carruaje. Éste se desplazó lentamente por las calles de la ciudad pues las inmediaciones del teatro estaban completamente abarrotadas por otros carruajes; atravesamos el río Arno, y vimos por la parte derecha las luces de Ponte Vecchio que se reflejaban en él; subimos el margen del río, tras unos minutos el carruaje giró a la izquierda y en pocos momentos llegamos a una gran plaza, y delante de nosotros se alzaba majestuoso Palazzo Pitti. El carruaje entró por el gran portón central, hasta que llegamos a un patio en el que unas grandes escaleras llevaban hasta los pisos superiores. Se oía en la noche oscura el suave murmullo de una gran fuente; Anna me aseguró que al otro lado  del patio se extendían un jardines majestuosos, los jardines de Bóboli, que eran el orgullo de la ciudad.

Fuimos conducidos al primer piso donde nos esperaban, en un saloncito con vistas a los jardines, el Gran Duque Ferdinando, su mujer Vittoria y  los otros  tres hermanos de éste, Leopoldo, el hasta hace poco Cardenal Giovanni Carlo y Mattias, general del ejército. Este último era la nota discordante del grupo, alto, bien parecido y de complexión fuerte, saltaba a la vista que lo suyo era el duro ejercicio militar y no la vida acomodada de la corte, mientras que los demás hermanos compartían los rasgos que habían llamado mi atención, los labios carnosos con el inferior que sobresale ligeramente, los ojos saltones y  una importante nariz. Mientras que la mirada del Gran Duque me recordaba más la de un perro grande y tranquilo la de Giovanni Carlo, como la de Leopoldo, asemejaba más a la de una rapaz. Ni siquiera agudizando mi atención y mi imaginación al máximo fui capaz de encontrar ningún parecido entre los recién encontrados hermanastros. Vittoria della Rovere era una mujer algo rechoncha, de grandes ojos oscuros y almendrados, cabellos castaños peinados en unos rizos que recaían sobre la cara llena y la doble barbilla. Me recordaba una niña que se encontraba a disgusto en el cuerpo de un mujer o a una mujer eternamente niña, vestida y adornada como lo haría una chiquilla a su muñeca favorita, con un gran collar de perlas y los dedos regordetes llenos de anillos.

Y como una chiquilla, tras las presentaciones de rigor, corrió a los brazos de Anna, le dio dos besos y la abrazó; dejó que Tiziano le besara la mano y dijo

–        El Gran Duque y yo os damos la bienvenida, queridos hermanos míos. Siento mucho que las circunstancias hayan impedido el habernos encontrado antes, espero que os quedéis en nuestra ciudad el tiempo necesario para conocernos bien, ¿verdad querido? – dijo mirando a su consorte

–        Sí, sí, espero volver a verles pronto en palacio, yo me retiro, les dejo en manos de mis hermanos, sé que tienen muchas cosas que hablar – y con estas palabras dando un gran bostezo el Gran Duque se retiró apoyándose al hombro de un joven paje que lo esperaba en la puerta.

 

Saludamos y nos quedamos mirándonos los otros a los otros, la Duquesa miraba de un lado a otro sin saber muy bien qué decir hasta que soltó una risita, os pido disculpas, está cansado, hoy ha tenido una jornada de trabajo muy dura…. Margarita, ¿queréis que os enseñe mi colección de porcelanas? Margarita no sabía qué decir, le costaba trabajo entender el italiano, pero Gonzalo entró al quite y se ofreció como acompañante y traductor. Tiziano y Anna, mientras tanto, entablaron conversación con Giovanni Carlo y Mattias, por lo que me quedé cara a cara con el zorro en persona… por lo menos podría estudiarlo de cerca.

 

–        ¿Os ha gustado la obra, Hernán? Permitid que os hable en español, me gusta hablarlo apenas tengo ocasión – dijo con una sonrisa.

–        Sí, me ha gustado, excelencia.

–        ¿Creéis que ha hecho bien Monteverdi en cambiar el final del mito?

 

Dijo aumentando aún más su sonrisa al ver que Anna se unía a nuestra conversación. Bueno, empezaba a ver claro cuales eran sus intenciones, quería humillarme,

 

–        Lo siento, excelencia, es la primera vez que veo la obra y no he tenido ocasión de conocer el mito en el que se basa; no soy un hombre de letras, sino de armas.

–        Vaya, una pena, bueno ahora tenéis una excelente maestra, si queréis cultivaros – mientras decía esta frase sonrió a Anna –  ¿Servistéis en el ejército?

–        Si, aunque por poco tiempo. He sido el comisario de la Villa de Madrid durante muchos años.

–        ¿Sólo un comisario? Creía, por vuestro porte y vestimenta que eráis de alta cuna.

–        Mi cuna fue de las más altas, excelencia, pero al bajar de ella me caí y terminé en medio del pueblo. Os lo aconsejo vivamente, el vivir entre el pueblo agudiza el ingenio… y el valor.

 

Dije esta ultima frase con la intención de herir su vanidad y acerté de pleno, ya que me dí cuenta de que por pocos instantes la sonrisa se heló en su rostro y me lanzó una mirada de odio, que cambió enseguida por otra sonrisa lánguida dirigida a Anna.

–         Espero con ansia poder enseñaros mi colección de cuadros y esculturas; desgraciadamente la falta de luz me impide hacerlo en este momento, acabo de disponer los cuadros que han llegado de Urbino en una galería dedicada.

–         ¿Os referís a los cuadros de mi familia? – dijo Anna esbozando la mejor de sus sonrisas

–         Nuestra, nuestra familia, querida Anna. No olvidéis que vuestra hermana es una Médici por parte de madre, digamos que ahora están en el mejor de los sitios posibles… ¿o hubiéseis preferido que pasaran a formar parte de la colección de los Barberini o los Borghese?

–         Puestos a elegir… desde luego mejor en este espléndido palacio, excelencia.

–         Cuando queráis venir, Anna, hacedmelo saber, dejaré todo lo que esté haciendo para dedicarme a ser vuestro Cicerone. Con vuestro permiso, voy a rescatar a vuestros familiares del amoroso abrazo de mi cuñada… su colección de porcelanas tiene más de cinco mil piezas, y si quiere enseñarles todas no regresaréis a vuestro palacio hasta pasado mañana.

 

Tras estas palabras, y sin tan siquiera esbozar un saludo hacia mi persona, salió del saloncito al mismo tiempo que entraron Gonzalo y Margarita. Presentamos nuestros respetos a los presentes y salimos de palacio; una vez en el carruaje le preguntamos a Tiziano qué tal fue su conversación con los otros dos hermanos del Gran Duque:

–         parece que están de mi parte. Giovanni Carlo odia cordialmente a Papa Alejandro VII desde que éste lo destituyó como cardenal a raíz de  ciertos rumores que circulaban en Roma; se decía que él era algo más que el consejero espiritual de la Reina Cristina de Suecia, que vive allí desde hace algunos años, tras haber renunciado a la corona de su país y al protestantismo. Por otro lado Mattias quiere terminar lo que empezó; derrotó ya a los ejércitos del papa hace algunos años, pero por cuestiones políticas tuvo que dejar escapar la presa y no se adjudicó ningún territorio.

–         Ellos dos están de tu parte, Tiziano… y Leopoldo, ¿de qué parte està?- dije pensativo.

–         Por lo que he podido ver – aseveró Gonzalo – exclusivamente de la suya… sea la que sea.

 

28

 

 

Florencia 15 marzo 1666

Querida Lucrecia,

Júpiter Pluvio ha caído en la cuenta de que aún no ha comenzado la primavera, y que los calores de los últimos días habían llegado a deshora, por lo que ha permitido que Borea sople de nuevo desde el norte, bajando considerablemente la temperatura. En casa todos estaban recogidos puertas adentro, y desde mi ventana se veía sólo a Martín que trabaja podando uno de los limoneros del patio. Bajé, no tengo muy claro el por qué. No me cubrí con ninguna capa, me bastaba un cálido jubón invernal, abrí la pequeña verja y la puerta que daba al patio con movimientos rápidos para no dejar escapar el calor del interior y para no tener que oírme los lamentos de Satur sobre lo peligrosas que son las corrientes de aire.

Paseaba por el patio con pasos lentos, Martín se giró y me saludó con un gesto casi imperceptible de la cabeza mientras continuaba trabajando en el árbol, subido a una pequeña escalera gracias a la cual podía llegar a todas las ramas.

–        No tienes por qué encargarte tú en persona del jardín, Martín. – le dije. Una frase estúpida como otra cualquiera para empezar una conversación

–        Así hago algo. He trabajado duramente toda la vida, no sé estarme de brazos cruzados – dijo sin dejar de mover las grandes tijeras y arrancar ramas secas.

–        Ahora tienes otras responsabilidades, Martín. Tienes que cuidar de tu familia, estamos expuestos a peligros. Hay que estar alerta para defendernos de los ataques de nuestros enemigos.

–        ¿Y quiénes son?

–        Pueden ser conocidos, pueden ser muchos, o pocos, o incluso ninguno. Quizás los hayamos dejado atrás en Liguria, o quizás aún tengamos que encontrarlos – dije mientras jugueteaba con una de las ramas que estaban en el suelo. Él frunció el ceño y siguió trabajando.

–        Era más fácil antes, cuando sabía quien… – se detuvo, dejó la frase sin terminar en el aire y se puso a podar de nuevo.

–        Cuando sabías que el enemigo era yo. Te entiendo, Martín. Como tu estás ahora empezando a entender la vida de los nobles o de quien goza de una posición social cómoda. No hay que preocuparse de cómo llenar el estómago, las presiones son de otro tipo, hay que estar alerta, si no un día sin darte cuenta, de repente, cuando estás con la guardia bajada quien menos te lo esperas te hiere en donde más te duele…  – dejé perder la mirada más allá del muro del jardín, volviendo atrás en el tiempo, hasta darme cuenta de que tras muchos años volvió a mis labios un nombre… – Leonor…

 

Martín bajó de la escalera y dispuso las ramas caídas en un haz que ató con una cuerda; me miró sin saber muy bien qué decir, mientras seguía pensativo. No se lo había contado nunca a nadie, sólo los que fueron mis hombres más veteranos allá en la Villa puede que recuerden algo de aquella historia, que me he esforzado en ocultar e ignorar. Miré a Martín y me dije, “¿por qué no?”. “Martín, voy a contarte una historia…”

“Me nombraron comisario de la Villa muy joven, mucho más de lo habitual en esos casos, pero había demostrado ser un buen lugarteniente del comisario García, era ambicioso, capaz de todo y al morir de repente el comisario al Comendador le pareció una buena idea darme el puesto. Otros oficiales lo pretendían, y sabía que algunos de ellos no me miraban con buenos ojos, pero nadie dio signos de impaciencia. O por lo menos no fui capaz de darme cuenta. Mi brazo derecho era el oficial con más años de servicio, Alcántara; rápido de reflejos a pesar de la edad, respetuoso y buen camarada. En poco tiempo pusimos orden en la Villa, metimos a buen recaudo dos peligrosas bandas de salteadores de caminos y un relativo orden reinaba por las calles incluso a altas horas de la noche. Esos meses fueron como un espejismo, lo que podría haber sido nuestro reino con un poco de viento a favor: la última cosecha había sido extraordinariamente buena, los corsarios fracasaron varios tentativos seguidos de hacerse con nuestras naves con las bodegas repletas de oro de las Américas, el nuevo valido del rey se había tomado en serio poner un poco de orden en las desastradas arcas del estado, y algo del oro que entraba por Sevilla hasta lograba quedarse en el país por lo que un cierto bienestar se palpaba en el pueblo aquellos primeros meses en mi puesto de comisario de la Villa… no me mires así, Martín, es verdad. Eras demasiado pequeño, no habías venido aún a la Villa, y además duró poco. Como todo espejismo se disolvió bajo el sol, pero esa es otra historia.

 

Una vez terminada la parte más dura del trabajo mi vida entró en una especie tranquila rutina, y no pasaba noche sin que fuera con Alcántara a cenar a la Taberna del Ciervo, detrás de la Plaza Mayor, en Cuchilleros. Nuestros hombres sabían dónde encontrarnos en caso de necesidad, pero fueron pocas las veces que interrumpieron nuestra cena. Hablábamos de lo que había sucedido durante el día y me daba buenos consejos sobre cómo establecer la disciplina en el grupo, cuales trabajos asignar según a cual de mis esbirros. Nos servía siempre la sobrina del mesonero, una muchacha tímida que acababa de llegar del pueblo y que nos atendía con cortesía y discreción. Se llamaba Leonor, y en algunos aspectos Irene me recuerda mucho a ella; a fuerza de verme todas las noches fue venciendo su timidez, y hasta cogió valor como para traerme en persona la comida cuando tenía trabajo y no salía de los calabozos.

 

Su presencia me hacía bien, era una especie de bálsamo, unos momentos de calma que apreciaba hasta que llegó a convertirse en una cita cotidiana. La muchacha me gustaba, me sentía atraído por ella, pero no quería aprovecharme del sentimiento que era obvio ella nutría hacia mí. Los instintos los tenía bajo control, pues el Rana me proporcionaba compañía cuando lo requería; un negocio a la par, mis necesidades satisfechas y el local libre de redadas escandalosas. Si alguien buscado por la justicia quería echar una canita al aire en el local del Rana apenas ponía un pie en la calle siempre pasaba casualmente una patrulla por los andurriales y se lo llevaba directo a los calabozos; como diría el maestro “quid pro quo”.

 

Un día Leonor tenía que traerme la comida, pero no apareció. Al llegar a la Taberna esperaba encontrarme el local lleno y ella atareada, con las mejillas sonrosadas y los cabellos alborotados fuera de la cofia, sin embargo había pocos parroquianos comiendo. El mesonero se extrañó al verme allí y me preguntó si no había visto a la chica con mi comida; me sirvió él mismo asegurándome que le daría una buena dosis de jarabe de palo cuando asomase la cabeza. Yo le seguí la broma, pero me parecía extraño. Comí y volví al trabajo; a media tarde apareció el mesonero compungido, diciendo que algo le debía haber pasado a la chica, pues no aparecía por ningún lado y había encontrado el cesto con la comida en un callejón cercano a la taberna.

 

Todas las pesquisas fueron en vano, había desaparecido sin dejar rastro, nadie había visto nada, era como si se hubiese volatilizado. Esa noche, al volver a casa encontré un papel debajo de la puerta. Una mano anónima había escrito una frase: “no se puede tener todo, señor comisario, ella es mía”. Hice todo lo que pude, pero no la encontré; una semana después volví a encontrar otra nota: “me he cansado de ella, señor comisario, búsquela cerca de la ermita de San Antonio de la Florida”. Salí corriendo de casa sin ni siquiera llamar a Alcántara; la noche era de luna llena, despejada, por lo que no me costó trabajo encontrarla entre unos matorrales, al margen del río y cerca de la ermita. Pobre criatura, la habían masacrado, torturado y violado hasta reducir su pobre cuerpo en una especie de pelele grotesco. La habían matado por mi culpa, estaba claro, lo decían las notas, pero ¿quién podía haberlo hecho?

 

Me sentía perdido pero me dí cuenta de que si quería encontrar el culpable no tenía que decir absolutamente a nadie que había encontrado el cuerpo, sólo dos personas en toda la Villa debían de tener la certeza que había muerto, su asesino y yo mismo. Le pedí ayuda a la única persona de la que me he fiado cuando era joven, un fraile que estuvo siempre cerca de mí en los momentos más difíciles de mi vida. Llevé el cuerpo a un lugar que me indicó, de manera que pudo estudiar el cadáver; me hizo notar que Leonor tenía sangre debajo de las uñas, se había defendido del ataque, por lo que su agresor seguramente tendría arañazos en alguna parte de su cuerpo. Habían acabado con su vida estrangulándola con algo parecido a un cinturón, con una hebilla elaborada en forma de mariposa que le había dejado una marca en el cuello. Agustín acercó una vela a la moradura y me pidió que la estudiara, “encuentra la hebilla y tendrás a tu asesino, Hernán”. Me quedé helado al ver la marca, la conocía perfectamente, la había visto centenares de veces esos últimos años, era la hebilla del cinto de Alcántara.

 

Se dejó matar como un cordero; cuando entré en su casa me estaba esperando, no se había molestado tan siquiera en limpiar la buhardilla en la que había tenido prisionera a la chica. Me esperaba bebiendo una jarra de vino, con la camisa abierta, los arañazos bien visibles y el cinto con el que había terminado con la vida de Leonor sobre la mesa. Nada más verme entrar dio unas sonoras palmadas, y con su vozarrón dijo:

 

El gran comisario… Por una semana he gozado de ella todas las noches y tú no habías sospechado nada, novato. El gran comisario… si no te hubiese dejado esa nota… hasta tuve que matarla con mi cinto para que me encontraras, no quería irme al otro barrio sin ver tu cara, ésa que estás poniendo. Nunca dejarás de preguntarte por qué no te diste cuenta de nada. El gran comisario… Aprende la lección, novato, tú estás aquí porque así lo he querido, he jugado contigo, ‘no la encontramos, señor comisario, no aparece…’  Y tú me creías, ponías una mano sobre mi espalda y decías, ‘gracias Alcántara, sé que haces lo que puedes’. Tenía carácter, la chiquilla. ‘Hernán me encontrará y te matará’ Tenía razón en lo segundo, pero en lo primero se equivocaba. El gran comisario… recuerda que Alcántara tenía que ser el comisario de la Villa, y no tú, recuerda que te engañó, y ahora, a lo tuyo, ea, tengo ganas de saber si el infierno es tan malo como lo pintan”.

Se puso a reír como un poseso, me abalancé sobre él y lo atravesé con mi espada; me miraba a los ojos mientras que sin dejar de reír se ahogaba con su propia sangre. Fue todo por mi culpa, no fui capaz de darme cuenta del rencor que cobijaba ese hombre hacia mí, estuve con la guardia bajada, y una muchacha inocente cuyo único pecado fue enamorarse de mí pagó con su vida.”

 

Terminé de hablar, creía que Martín estaba a punto de coger el haz con las ramas del limonero y llevárselo, cuando de repente lo dejó caer al suelo con rabia y me miró desafiante:

–         “Bonita historia, Hernán, lástima que no te aplicaras el cuento, te han importado siempre muy poco las muchachas inocentes. No me parece que mientras eras el comisario trataras a las mujeres con mucho tacto. ¿Tengo que recordarte lo que pasó en mi pueblo cuando viniste a recaudar los impuestos y uno de los tuyos casi violó a mi hermana? Nunca te importó lo que hacían tus hombres con las mozas de la Villa, como mucho mirabas a otro lado… ¿tengo que recordarte lo que le hiciste a la primera mujer de Gonzalo, cómo te comportaste con Irene cuando supiste lo nuestro? Solo porque unas pocas veces cambiaste de opinión al último momento antes de hacer una fechoría no te convierte en algo diferente de lo que has sido siempre: un completo canalla. No logro entender porque Irene te aprecia, a pesar de todo” .

 

Al verlo ahí, sudado, enfadado y desafiante me parecía haber vuelto atrás en el tiempo y tenía delante de nuevo al humilde campesino que no dudó nunca en plantarme cara. Desde luego no cabía duda de que si algo no le había faltado nunca en la vida a mi cuñado fueron agallas.

–         Martín, si no me equivoco nadie violó a tu hermana, ¿no? Ya se ocupó Águila Roja de quien lo intentó. Te lo he dicho antes, recibía órdenes y me aseguraba de que fuesen cumplidas, nadie me preguntaba por mis métodos y yo no daba explicaciones a nadie. Tenía la orden de recaudar impuestos en tu pueblo y lo hice, lo que teníais escondido no hubiese salido si os lo pedía por favor. De mis hombres me importaba lo que hacían en servicio, una vez fuera no podía controlarlos, ni me interesaba, hace falta un poco de miedo para tener al pueblo tranquilo. Lo de la mujer de Gonzalo lo he hablado ya varias veces con él y con Alonso, que son los directos interesados, pero si te sirve de consuelo no lo considero la parte más brillante de mi hoja de servicios. Y respecto a cómo me comporté con Irene… no lo puedo evitar, soy celoso y los celos te llevan a hacer cosas de las que si puedes, te arrepientes. Creo que nos viene de familia. No soy un santo ni pretendo serlo, ahora intento vivir en paz, y te puedo asegurar que no es fácil. Creo que habéis tenido pruebas más que suficientes de que el comisario lo dejé en la Villa.”

–         Ya veremos… si algo nos sobra, es tiempo. – dijo Martín. Recogió el haz y se fue con él hacia las cocinas.

29

 

Florencia, 18 marzo 1666

Querida Lucrecia,

Los preparativos se han ultimado, todo está preparado y mañana Anna será mi mujer. La bondad infinitamente calculada de nuestro pariente Leopoldo ha llegado al punto de ofrecer para nuestros desposorios la llamada “Capilla de los Españoles” de la Iglesia de Santa Maria Novella. Hace exactamente cien años que Cosimo I dei Medici concedió esta capilla para las funciones religiosas de los españoles, pues estaba casado con una española, Leonor de Toledo.

Como ya escribí en otra ocasión pocos dirían observando a Anna y a mí que somos una pareja de prometidos a escasas horas de casarnos. Toda mi vida he sido de los que llevan la procesión por dentro, sea para lo malo que para lo bueno, lo cual me ha ocasionado algún que otro dolor de cabeza con las mujeres. Ahora, que tengo más camino por detrás que por delante, he elaborado una teoría muy personal respecto al comportamiento de las mujeres con los hombres. Todas las mujeres saben cuando son amadas, lo que no quita que algunas de ellas se mientan a sí mismas diciéndose que ése hombre está enamorado de ellas cuando no es así. Las hay que dudan de su intuición de serlo, por lo que pretenden y exigen demostraciones continuadas de amor, que es la manera más rápida para perderlo.

Luego están las que aceptan a su hombre tal cómo es, saben reconocer el afecto más allá de la pose y los sonetos y no intentan cambiar a su pareja; cualquier compromiso con ellas no es sinónimo de esclavitud, sino de libertad. Nunca he logrado entender el motivo por el cual hay mujeres que apenas declaran que se han enamorado de alguien acto seguido empeñan toda su energía en cambiarlo; si encuentran a su hombre en una cacería, hasta recoger la promesa de amor del mismo alaban su arte en la cetrería o en la caza al zorro, para hacerles pesar después la afición de sus ya maridos por el arte venatoria.

Y finalmente hay un tercer tipo, aquellas que, fuertes y seguras del sentimiento que reciben, se dedican a jugar con él.

Anna pertenece al segundo tipo de mujer, y tú al tercero. Estabas segura de la pasión que nutría por ti y tú te divertías conmigo como el gato que acaba de cazar una mosca. He observado mucho estos animales en Italia, están por doquier. Ponen una pata encima del insecto, lo observan con expresión concentrada y, poco a poco, van levantándola. Siguen el movimiento de la pobre mosca tullida que con las alas rotas intenta alejarse, mas el felino con un movimiento rápido e implacable la vuelve a cazar con otra de sus garras. Así una y otra vez, finge soltar la mosca, ésta intenta volar y no puede, vuelve a caer.

Estos meses me he preguntado cómo hubiese sido este viaje si te hubieses venido conmigo, y no logro imaginarlo. Tú no encajarías aquí, creo que hubiese sido pedirles demasiado que compartieran su destino con otra asesina. Sí, asesina, como yo. Hubo una época en que para encontrarte bastaba seguir el rastro de los muertos que ibas dejando por tu camino. ¿Cuántas veces intentaste desembarazarte de Margarita? Directa o indirectamente, sabiéndolo o no, tú como yo has estado a punto de matar alguno de ellos… es más, echando bien las cuentas, a todos menos a Matilde. Gonzalo creo que tiene bastante con saber que era tu mano la que guiaba la mía cuando maté a su mujer, pero ¿cómo reaccionaría si le contara que tenías en tu poder una cierta carta? ¿Que fuiste tú a no hacer llegar la misma y el colgante a su destino? Por cierto, el colgante lo siguen llevando; me he dado cuenta de que, cuando visten con la ropa cómoda de estar por casa, hay días que el pequeño trozo de madera con la flor de lys cuelga del cuello de Gonzalo y otros del de Margarita. Si estuvieras aquí te habrías dado cuenta de la entidad de tu derrota.

Esta mañana hemos estado en la capilla; tarde o temprano tenía que vérmelas yo también con el oficiante, un padre de la orden a la que pertenecen la iglesia de Santa Maria Novella y los claustros adyacentes, los dominicos. Antes fui con Anna a dar un paseo, a admirar las estatuas en la galería de Piazza della Signoria y el imponente David de Miguel Ángel situado delante de Palazzo Vecchio. Cuando nos acercábamos a la plaza de la iglesia por la Via dei Avelli distinguimos la figura de Satur que paseaba arriba y abajo; al vernos levantó los brazos y se acercó hasta nosotros diciendo que Padre Alfonso nos llevaba esperando un buen rato y que era mejor no retardarse más:

–         No sabe usted las malas pulgas que tiene y cuanto habla el dómine, señor Hernán. Y además, con eso de que visto que le dan la capilla de los españoles le dan también el dominico español, ni siquiera podía hacer mi jueguecito ese que me sale tan bien con la cocinera napolitana que tenemos en casa, que cuando empieza a hablarme por los codos yo me pongo a mover la cabeza arriba y abajo, diciendo “si, si, si” como si entendiera. Y una pregunta, yo… sin ánimo de ofender a su futura inmediata, faltaría más, pero mire que hay un tufillo raro en esta calle, que mientras les esperaba allí apoyado junto a esos arcos de vez en cuando me venían unos vahos que me da a mí que los florentinos serán muy finos pero limpieza, poquita… – dijo mientras movía la cabeza y agitaba el dedo índice.

 

Anna lo cogió del brazo y mientras caminábamos le señalaba los arcos que acababa de mencionar el hombrecillo:

–         Mira Satur, ¿ves lo que pone en esas losas de mármol? Son lápidas con nombres de las familias de más rancio abolengo e influyentes de la ciudad. Esos arcos son nichos y allí están enterradas las personalidades más importantes de la historia de Florencia; es una costumbre antigua que… sigue aún.

Satur abrió los ojos como platos:

–         ¿Que me está diciendo que yo me he pasado media mañana apoyado a una lápida con un difunto fresco dentro?

–         Pues sí, Satur. “Avello” quiere decir sepultura, y si te fijas bien puedes identificar las tumbas “frescas” por los humores que salen de la parte inferior. Aquí en Florencia, para decir que algo huele muy mal suelen decir que “puzza come un avello”.

–         Ahora entiendo yo, porque la gente pasaba y me miraba raro…

Mientras decía estas palabras el color de la cara de Satur me recordaba el que tenía cuando subió al barco en Génova. Se apresuró en acompañarnos hasta la puerta del claustro y luego salió corriendo, presumo que para adelantar de 4 días su baño semanal para restregar toda parte de su cuerpo que se hubiese apoyado en la calle que a partir de ahora evitaría… como la peste.

Tras una deliciosa cena durante la cual Tiziano se levantó varias veces para brindar por nuestra futura felicidad, éste anunció que, siguiendo una vieja tradición ligur, los padrinos se disponían a salir con el esposo para disfrutar de su última noche de libertad. Anna se echó a reír,

–         “¿pero qué tradición? ¡Es la primera vez que oigo algo así!”

–         “Hermana, si no lo es lo será a partir de esta noche. La llamaré ‘despedida de soltero’. Margarita, te recuerdo que aquí hay presentes dos padrinos y que uno de ellos es tu esposo. Vamos, Gonzalo, Hernán; ah, hermana, esta noche descansa, que a fuerza de ir de tu habitación a la de tu prometido medio desnuda y descalza, vas a coger una pulmonía. ¡Menos mal que a partir de mañana evitarás las corrientes!

Tiziano nos llevó a una especie de taberna regentada por una mujerona imponente, conocida como La Giannona; el local era muy amplio, decorado con gusto y en él se servían los mejores vinos de Toscana. La clientela, rigurosamente masculina, pertenecía a la mejor sociedad de Florencia y venía servida por hermosas mujeres, las cuales, si el cliente lo deseaba, podían satisfacer otras necesidades que no fueran las del vino, la comida o los licores.

Nos acomodamos en una mesa, y Tiziano siguió haciendo un brindis tras otro, incluso hasta a la salud de Satur, cada vez con una chica diferente sentada en sus rodillas. Nosotros rechazamos agradecidos a la Giannona la oferta de compañía, y seguíamos las bromas de Tiziano. Gonzalo reía de buena gana, ésta ha sido la primera noche que le he visto beber más de tres vasos seguidos, y el alcohol creo que comenzaba a hacer efecto. Nadie lo diría, pues la única alteración visible en él era un poco más de color en las mejillas y la mirada ligeramente enturbiada.

Entró en la sala una nueva cortesana, de largos cabellos rubios adornados de  pequeñas trenzas y moños que recogían sólo una parte de la abundante cabellera dorada que caía en suaves ondas sobre sus hombros y la espalda, llegando hasta las nalgas. Vestía un rico vestido de brocado dorado con amplias mangas acuchilladas debajo de las cuales se veía una finísima camisa blanca, casi transparente, de organza.

Se dirigió a nuestra mesa, atraída por los ojos verdes de Tiziano como si fuesen un imán; la joven llevaba un laúd, Tiziano se puso en pie, le cogió la mano que tenía libre, se la besó e hizo el enésimo brindis:

–         Amigos, hermanos afortunados. Alzo esta vez mi copa en honor de las mujeres, divinas criaturas, hijas de Venus. En particular este brindis lo dedico a Margarita y Anna, y ruego a los dioses tengan a bien concederme el encontrar una mujer como ellas… Posiblemente antes de llegar a la edad de Hernán… ¡jajajajaja!

–         ¡Por Anna! – dijo Gonzalo

–         ¡Por Margarita! – respondí.

–         Dinos tú nombre, criatura divina – le preguntó Tiziano, casi ronroneando. Ella fijó sus ojos celestes en mi cuñado, respondiendo con voz aterciopelada…

–         Dafne, signore.

–         Dafne… en verdad eres digna de Apolo… Canta para nosotros, Dafne.

 

Tras terminar nuestras copas la chica ciñó su laúd y empezó a tocar una suave melodía, las notas de una hermosa canción salieron de su boca si dolce è’l tormento… Mientras cantaba danzaba alrededor de Tiziano, que no podía dejar de mirarla… ben fia che dolente, pentita e languente, sospirimi un dí… Los últimos acordes se apagaron cuando los labios de Tiziano se posaron levemente sobre los de la muchacha, la cogió de la mano y se la llevó sin decir más a los reservados del piso superior.

Llené nuestras copas e hice otro brindis a Gonzalo:

–         Que pueda ser tan feliz con Anna como lo sois tú y Margarita, y que nuestra llama, como la vuestra, no se extinga.

–         Hernán, nuestra llama no se extinguirá ni siquiera transcurridos el doble de años de los que pasé sin ella.

–         Fue difícil, la distancia, todos los años sin saber el uno del otro, imagino.

–         Lo fue, pero te puedo asegurar que de todos los años que estuve sin ella lo peor fueron los últimos meses; verla todos los días sabiendo que no era mía, sentir los celos devorarme dentro cuando estaba prometida con Juan, y tener que poner buena cara. Eso fue lo más difícil, Hernán, poder verla y hasta tocarla sabiendo que iba a ser de otro. Creí que me iba a volver loco, el disimular, el compartir los espacios comunes de aquella casa fingiendo indiferencia. Estar en la cocina leyendo un libro sin pasar ni siquiera una página porque ella estaba lavando la ropa, o tendiéndola. Hubo noches que estuve a un paso de derrumbar su puerta con una patada y tomarla allí mismo… a un paso, Hernán. En un par de ocasiones pasé horas de pie delante de aquella maldita puerta, espiando, esperando, maldiciendo mi incapacidad de decirle lo que sentía, y cuando no podía más subía a la guarida, me cambiaba y galopaba toda la noche; cuando estaba así era mejor no cruzarse en mi camino…

–         Lo sé, lo siento por mis hombres que lo hicieron – dije sonriendo y apurando el vaso.

Gonzalo estuvo callado unos instantes, presumo que sumido en sus recuerdos.
Estaba sentado como todas las veces que se sentía relajado, con la pierna derecha cruzada sobre la izquierda, sentado en el borde del cuero de la cómoda silla a tijera, el jubón y la ropera apoyados en el respaldo de la misma, la camisa abierta a través de la cual se entreveía el cordón del colgante de madera. A un cierto punto desfrunció el ceño, echó la cabeza hacia atrás y empezó a reír, al principio muy bajo, luego soltó una enorme carcajada mientras se daba palmadas sobre la pierna derecha mientras decía unas palabras en voz baja, “qué idiota”. No paraba de reír, no podía verle la cara de lo atrás que la había llevado, distinguía solo su nuez moverse y el pecho agitado por la respiración entrecortada. Lo miré con aire inquisitivo, no entiendo muy bien qué era lo que tenía gracia en las ultimas cosas que había dicho.

–         Hernán, perdona, es que…. Estaba recordando algo que pasó en casa, al poco tiempo de que ella viniese a vivir con nosotros. Una mañana estaba lavándome la cara en una sencilla jofaina que teníamos en nuestra cocina; estaba nervioso, había dormido mal y podía oír el chapoteo del agua con la que Margarita se estaba lavando en el patio. La oí imprecar por lo bajo, y me giré…

La sonrisa volvió a desaparecer de su rostro y tomó esa expresión de lejanía de cuando está concentrado, pensando en algo; siguió hablando con los ojos cerrados, como si estuviese reviviendo aquel momento:

–        … me giré, y la vi; se cubría los pechos con los brazos cruzados, su piel brillaba por el agua que no había logrado secar del todo, estaba completamente desnuda salvo por unas sencillas enaguas que le llegaban a los pies y tenía el pelo desordenado y recogido. Era lo más bonito que había visto en mi vida y hablé sin mirarla, no por recato, sino porque no podía hacerlo sin sentir que se me partía el pecho…

Abrió los ojos y me miró, cogió su copa, me apuntó con un dedo y con una medio sonrisa divertida dibujada en el rostro me dijo,

–         Ahí tenía delante de mí, en mi casa, sin nadie como testigo y casi desnuda la única mujer que he amado profundamente en esta vida y… ¿sabes cómo reaccioné? Como una vieja madre superiora. Siempre sin mirarla le pasé un paño para cubrirse y empecé a soltar majaderías. Ella estaba muy azorada, no sabía que decir y movía sus hermosos ojos negros de un lado a otro intentando encontrar una salida a una situación tan embarazosa. Se la dí yo, diciendo la primera cosa estúpida que me vino a la cabeza, algo sobre que en casa vivían un niño y Satur, un burdo tentativo con el que intentar salir del atolladero y al mismo tiempo que no se diese cuenta de la tempestad que había desencadenado debajo de mis calzones.

 

Hizo otra pausa, casi teatral, cogió aire e hizo una perfecta imitación de él mismo cuando, como diría Satur, “explica la lición”:

–         “Es importante que mantengamos unos mínimos de decencia”, le dije ¿Te das cuenta, Hernán? ‘Unos mínimos de decencia’, ¡jajajaja! Obviamente ella se puso echa una fiera y echando fuego por los ojos me echó en cara ‘quien era yo para hablar de decencia’. Tendrías que haberla visto, altiva, orgullosa, herida como sólo yo he sido capaz de herirla en esta vida. Le he hecho tanto daño, y haciéndole daño a ella me lo hacía a mí. La rechacé, ¿sabes? Una noche, en casa, le dije “haz lo que sientas” ella se acercó a mí, me besó, respondí al beso y en vez de cogerla en volandas y llevarla a mi alcoba me aparté y le dije que no podía ser, que tenía aún muy reciente el recuerdo de su hermana… Qué ironía, cuando salía por el tejado de mi casa era el héroe del pueblo y dentro de ella no era que un maldito hipócrita remilgado… el recuerdo de su hermana. Cuando fue el recuerdo de Margarita el que me acompañó cada día que estuve casado con Cristina. Menos mal que tenía fama de ser el hombre más inteligente del barrio de San Felipe, no sé lo que hubiese sido capaz de hacer si era el más tonto.

–         Pero al final acabasteis juntos  – aseveré.

–         Desde luego no porque yo hiciera algo; otra vez fue ella la que se lanzó, pero por fortuna le dejé hacer. Dio la casualidad de que cuando Juan rompió con ella para anunciar su compromiso con Eugenia de Monfragüe, Mariana estaba en la Villa. Alonso la descubrió y pensé que lo mejor era decirle la verdad sobre ella, así que se convirtió en su tema de conversación cada mañana, preguntarme cosas de Mariana. Creo que fue demasiado para Margarita, ver que otra mujer era el centro de atención de Alonso y mío así que una noche, en casa,  sus celos salieron a flote,  y con la misma cara de enfado de aquella vez que estaba desnuda en mi cocina dijo “Mariana sabe navegar, Mariana sabe batirse con un sable, Mariana habla inglés, Mariana por aquí, Mariana por allá… ¿Sabes que te digo? Me apuesto a que Mariana no es capaz de hacerte sentir así”, y acto seguido me volvió a besar apasionadamente y esa vez no la dejé escapar y acabamos en mi lecho. – guiñándome un ojo alzó su copa e hicimos el enésimo brindis.

–         Y mis hombres pudieron volver a estar tranquilos a altas horas de la noche – dije siguiéndole la broma.

–         Ya… Hernán… ¿tu crees que si, si no nos hubiese pasado lo que nos ocurrió de pequeños… seríamos diferentes? – me dijo en voz baja, sorprendiéndome con tal pregunta.

–         Bueno, creo que tú y yo no nos parecemos demasiado.

–         Nos parecemos mucho más de lo que crees. Nunca nos hemos desprendido de la muerte, que nos ha acompañado desde entonces. Aún no logro entender cómo puedo dormir por la noche sin ser devorado por las pesadillas, por las caras de quien maté.

–         Nuestros fines eran diferentes, Gonzalo. Tienes otro motivo además de ella para sentirte afortunado; yo las veo, las caras. No todas las noches, por suerte; es por eso que intento irme a dormir agotado. Pero cambiemos de tema, ¿esto es una fiesta, no? Además creo que Tiziano tendrá para rato con su Venus rubia… – llené otra vez los vasos y levanté el mio – ¡Por Margarita!

–         ¡Por Anna! – dijo mi hermano tras chocar su vaso con el mío.

Tras una hora Tiziano regresó a nuestra mesa y salimos del local. La noche era fría, pero el alcohol que llevábamos en el cuerpo evitó que nos percatáramos demasiado de ello. Yo caminaba despacio, pensaba en todo lo que me había dicho Gonzalo, en cómo debía confiar ahora en mí para decirme algo que estoy seguro no había dicho nunca a nadie. Ellos dos iban delante, doblaron una esquina y les perdí de vista en el mismo instante en el que oí detrás de mí el sonido inconfundible de una espada al ser desenvainada. Me giré de repente sacando la mía; en la oscuridad alguien a quien no distinguía bien me estaba atacando con movimientos rápidos y ágiles. Rechacé los ataques y con pocos movimientos pasé yo a tener la iniciativa. Mientras tanto Gonzalo y Tiziano habían oído el ruido de las espadas y estaban volviendo con sus armas en mano; en ese momento el desconocido abandonó la lucha y levantó los brazos, retrocediendo unos pasos.

–         Me rindo, me rindo, caballeros. Lo siento, Hernán, tenía que asegurarme de que eras tú y sólo podía hacerlo viéndote espada en mano… hay pocos zurdos que manejen la espada como Hernán Mejías…

Me acerqué al hombre sin dejar de apuntarle con mi ropera; éste seguía retrocediendo hasta apoyarse a una pared y ser iluminado por un hachón a las puertas de un palacio. Entonces lo vi bien y lo pude reconocer al instante:

–         ¿Qué haces aquí, Boccanera? – dije mientras envainaba.

–         Creo que la pregunta más adecuada es qué haces aquí, Hernán. Florencia está más cerca de Palermo que de Madrid.

 

Sí, has leído bien; Niccoló Boccanera está en la ciudad. No me dijo el porqué, pero los de su profesión son discretos. Un asesino a sueldo tiene que ser rápido con la espada, no con la lengua.

30

 

Florencia, 20 marzo 1666

Querida Lucrecia,

a pesar de lo ajetreado de la jornada de ayer, a pesar del cansancio, a pesar de que una vez de vuelta a nuestro palacio pude disfrutar de nuevo del dulce sabor de mi mujer… No he podido dormir más que un par de horas. Creo que echo de menos los brebajes del chino y el sueño profundo que los acompañaba. A fuerza de hablar del pasado en estos últimos días apenas cierro los ojos llegan los espíritus de los que me llevé para atormentarme. Estoy seguro de que tu duermes tranquila y que incluso miras a tus fantasmas a la cara retándoles a que se atrevan a quitarte el sueño[1]. Por eso estoy otra vez despierto al alba, con la pluma en mano y estos magníficos pliegos en blanco delante de mí; en unos de mis paseos por la ciudad descubrí la tienda de un librero, que ha pasado a ser una meta fija en nuestros paseos. Anna para comprar algún libro, yo para adquirir plumas nuevas, y folios que llegan directamente de Játiva. Cuestan una fortuna, es el único capricho de rico que me concedo; antes de ponerme a escribir sigo una especie de rito. Cojo una pluma y la afilo con una pequeña cuchilla; dispongo el tintero en un lugar cómodo y amontono las hojas ya escritas a mi derecha. Con la pluma en la mano dirijo mi atención en algún punto e intento vaciar mi mente y pensar en lo que quiero escribir.

Si está Anna en la habitación… no estoy aún acostumbrado: ahora que Anna estará siempre en mi habitación me puedo relajar observándola mientras duerme; el contraste de sus cabellos negros esparcidos entre el blanco de las sábanas, sus largas pestañas negras, la palidez del rostro. Por lo visto tiene calor y ha puesto una pierna por encima de la colcha; es como si un rayo blanco atravesase el oscuro paño, o como si estuviese cabalgándolo, el pie apunta hacia abajo y la  pantorrilla forma un ángulo recto con el muslo. Me maldigo por ser completamente incapaz de dibujarla en este momento, lo único que puedo hacer es mirarla, memorizar cada poro de su piel y aprender a rezar para pedir una infinidad de momentos como éstos. Ha cambiado de posición y se ha vuelto a meter debajo de la colcha, ha abierto un poco los ojos, me ha visto, ha pronunciado mi nombre en voz baja y se ha girado para seguir durmiendo, escondiéndose ahora casi por completo de mi vista.

El día de mi boda empezó con una visita a mi habitación. Estaba vistiéndome para la inminente ceremonia, cuando para mi sorpresa entró Gonzalo; saltaba a la vista que padecía una jaqueca de campeonato, pues apartaba los ojos de la luz de la ventana y no tenía muy buen color en su rostro. Quería decirme algo y no encontraba las palabras, evidentemente las había terminado todas la noche anterior durante la cual salieron más de su boca que en todos los últimos meses de viaje juntos. Así que le ayudé yo a empezar a hablar:

–        ¿Dolor de cabeza? Suele pasar cuando se bebe un poco más de la cuenta – dije riendo

–        Terrible; un dolor casi tan terrible como el remedio casero que me ha hecho beber Satur. Hernán, quería decirte algo, es que… – no sabía cómo continuar, y le eché una mano de nuevo

–        No te acuerdas de lo que hicimos ayer por la noche.

–        Sé que hablé más de la cuenta y de cuestiones muy personales; te pido disculpas, no debía de haberlo hecho. No lo había dicho a nadie, ni siquiera a Margarita – dijo mientras se sentaba en la silla que tenía delante del escritorio.

–        Pues deberías. A las mujeres les gusta que se les hable; si en algo nos parecemos es en la parquedad con la que usamos las palabras, sobretodo en lo que a sentimientos se refiere.

–        Gracias, Hernán, lo tendré en cuenta, aunque es algo que ya me han aconsejado más de una vez. ¿Quién es ese hombre? – preguntó Gonzalo adoptando una expresión seria y concentrada.

 

Dejé lo que estaba haciendo, me senté en la cama, y le conté cómo y cuando conocí a Niccoló Boccanera. Ni siquiera tú llegaste a conocer nunca todos los detalles.

–         Es un espadachín a sueldo, un sicario. Lo conocí hace muchos años, creo que por aquel entonces acababas de volver a la Villa y yo llevaba ya bastante tiempo de servicio como comisario. Se llama Niccoló Boccanera, es siciliano, de familia noble. No usa su auténtico apellido, su padre es el príncipe Fabrizio Salina, uno de los mayores latifundistas de la isla, hectáreas y hectáreas de tierra, campos de grano, palacios y decenas de  pueblos como feudatarios. Él es el tercer hijo varón, por lo que, libre de las ataduras de la primogenitura, se dedica a lo que más le gusta, segar vidas. Él era (y presumo que lo siga siendo) el mejor en su campo no porque matara más, sino porque disfrutaba con ello. Lo conocí a través de la logia. Cuando nació esa organización me dí a ella en cuerpo y alma, porque creía de verdad en sus objetivos, derrocar a un régimen corrupto e incompetente, sustituirlo por una nueva élite que llevara el país a lo más alto y a ser una potencia en Europa, sólida, con pies que no fuesen de barro. Con el pasar del tiempo y la llegada del Cardenal Mendoza, que por aquellos años estaba en Roma, poco a poco la logia fue perdiendo sentido hasta convertirse en lo que viste, una especie de club de pervertidos en los que todos desconfiaban de todos y ya nadie se acordaba de hacer de España un Imperio que durase mil años, sino de engordar la bolsa, saciar el estómago y la entrepierna.

Uno de los integrantes de la misma sugirió a Boccanera para los trabajos más delicados y empezamos a trabajar juntos. El Conde de Benavides, aficionado a la mitología, nos llamaba los dioscuros…

–         Cástor y Polux – siguió Gonzalo – Entonces, ¿es una especie de sádico?

–         No, para nada. Es un asesino con un código moral todo suyo: no acepta encargos que impliquen matar a mujeres o a niños y no acaba nunca con nadie apuñalándolo por la espalda o envenenándolo. Dice que sólo lo hacen los cobardes. Obviamente apenas apareció en la logia el Cardenal Mendoza tuvieron “fuertes discrepancias” y él desapareció de la Villa.

–         Hernán, ¿crees que habrá recibido algún “encargo” relacionado con nosotros? – preguntó Gonzalo, con cara de preocupación.

–          No lo sé… Pero tendremos que estar con los ojos aún más abiertos, si cabe. Ya que estás aquí, ayúdame a ponerme este fajín, no acierto nunca a hacerle un lazo decente...

 

Gonzalo salió de la habitación y recordé el encuentro con Boccanera de la noche anterior. Él no había cambiado mucho desde los tiempos de la logia, por eso lo reconocí al instante. Sicilia ha sido siempre una tierra de paso, colonizada por pueblos de latitudes diferentes, y en las facciones de Niccoló se encontraban raíces nórdicas. Alto y delgado, de complexión atlética, con la tez clara y facciones regulares, los ojos de un color azul intenso y cabellos negros. Con la edad el pelo se había teñido de blanco y algunas canas asomaban también por su perilla y bigote. También son nuevas las arrugas alrededor de los ojos que de todas maneras no le han quitado atractivo. Recordarás que cuando “trabajábamos juntos” venía a recoger sus encargos en el salón subterráneo de la logia embozado. De no ser así seguramente habría terminado dentro de tu lecho; creo que las mujeres encuentran irresistible en él justo el hecho de que se comporta como si no lo fuera. La pregunta de Gonzalo era acertada… ¿y si se encontraba en la ciudad por algún trabajo relacionado con nosotros? Me tranquilizaba el hecho de su litigio con el cardenal Mendoza pero habían pasado muchos años y yo era el vivo ejemplo de lo que pueden cambiar las circunstancias con el tiempo.

Terminé de vestirme solo y transcurridas un par de horas me dirigí hacia el claustro en el que está situada la capilla, acompañado por los hombres de casa, menos Tiziano, que entregaba a la novia. Me habían prohibido taxativamente verla antes de salir, aduciendo que traía mala suerte; hice como si fuera a entrar en el saloncito donde la estaban vistiendo y peinando, sólo para oír el cacarear histérico de la famosa cocinera napolitana que corría hacia mí blandiendo en la diestra una especie de cuerno rojo, mientras que con la mano izquierda hacía señales que alejaban el mal ojo.

Mientras esperaba dentro de la capilla la entrada de la novia llegó a mis oídos el sonido de un carruaje; creía que habrían llegado finalmente Anna y las demás mujeres, pero vi para mi sorpresa a la Gran Duquesa Vittoria en persona acompañada por su cuñado Leopoldo. Siempre él. Saludé la dama con una respetuosa reverencia, y ella me dijo con su vocecilla aguda,

–         “Hernán, perdonad mi osadía por haberos hecho cambiar de planes con respeto al banquete, estoy segura de que nuestro Palacio y jardines son un marco más adecuado para celebrar vuestra unión que no vuestra actual morada. Así podré terminar de enseñarle a Margarita mis porcelanas, os fuisteis tan pronto, la otra noche…” – no pude evitar que tal afirmación me cogiese por sorpresa, gesto que supo apreciar al instante Leopoldo, quien dijo a su vez.

–         “Mi cuñada es así, intempestiva y generosa. Creo que cuando mandó su lacayo a vuestro palacio para anunciaros sus planes habíais salido. Así tendremos ocasión de conocernos y de profundizar algunos temas que dejamos pendientes.”

 

Miré su cara de comadreja, los dos sabíamos perfectamente que la idea del nuevo emplazamiento de nuestro convite no le vino a la Duquesa sino que alguien, seguramente él, lo dejó caer de manera tan sutil que ella creyese haber tenido una idea genial. Se dirigieron a unas sillas colocadas en primera fila, a un lado del altar, y en aquellos momentos tuve el presentimiento de que también nos íbamos a ver obligados a abandonar Florencia antes de lo previsto.

Advertí de nuevo ruidos en la puerta de la capilla, habían llegado. Entraron Margarita, Irene y Matilde quienes sonrieron y ocuparon sus puestos. Los músicos empezaron a tocar una suave melodía, que reconocí al instante, era la misma que tocó con su laúd la cortesana la pasada noche. Entendí entonces un discurso algo extraño que nos hizo el fraile sobre lo equivocado que era mezclar lo sagrado con lo profano.

Los niños encabezaban el cortejo nupcial; Laura y Felipe llevaban unas pequeñas cestas con pétalos de flores y detrás de ellos seguía mi sobrino Gonzalo que portaba un cojín blanco con los anillos, con expresión solemne y la mirada fija al frente, concentrado para no tropezar. Levanté la mirada y sentí mi corazón latir más rápido. Tiziano acompañaba a Anna al altar, no la había visto desde la cena, no recordaba que fuese tan increíblemente bella. Llevaba un tocado en la cabeza, un turbante a la moda del mismo color que el vestido, blanco, y ensortijadas entre los pliegues del turbante asomaban dos hilos de enormes perlas blancas, perfectas y brillantes como las que llevaba como pendientes. Debajo de las enormes mangas a fuelle sobresalían otras más estrechas, hasta las muñecas y una fina camisa de organza cubría el escote, que sin ella habría resultado obsceno. Las faldas llegaban hasta el suelo, y al caminar asomaba la punta de unos deliciosos zapatos de raso blanco.

Tiziano estaba serio, en comparación con sus chanzas de la noche anterior; cuando llegaron a mi altura me cedió la mano de Anna y mirándole a los ojos pude percibir la magnitud de su pérdida, y recordé lo que me dijo en el barco de Santon; eran mucho más que hermanos. Ella levantó la mirada y vi en sus labios la misma sonrisa que me regaló cuando regresé, vacío y desesperado, de Sestri.

Dicen que fue una bonita ceremonia, por lo menos así no paraba de repetir entre sollozos la famosa cocinera napolitana que, con el resto del servicio, ocupaba el último banco de la ermita. Mis recuerdos sobre la misma son fragmentados, las palabras en latín del fraile, los ojos color del mar de Anna, las caras silenciosas y severas de los franciscanos retratados en los frescos que decoran la capilla, la suave piel de sus manos al colocarle el anillo.

A la salida nos esperaban varios carruajes de los Médici para llevarnos a Palazzo Pitti; el convite lo habían dispuesto en el mismo salón en el que nos presentaron a la familia ducal, pues no había un número tal de invitados que justificasen el uso de uno de los salones más grandes y suntuosos. El carruaje en el que íbamos Anna y yo entró por una verja lateral que daba directamente a los jardines de Bóboli, la gran duquesa había tenido a bien (y estoy seguro de que en este caso la idea fue únicamente suya) dejar que disfrutáramos solos de un paseo en los jardines antes de unirnos al resto de la comitiva.

Caminamos entre rosaledas y plantas, a la sombra de árboles majestuosos que alzaban sus ramas al cielo; no decíamos nada, ella se agarraba a mi brazo, el silencio era roto sólo por el crujir de las telas de su vestido y el piar de los pájaros. El sendero llegó a uno más grande, y al dar la vuelta la vista nos dejó sorprendidos; estábamos en la parte más alta de una pequeña colina, y un camino bastante ancho como para permitir el paso de una carroza, bajaba directamente hasta el palacio, detrás del cual se adivinaba la ciudad y la grande cúpula de la catedral. A ambos lados de la gran avenida se extendían los jardines, estatuas y fuentes.

Observé el majestuoso palacio de los Médici y no pude evitar pensar cuáles insidias escondían los sillares de la lujosa mansión. Finalmente volvía a tener una familia y me preguntaba si esta vez sería capaz de protegerla de la logia, de Leopoldo, de Niccoló Boccanera… de mí mismo. ¿Y si fracaso de nuevo? ¿Y si los decepciono? ¿Y si no estoy a la altura? Ahora, a diferencia de entonces, soy un hombre maduro y curtido en mil batallas; si alguien osara… lo pagaría con la vida. Me dejé llevar por el negro flujo de mis pensamientos y sin darme cuenta apreté con fuerza la mano que tenía apoyada sobre la de Anna. Ella me observó preocupada, no deja de maravillarme la capacidad que tiene de leer mi alma. Se paró, cogió mi rostro entre sus manos y mirándome a los ojos dijo,

–                    “no volverá a pasar, Hernán. Deja de torturarte, deja atrás el pasado, amor mío”.

–                    “No puedo, Anna. Mi pasado forma parte de mí, viaja conmigo, vive bajo mi mismo techo.”

–                    “Dime qué puedo hacer por ti”

–                    “¿Más? Imposible… es imposible” – le dije abrazándola mientras reía.

 

Nos apresuramos para no demorarnos más; por muy parientes de mi mujer que fueran teníamos esperando al Gran Duque de Toscana en persona y a toda su familia, no sólo quienes conocimos la noche del teatro, sino también los hijos de los duques, Cosimo y Francesco Maria, y la mujer del primero, Margarita Luisa de Orleans. Veinte años separaban a los dos hermanos; las facciones del primero eran las mismas de su padre y tíos, los ojos saltones, el prognatismo, los labios carnosos, mientras que el pequeño, un niño que tiene ahora seis años, no recordaba a ninguno de ellos. Este hecho alimentaba los cotilleos de la corte y confirmaba las teorías de aquellos que sostenían que el gran duque hacía años que no visitaba la alcoba de su mujer. A pesar de ello, más escándalo lo daba la mujer francesa del príncipe heredero, una hermosa y vivaracha muchacha que no ocultaba su malestar por el matrimonio que le habían combinado, y que la había alejado de la fastuosa y mundana corte del rey Luis XIV para darla en esposa a un hombre débil, piadoso, tímido y aburrido. No se había acostumbrado a la seriedad de la corte toscana; echaba de menos el lujo desenfrenado, las fiestas desinhibidas de la corte del Rey Sol y sobre todo la compañía de Carlos de Lorena, su gran amor al que tuvo la desfachatez de invitar una temporada a Palazzo Pitti, dando aún más de que hablar a las malas lenguas llegando al punto de hacer reaccionar al adormilado Gran Duque Ferdinando, quien lo alejó de Florencia.

La luz del sol iluminaba el salón, en el centro del cual habían dispuesto una mesa ovalada, no muy grande, preparada para la comida. Tras las presentaciones de rigor nos sentamos todos a la mesa; Anna y yo sentábamos uno al lado del otro, y delante de nosotros teníamos a los príncipes Cósimo y Margarita Luisa. Ésta no dejaba de hablarnos y de lanzar miradas procaces a los hombres de la familia, creo que el único que se libró de ellas fue Alonso, me gustaría pensar por su juventud, mas creo que al estar sentado en la misma parte de la mesa que ocupaba ella si lo miraba distraía su atención de Tiziano, el cual hacía todo lo posible para alejar la mirada del escote que lucía la de Orleans, que llevaba un vestido del mismo corte de el de Anna, pero sin ninguna camisa debajo.

–                    Doña Margarita, ¿sabéis que conocí a vuestro primo el rey Luis hace años? – le dije para distraerla aunque fuera un momento – Estuvo de visita en nuestra villa, se alojaba en el palacio de una buena amiga, la marquesa de Santillana.

–                    Cómo no. No sé lo que le haríais al buen primo Luis durante su estancia, cuando se refería a vuestra ciudad la definía “cuna de locos salvajes” y se le oscurecía el rostro, aunque tengo entendido que llegó a ser un amigo muy íntimo de la marquesa… Me gustaría que nosotros llegáramos a ser íntimos como lo fueron ellos… Hernán.

Noté algo por debajo de la mesa y tuve que hacer un esfuerzo para no echarme a reír, pues la gran dama se había quitado los zapatos y con los pies intentaba acariciarme la pierna. Falló en su intento, pues retiré con discreción las piernas y volví la cabeza para intentar calmar la mirada parecida a un fuego esmeralda con la que Anna me estaba atravesando, momento que aprovechó la mujer para volver a mostrar sus encantos a Tiziano.

La comida continuó apaciblemente, conversé durante un rato con Mattias de armas y esgrima; éste, al ver que usaba el cuchillo con la izquierda para cortar el jugoso chuletón que se nos acababa de servir me dijo:

–                    ¿Sois zurdo, Hernán? Es complicado pelear contra un zurdo, logran dar estocadas complicadas para los diestros, aunque creo que los diestros son mejores espadachines.

–                    Mi tío con su zurda es capaz de derrotar a cualquier diestro, excelencia – dijo una voz desde el fondo de la mesa, y aunque la reconocí tuve que girarme para que mis ojos me confirmaran que tal frase salió de los labios de Alonso. No tuve el tiempo de reaccionar que doña Margarita Luisa continuó

–                    No lo dudo, Alonso. Es más estoy convencida de que es difícil derrotar a ninguno de ustedes, señores. Vuestros ropajes no pueden disimular que debajo de ellos abunda el músculo… ¿Decís que sois una noble familia aburrida que visita los reinos de Italia? Pues a me parecéis un ejército… fuerte… muy fuerte…Una vez mi primo en Versailles dio una maravillosa fiesta de estilo medieval, con sus justas y todo. Una pena que mi querido suegro sea tan… tacaño, cada vez que le pido que organice un festejo digno de tal nombre empieza a hablar sobre lo desastradas que están las arcas del ducado. Pero volviendo al tema de antes, vos Tiziano, ¿sois diestro o zurdo? – dijo mientras cogía una fruta que le servía un lacayo.

–                    Señora, me temo que soy ambidiestro.

–                    ¡Oh! Mejor, mucho mejor, en ciertas circunstancias se agradece tener cerca a un hombre que sabe manejar bien las dos manos…

–                    ¡Basta Margarita! – explotó Leopoldo dando un golpe sobre la mesa.

–                    ¡Pero tío! No he hecho nada inconveniente, estaba jugando, y me aburro tanto desde que Carlos se fue… – dijo la muchacha acentuando aún más si cabe si acento francés.

–                    Y más te aburrirás a partir de mañana. Vas a ir una temporada a la villa de Poggio a Caiano. El aire fresco del campo te hará bien y te ayudará a recapacitar sobre tu papel y lo que puedes o no puedes hacer… sobrina.

 

La mujer buscó apoyo en el resto de su familiares, pero no encontró más que miradas frías y un gesto de evidente embarazo en el rostro de su marido; se levantó tirando su servilleta al suelo y salió como una estampida del salón profiriendo una larga serie de insultos en francés.

 

La duques se ofrecieron a enseñar los jardines a las mujeres y los niños, para que Tiziano pudiese hablar con quienes realmente gobernaban el ducado sobre los detalles de su expedición a Urbino. Nos pidió a Gonzalo y a mí que nos quedásemos, y nuestros anfitriones estuvieron de acuerdo. Los Medici se comprometían a apoyar la expedición de Tiziano con hombres y armas, pero no podían hacerlo públicamente por lo que se acordó que un pequeño grupo de caballeros saldría con él de la ciudad en una semana, mientras que el grueso del ejército, guiado por Mattias, lo esperaría en los apeninos, en la zona fronteriza entre los dos estados. Una vez retomado el poder se afianzaría la alianza entre los dos ducados gracias al matrimonio de Tiziano con una Medici. Triste destino el de las nobles damas en nuestros tiempos, destinadas a ser usadas como peones y amas de cría; en esos momentos no pude que agradecerle al difunto padre de Anna que no la hubiese reconocido oficialmente como hija.

 

Empieza a amanecer, creo que voy a dar los buenos días a mi mujer y comenzar bien el día; no hemos podido rechazar la invitación de Leopoldo para enseñarnos su colección de arte, y nos espera en palacio a primera hora de la tarde.

Carta de Anna della Rovere

 

A Su Excelencia

Don Nuño Julián Federico de Santillana y Guzmán, Marqués de Santillana

Capitán en el tercio Viejo de Nápoles

En Bari, a 15 de mayo del año del señor de 1666

Excelentísimo Señor,

Si en estos momentos estáis leyendo estas líneas habréis tenido a bien recibir a nuestro fiel Saturno García, quien tenía el encargo, en cuanto persona conocida por vuestra merced, de entregaros estos pliegos y algunos efectos personales de Hernán Mejías. Esperamos no haberos importunado en demasía, mas hemos estimado conveniente el que vos seáis depositario de estas cartas escritas por su mismo puño y letra, y que custodiéis también su espada, que imagino habéis reconocido al instante pues es la misma que él solía cruzar con vos durante vuestro entrenamiento en el palacio de Santillana cuando érais niño.

Quien os escribe ha tenido el honor de ser su esposa, desgraciadamente por muy poco tiempo; mas cuando Atropos cortó el hilo de su vida Cloto empezó a tejer uno nuevo en mi vientre, es el único consuelo que me queda, la prueba tangible de que mis días y mis noches con él fueron reales, y no un absurdo sueño.

Os preguntaréis el por qué os estoy escribiendo y entregando los objetos que acompañan esta misiva, pues desde hace años vuestra relación con él se enfrió tras vuestro ingreso en el ejército y probablemente lo último que supisteis de él fue que un día desapareció de la Villa. Era vuestro padre. No culpéis a vuestra madre la marquesa por habéroslo ocultado; el tiempo ha revelado que su decisión fue acertada, lo comprenderéis leyendo sus cartas, y leyéndolas comprenderéis también que nadie debe saberlo nunca, y veréis por qué el hombre que os ha entregado estos pliegos no ha esperado ninguna respuesta y se ha ido sin que vos sepáis donde encontrarlo. No os dejéis engañar por el encabezamiento de esta carta o por otros destinos mencionados en estas hojas, no estaremos allí; mientras no sepáis nada más vuestra vida no corre peligro.

He añadido unas cuartillas tras su última carta, en ellas escribí lo que sucedió a los pocos días de que él entregase su alma al Señor y no fueron escritas para que las leyese nadie más que yo, pero al saber que servíais en el tercio de Nápoles decidimos mandároslas junto con las otras. Desta manera vuestra merced podrá saber, mientras estéis en estas tierras, quiénes orquestaron la trama letal que acabó con su vida, y casi con la del resto de la familia. Él nos salvó a todos, estad orgulloso de él, como lo él lo estuvo de vos toda su vida.

Vuestra humilde servidora

Anna della Rovere, viuda de Mejías

Epílogo – últimas cuartillas escritas por Anna della Rovere

 

Me dispongo a escribir sobre los hechos que llevaron al final de todo, y cuando mi mente vuelve a aquel aciago día me revuelve el espíritu y el alma recordar que el día amaneció como cualquier otro. No hubieron presagios, de oriente no surgió un sol negro como la pez ni tuvimos ninguno de los que vivíamos en esa casa el presentimiento de que ya nada volvería a ser como antes. Era un día maravilloso y la alegría reinaba en la mesa durante el desayuno, se hablaba sobre la recepción en Palazzo Pitti del día anterior, y cuando Hernán le agradeció a Alonso las palabras que le dedicó en la mesa éste le miró a los ojos, con un semblante muy serio. Temí otro de sus excesos al verlo así… “no me gusta el tono condescendiente que usan con nosotros, no nos tratan con respeto, y no soporto que se metan con mi familia. Pero no te emociones, ‘tío’, sigues sin gustarme nada”; cayó el silencio sobre la mesa y todos cambiamos semblante menos Alonso, que empezó a sonreír al mismo tiempo que lo hizo Hernán. Se levantaron y se fundieron en un abrazo, mientras que, los demás, aliviados y contentos, aplaudíamos.

Nuestra visita a la colección de arte de Leopoldo de Medici en Palazzo Pitti se adelantó, pues por la tarde habían sido convocados mi hermano, Gonzalo y Hernán para ultimar los preparativos de la expedición a Urbino. Así pues a media mañana fuimos a palacio, en un pequeño carruaje que conducía Satur. Insistió en acompañarnos, no paraba de repetir que quería ver cómo vivían los Medici de verdad y nos volvió a contar lo que sucedió la primera vez que vio a su amo, en el puesto del carnicero del barrio de San Felipe. Cuando, tras robar una capa de paño excelente, quiso rematar la faena birlando la mercancía al carnicero, excusándose delante de Gonzalo por la cantidad de carne que había encargado con la frase “es que vienen los Medici a cenar, no sabe lo que tragan”. Desde que estábamos en Florencia contaba esta historia tan a menudo que hasta los niños se habían aprendido la frase, por lo que cuando llegaba a ese punto la repetían todos al unísono. Así pues nos llevó, y estaba tan tieso en el pescante que parecía hubiese crecido dos codos; mientras nosotros subíamos a la galería Satur se perdió en la cocina, el lugar más adecuado para saber cuanto tragan los Medici.

Yo detestaba profundamente Leopoldo de’ Medici, pero no podía dejar que mi rostro reflejase mis sentimientos: mi hermano dependía de él, todos lo hacíamos. Así que tenía que mostrarme gentil y educada e ignorar las miradas que me dedicó desde el primero momento en que lo vi, en teatro. Temía también que Hernán tomase mi cortesía por coquetería, además sabía que era un hombre celoso y él no lograba ocultar la animadversión que sentía por tan alto personaje. Así pues intenté disimular mi nerviosismo explicando a mi marido los cuadros que encontrábamos en nuestro camino, antes de llegar a la sala en la que nos esperaba Leopoldo. Mientras paseábamos por los pasillos llegado un momento Hernán se paró como si hubiese visto una visión o le hubiese golpeado un rayo. Giró lentamente sobre sus tacones, se dio media vuelta y se quedó contemplando un gran cuadro colgado al fondo de un pasillo lateral; negaba con la cabeza y se decía “no es posible”. Miré en la misma dirección y vi una copia de un Tiziano, Carlos V a caballo en la batalla de Mulberg; se me quedó mirando sin dejar de negar… “el bisabuelo me persigue”, y nos echamos a reir.

Finalmente llegamos a la zona en la que se exponían los cuadros de mejor factura. Se detuvo un buen rato delante del retrato de Leonor de Toledo, perdido en sus pensamientos. Hernán observaba las obras de arte sin el ojo crítico del experto: como todo lo que había hecho en su vida él apreciaba las cosas o las detestaba por instinto, lo mismo hacía con los cuadros. Podía pasar de largo delante de obras maestras sin concederles más que una mirada aburrida, y pasar media hora delante de otras. Delante del retrato de Leonor de Toledo perdió la noción del tiempo; “qué mirada más triste… no fue una mujer feliz”. No dijo más, mientras yo le contaba la vida de la que fuera mujer de Cosimo I, hija del virrey de Nápoles, la mujer que dio nombre a la capilla en la que nos unimos en matrimonio. El suyo fue uno de los pocos casos de matrimonio de conveniencia en el que los cónyuges llegaron a nutrir un afecto sincero y un amor devoto; se amaban tanto que si se tenían que separar por razones de estado se escribían varias cartas al día y Leonor no salía de sus habitaciones, llorando desesperada. Más sufrió por la suerte de sus hijos: tuvieron once, y ocho murieron jóvenes; Leonor nos observaba desde la pared, con sus enormes ojos pardos, tristes, vestida con un rico vestido de brocado dorado y marrón sobre un tejido de seda claro, acompañada por uno de sus hijos, un precioso querubín rubio de pocos años. De allí a pocos años madre e hijo murieron, y cuentan que a ella la enterraron con ese mismo vestido.

Empezaba a preocuparme, creía que os habíais perdido” – la voz de Leopoldo nos trajo a la realidad y nos condujo a la enorme sala en la que había dispuesto los cuadros que el papa había tenido a bien mandarle desde Urbino. Los cuadros de mi familia, mis antepasados. El retrato de los condes de Urbino por Piero della Francesca, varios retratos de mi padre, Francesco Maria della Rovere. Intentaba comparar los escasos recuerdos que me quedaban de él con la imagen del poderoso hombre de estado en armadura del retrato de Barocci, la mirada directa al espectador, desafiante y orgullosa, la banda roja de mando, la mano derecha apoyada en el yelmo de la armadura. ¿Era de verdad éste el mismo hombre que me regaló mi espada? ¿Era él la figura que mi recuerdo ha envuelto en una bruma? Ahí estaba Julio II, el papa guerrero, retratado por Rafael, varios cuadros de Tiziano, una Magdalena, y la Venus de Urbino. Leopoldo recitaba la lista completa de las obras que formaban “su” colección; había abandonado el diplomático “nuestro” por el posesivo “mio”: “mi Tiziano”, “mi Magdalena”, “mi del Piombo”, mientras tanto yo me veía obligada a sonreír tímidamente sin hacer lo que más deseaba en ese momento, llamarle ladrón y llevarme, si no todos los cuadros, por los menos el Tiziano delante del cual Hernán había perdido de nuevo la noción del tiempo.

Leopoldo siguió hablando sin que Hernán pareciese hacerle ningún caso, mientras no apartaba la mirada de la mujer que lo observaba desnuda, tumbada en una cama con expresión entre dulce y maliciosa, con la mano izquierda apoyada en su pubis, un ramo de rosas en la izquierda, y un pequeño perrito durmiendo a sus pies.

Un perro es símbolo de fidelidad conyugal”, dijo Leopoldo, “pero en este cuadro el maestro Tiziano lo ha representado dormido. Hay que vigilar a las recién casadas, sobre todo si son jóvenes y hermosas.” Esa frase pareció sacar a Hernán de su ensoñación. “No hay perro lo suficientemente fiero o despierto que le impida ser infiel a una  mujer si ésta lo quiere, excelencia. Podemos hacernos la ilusión de controlarlas, pero ellas son siempre las que tienen la ultima palabra. Podemos obligarlas a darnos su cuerpo, nunca su alma. Ella lo ha hecho”; lo dijo sin dejar de mirar el cuadro, pero yo sabía que estaba hablando de mí, y también lo entendió así nuestro anfitrión, quien sin embargo no dejó que un solo músculo de su cara lo reflejase.

Intenté cambiar la conversación, señalando un hueco en la pared y preguntándole si faltaban cuadros que exponer. Se tocó los bigotes, y con la misma mirada que me examinó desde el palco ducal en el teatro de la Pérgola dijo: “sí, faltan un par de cuadros. Los tendré… muy pronto”. No pude evitar sentir un escalofrío recorrerme por la espalda, no era posible que él supiera… ¿o lo sabía?

2.

 

No le dije nada a Hernán, ese escalofrío se fue con la misma rapidez con la que llegó y no dejo de echarme la culpa por ello. Pero, ¿habría cambiado algo? ¿Podemos cambiar nuestro destino? Es un ejercicio inútil intentar encontrar una culpa que no existe, en la cual poder ahogar mi rabia y acoger mi llanto. No está aquí, por más que lo busque durante la noche y lo anhele durante el día. No está aquí, aunque algo de él quedó dentro de mí; se lo dije, justo antes de su fin, y sin estar aún segura de ello. En el peor de los casos no hubiese sido más que una mentira piadosa, por fortuna no lo es.

Así pues salimos de palacio y nos dirigimos al carruaje junto al cual nos esperaba ya Satur con expresión satisfecha. Por lo visto se había dedicado alma y cuerpo a verificar la exacta condición de las cocinas de palacio y a enterarse de los últimos cotilleos relatados por los cocineros y los pinches. Tenía tantas ganas de ponernos al día que no nos dejó ni subir al carruaje hasta que no nos relató con pelos y señales el último escándalo de los Medici: el motivo por el cual los duques ya no compartían el lecho era porque ella sorprendió a su marido en la cama con un paje que se llama Bruto de la Molera. “Lo que no entiendo yo como el duque se puede llevar al huerto uno que se llama Bruto… Si normalmente los bujarrines son mu’ finos y delicaos… uste’ ya me entiende, Doña Anna”. No había día que no terminase con una risa provocada por el buen Satur… Hace mucho que no reímos, desde aquel día, han pasado ya tres semanas.

No quiero escribir sobre lo que hicimos antes de que volvieran a salir él, Gonzalo y Tiziano para ir de nuevo a palacio. No soportaría tener que buscar las palabras y recrear nuestros últimos momentos de paz, tendría la sensación de estar cometiendo sacrilegio. Dejemos que los recuerdos se vayan difuminando, alterando, desvaneciendo, y al mismo tiempo naciendo de nuevo. Creo recordar detalles que no sucedieron en realidad, caricias y sonrisas que no se produjeron, o enriquezco con nuevas sensaciones lo que sentí aquella tarde pues entonces creía no estar sintiendo nada; esas horas no pueden haber sido banales, por eso las lleno de magia aunque no lo fueran, y engalano mi recuerdo.

Salieron a caballo, los tres, y fueron donde habían sido convocados, no dentro del palacio, sino en una construcción dentro de los jardines de Bóboli, conocida como la casa del té, un capricho de mi hermanastra Maria Vittoria, en la cual ella pasaba las tardes soleadas con sus damas, o donde se refrescaban tras un paseo por los jardines durante el calor del verano. No les esperaban las señoras de la corte toscana, sino los hombres más poderosos del ducado, a excepción del Gran Duque quien seguramente habría encontrado algo más placentero que hacer. El trabajo sucio se lo dejaba a sus hermanos, y él mientras tanto fingía no saber  qué métodos usaba su estirpe para continuar ejerciendo su poder absoluto.

Comenzó lo que no parecía más que una aburrida reunión en la que definir los últimos detalles sobre los movimientos de tropas, los soldados a disposición de Tiziano y la lista de los nobles de la zona que podían dar su apoyo y los que se mantendrían neutrales. Pasada una hora Gonzalo fue el primero en empezar a notar los efectos del narcótico con el que habían aderezado el vino del que empezaron a dar cuenta para aliviar el calor reinante en el invernadero iluminado por el sol, pero no pudo advertir a Tiziano o Hernán pues cayeron todos profundamente dormidos en pocos instantes. El efecto fue veloz, pero no tardaron mucho en despertar, maniatados en las mismas sillas que habían ocupado. Leopoldo, sentado de frente a ellos, los observaba en silencio; su hermano Giovan Carlo se sentaba a un lado, y Mattias caminaba arriba y abajo. El único sonido era el de sus botas y el roce de su cuerpo contra las hojas de las plantas.

–        “Espero que el dolor de cabeza sea leve, me aseguraron que ibais a estar poco tiempo dormidos, y veo que no me han engañado” – dijo Leopoldo mirando a Hernán directamente a los ojos. Tiziano intentaba liberarse de sus ataduras mientras intentaba despertar completamente su atención.

–        Algo me dice que no tenéis ninguna intención de ayudarme a apropiarme del Ducado de Urbino.

–        Celebro que conserves el sentido del humor, bastardo. – dijo Mattias – Se me olvidaba, sois todos bastardos…

–        ¿Por qué? – preguntó Gonzalo  – ¿Qué sentido tiene esta comedia?

–        Las circunstancias han cambiado, ya no hace falta perder tiempo, dinero y hombres por algo que ya tenemos, entraremos en detalles más adelante. – prosiguió Mattias – Pero aún podéis salvar vuestras vidas. – se sentó y dejó que Leopoldo prosiguiera.

–        Hernán, tu mujer tiene algo que yo quiero. Sólo lo puede tener ella, he removido los estados italianos, pagado a espías, sobornado a mercantes.

–        No sé de que me hablas, Leopoldo.

–        No, no lo sabes, estoy seguro. Te voy a contar una historia, Hernán. Hace muchos años partió una feluca desde el puerto de Nápoles rumbo a Roma. En ella viajaba un hombre sobre el que pendía una condena a muerte apenas pisase el suelo de los estados pontificios, había asesinado una persona tras una reyerta. Pero un cardenal muy poderoso intercedió por él y logró que le conmutasen la pena. Durante una escala en el viaje el hombre bajó a tierra, pero lo reconocieron, y fue apresado. Una vez transcurrido el tiempo necesario de constatar que era en realidad un hombre libre la nave había partido llevándose su equipaje, un salvoconducto capaz de abrir cualquier puerta. El hombre, ya muy debilitado por la malaria que sufría desde hace tiempo, enfermó y murió en un pequeño pueblo de pescadores de la costa. Desde entonces son muchas las personas que durante estos años han buscado el equipaje perdido. Si llega a mis manos os dejaremos libres, y podréis ir donde queráis, posiblemente fuera de nuestro ducado, estaríamos todos más tranquilos.

–        Temía que querías algo de Anna, maldita comadreja.

–        Cardenal Medici, si no te importa. Su Santidad Alejandro VII ha tenido a bien reconsiderar su decisión y acoge de nuevo a un Medici en el seno del colegio cardenalicio. Es una recompensa por haberle advertido del peligro que corría el Ducado de Urbino.

–        ¿Y cual es tu recompensa, Mattias?- preguntó Tiziano sin cesar en el intento de liberarse de las cuerdas que lo ataban.

–        Capitán general del ejército ducal… es un trabajo difícil, pero alguien tiene que hacerlo.

–        Y yo me ocuparé del gobierno de Toscana, mis hermanos tendrán que dejar la ciudad para ocuparse de sus nuevas responsabilidades. – dijo el hasta entonces mudo Giovan Carlo.

 

Le obligaron a Hernán a escribirme una nota pidiendo que acompañase al hombre que me la entregaba y que trajese conmigo “el salvoconducto”. Yo había usado la misma expresión durante la travesía desde Génova por lo que entendí de inmediato a qué se refería. Me rogaba además que no avisara a nadie de lo que estaba pasando y de hacer lo que se me pedía, pues el hombre que tenía delante de mí estaba armado y era muy peligroso. En verdad el aspecto del sicario era fiero aunque no adoptó conmigo la pose de bravo; no hizo más que entregarme la nota mientras que con un gesto casi imperceptible separó la capa apenas el espacio necesario para mostrar que apoyaba la mano en el guardamanos de su ropera. No apartó sus gélidos ojos de azules de mí mientras leía la nota.

–        Imagino que tendré que hacer caso a mi marido y que es inútil engañarle, señor….

–        Boccanera, Niccolò Boccanera, señora. Si no vuelvo con vuestra merced en media hora le cortarán el cuello a su marido y a su hermano.  

 

Hice tal como me indicó, con él siempre a mis espaldas hasta cuando saqué de su escondite lo que me pedían. Era lógico que no me dejase sola un momento, pero esperaba por lo menos una pequeña distracción para poder avisar a Martín o  Alonso, quienes no se percataron siquiera de la llegada del caballero.

 

Llegué en pocos minutos a la casa de té, sin que por un momento Boccanera se separase de mi lado como si fuese una sombra. La sala estaba casi a oscuras, pues el sol se había puesto, y a través de la vidriera del invernadero se adivinaban las sombras del jardín por el que paseamos Hernán y yo apenas unas horas antes. Intenté correr a abrazarlo, pero Boccanera me aferró el brazo con fuerza y no pude dar más que un paso. La luz de los dos candelabros puestos en el centro de la mesa no iba más allá de la misma, y sobre ella Leopoldo movía los dedos de su mano derecha con un movimiento rítmico, que denotaba su nerviosismo.

–         Anna, ¿estás bien? ¿Te ha hecho daño? – me preguntó Hernán.

–         No, no me ha tocado. ¿Y vosotros?

 

Leopoldo no nos dejó hablar más,

–         Siento interrumpir la escena familiar… Ya sabes lo que quiero, Anna, enséñamelo.

 

Cogí el largo tubo de cuero que tan bien conocía Hernán y que me acompañó desde Génova, y quité la tapa que cubría uno de sus extremos. Al hacerlo, el olor familiar a barniz me alejó por un momento de ese lugar maldito  y me hizo volver a casa, cuando era pequeña y estaba en el estudio de mi madre mientras ella examinaba las telas que acababa de adquirir en nombre del Rey Felipe. Saqué del tubo dos, que estaban enrolladas. Leopoldo y Giovan Carlo se apresuraron a separar los candelabros de manera que el centro de la mesa estuviese libre, y empecé a desenrollar las cuadros mientras Leopoldo no osaba ni siquiera a respirar. Al principio no se lograba distinguir lo que había figurado en la primera de ellas, pues el fondo era oscuro. Poco a poco se adivinaba una pierna, y algo que recordaba la piel de un carnero. A medida que iba desplegando el rollo apareció ante los ávidos ojos de quienes estaban a mi lado la figura delgada de un joven desnudo, sentado sobre un espectacular manto rojo, que apoyaba su brazo izquierdo sobre el respaldo del asiento y sostenía con indolencia una vara de madera mientras que su mirada, triste y lánguida, traspasaba la tela.

–        Aquí está, Leopoldo, es esto lo que quieres, ¿no? Y ésto… – dije mientras movía la tela para mostrar la que se encontraba debajo.

Ésta representaba el martirio de Santa Ursula; el asesino, aún con el arco en mano, observa como la flecha que acaba de lanzar se clava en el pecho de la santa, la cual mira la herida con expresión perpleja, un instante antes de sentir el dolor previo a la muerte.

–        Hernán, la historia que nos ha contado hoy Leopoldo – dijo Gonzalo al ver bien la tela mientras éste la observaba una vez la había cogido de la mesa – son los últimos días de vida del pintor Michelangelo Merisi, más conocido por el nombre de su pueblo natal…

–        ¡Caravaggio! ¡Los dos últimos cuadros que pintó Caravaggio! ¡Y ahora son míos! ¡Míos! ¡Míos! – gritaba Leopoldo mientras observaba las telas y las enseñaba a sus hermanos.

–        Así es Gonzalo  – intervino Anna – son sus últimos trabajos. Las llevaba consigo como regalo para el cardenal Escipión Borghese cuando embarcó en Nápoles, y nadie sabía donde estaban. Las consiguió mi madre, no supe nunca cómo. Sólo al abrir el testamento a los pocos días de morir llegué a saber de su existencia. El martirio era un encargo del príncipe genovés Marcantonio Doria. ¡Leopoldo, por dios, ya los tienes, dejadnos ir!

 

Seguía observando los cuadros sin hacernos prácticamente caso, su mirada estaba llena de codicia y deseo, no creo que hubiese nunca mirado así una mujer, tan obsesionado como estaba por aumentar su colección.

–         Estoy deseando llegar a Roma y darle la buena noticia a los Borghese y los Barberini… ¡ja! ¡Los tengo yo! ¡Son míos! – de repente pareció darse cuenta de mis súplicas – ¿Cómo? Ah, lo siento, no puede ser. No iréis a ninguna parte.

 

Nada más pronunciar esas palabras Tiziano, Gonzalo y Hernán al unísono doblaron sus esfuerzos por librarse de sus ataduras mientras pedían explicaciones. Más allá del haz de luz se movió una sombra, que iba acercándose poco a poco, y se oyó una voz decir en voz muy baja, casi un murmullo

–         Os lo dije hace muchos años, comisario, “no debéis desestimar el valor de la perseverancia”

 

Callaron todos, mientras quien hablaba se acercaba con pasos lentos. Era un hombre mayor, pero vigoroso. De complexión fuerte y cuerpo acostumbrado a la buena mesa, como se podía deducir por la abundante papada y barriga prominente. El pelo lo tenía cano, casi completamente blanco, y la mirada de sus ojos oscuros era la de un cazador, a pesar de que a primera vista podía engañar su aspecto casi bovino. Hernán me había hablado de él, por lo que supe de quien se trataba apenas lo vi, aunque no había que ser muy perspicaz para adivinar quien era. No había muchos cardenales que llamasen “comisario” a mi marido; es más, solo él, Francisco de Balboa y Mendoza.

–         Veo que seguís siendo siendo un hombre parco en palabras, comisario. Me esperaba una acogida más calurosa, tras tanto tiempo sin vernos.

 

Su presencia había dejado petrificada a mi familia, por lo que siguió hablando.

–         Yo consigo siempre lo que me propongo. Los Austrias se han acabado, ese majadero descerebrado que ocupa el trono no logrará nunca engendrar un hijo, por mucho que lo intente. Y como podéis entender no puedo dejar viva una rama que una Francia y España que no sea borbónica. ¿El Rey Felipe no permitió que yo ocupase el lugar que me había destinado la Divina Providencia? Sea. Pero ningún descendiente suyo vivirá para ocupar el trono de las Españas. O vivirá, simplemente. Aunque sea lo último que haga.

 

 

El Cardenal Mendoza hizo una pausa con expresión satisfecha. Recorrió con su mirada los presentes, estoy segura de que gozando de ese momento que había perseguido, quizás soñado, durante los últimos años. Continuó hablando con el mismo tono de voz que habría usado al decir la homilía delante de un grupo de parroquianos aburridos.

–         Tengo que volver a Roma; tras casi un decenio muriéndose, creo que a su Santidad finalmente le está llegando su hora. ¿Cuento con su voto en el próximo cónclave, Cardinale Medici?

–         Desde luego, Mendoza. Vuestra ayuda ha sido de valor inestimable durante nuestras últimas gestiones con el Vaticano: la restitución de la colección Urbino, nuestro cardenalato, el nombramiento de mi hermano como Capitán General…

 

Ahí estábamos nosotros, inermes e inertes mientras ellos se repartían nuestros despojos como si fueramos un jabalí tras la cacería. Nuestro silencio parecía poner nervioso al gran hombre, que por lo visto se esperaba otra escena.

–         ¿No vais a decir nada? ¿Ningún insulto, improperio, voto o promesa? ¿Ni siquiera por parte del segundo génito? Tú eras maestro en la Villa, seguro que no te faltan las palabras.

Gonzalo habló. Con un tono de voz calmísimo, casi glacial, dijo a Mendoza:

–         Aún no estamos muertos, Mendoza. No has ganado.

–         Por poco tiempo, aún por poco tiempo… “águila” – dijo acercándose a él hasta casi rozarse.

 

Dicho lo cual, Mendoza desapareció de nuevo entre las tinieblas. Se abrió una puerta al fondo de la sala, entró un grupo de hombres armados que ejercían las funciones de escolta de los mandatarios presentes. Leopoldo enrolló con sumo cuidado su tesoro, y con Giovan Carlo salieron, dejándonos solos con con Mattias y Boccanera. Entraron otros hombres, de aspecto fiero, seguramente usados por los Médici para ocuparse de asuntos delicados como el nuestro. El nuevo capitán general de los ejércitos pontificios en Urbino se puso su capa, recogió el sombrero y antes de salir impartió las últimas órdenes a Boccanera:

–         Ya has oído al cardenal, encárgate de ellos. Y cuando terminéis iréis a Via della Scala, conocéis el palacio. No debe quedar nadie vivo. Nadie, ¿entendido?

 

Tales palabras fueron como la clave usada por un hipnotizador para despertarnos de nuestro letargo; grité, imploré. Los hombres intentaban aflojar sus ataduras con tal foga que casi se cayeron de las sillas.

Entraron una decena de hombres, se veía que eran un grupo de sicarios expertos. Uno de ellos, que parecía el jefe, dispuso a los demás dispersos por la habitación y fue a colocarse al lado de Boccanera. Era una especie de gigante, mucho más alto que todos los demás; tenía el pelo muy largo, de color castaño claro, casi rubio, y una pequeña coleta retiraba las greñas más rebeldes de la cara y dejaban al descubierto unas facciones marcadas y bronceadas. Sus ojos eran de un color verde azulado, y unos poblados bigotes y una barba mal arreglada le cubrían el rostro. Vestía pantalones amplios y botas bajas; llevaba cruzada encima del coleto una especie de manta enrollada a cuadrados verdes de distinto tamaño e iba armado con dos espadas y un puñal. Le faltaba sólo estar atado de manos para ser una copia en carne y hueso de uno de los guerreros de piedra galos del Arco de Constantino.

Una vez colocados sus hombres Boccanera recorrió la habitación a grandes zancadas, musitando algo bajo los bigotes. Hernán advirtió que algo no iba a su gusto, por lo que azuzó a su viejo conocido

–         Niccolò, ¿en eso te has convertido? ¿En el perrillo faldero de Mendoza? ¡Ja ja ja ja! ¿dónde está el hombre que conocí? ¿Qué ha sido de tus principios? ¿Ahora te dedicas a matar a mujeres y niños? Eso es lo que hay en casa, tres niños que no levantan dos palmos del suelo, un chaval de dieciocho años, cuatro mujeres y dos hombres que hasta hace seis meses no eran más que unos muertos de hambre… ¡Bravo! – siguió azuzando al hombre quien se detuvo al lado del gigante.

–         ¡Basta Hernán! Tú lo has dicho, nos conocemos, no hace falta que sigas. No tenía ni idea de que Mendoza estaba detrás de todo ésto ni de lo que había que hacer después. – mientras hablaba llevaba su derecha casi imperceptiblemente a la empuñadura de su ropera, mientras que la izquierda se acercaba al puñal de misericordia que llevaba en la parte trasera de su cinto. Se giró para hablar con el cabecilla, que era a todas luces un extranjero.

–         Gherardo, ¿estás conmigo? – le preguntó.

 

El hombre se mesó los bigotes y se rascaba la barba mientras se apartaba de Boccanera y llevaba su mano izquierda a una de las dagas

 

–         ¿Asesinar a mujeres y niños? Eso lo hacen los ingleses, yo soy un Mac Glennloch de Paisley. ¿La paga es buena?

–         La mejor – le contestó Tiziano sonriendo – te has tropezado con una mina de plata, escocés.

–         Pues si es así…

 

Mientras el extranjero hablaba me iba dando la espalda; notaba como acariciaba la daga que llevaba en la parte de atrás de su cinto y creía adivinar cuales eran sus intenciones con ese movimiento. Una locura, pues… ¿y si me estaba imaginando yo todo? Mientras tanto continuaba hablando, sin parar. Ahora se dirigía a otro de los matones que estaba cerca de él

–         Claro, claro, hay que sopesar las cosas, los pros y contras. ¿Plata? ¿Y mucha?

–         Tu estás loco, por mucha plata que tengan no bastará para evitar que masacren a mi familia si traiciono a los Medici – respondía el bravo, que estaba a todas luces nervioso. Mientras tanto el escocés seguía hablando, y Boccanera se iba apartando de él hasta situarse más allá de una de las esquinas de la mesa.

–         Pues, gracias, menos mal que me has dejado claras tus intenciones, y me sirve de consuelo por lo que voy a hacer. ¿Sabes? Tengo que decirte algo – continuaba hablando el extranjero – siempre te he detestado.

 

Acompañó la última palabra con una patada que cogió desprevenido al otro hombre y lo tiró al suelo, mientras que rápidamente tomó la daga de su cinto y me la pasó. Era lo que esperaba, y desaté a Hernán; no fue difícil, el puñal era afiladísimo, y me dispuse a liberar también a mi hermano. Al mismo tiempo Boccanera con un movimiento fulminante lanzó el suyo, cruzó la habitación y fue a clavarse en el pecho del hombre que estaba en el extremo opuesto, detrás de Tiziano. Una vez sin sus puñales entraron en combate contra los que hasta hace poco eran sus compañeros, primero armados de dos espadas pero apenas libré de sus ataduras Hernán y Tiziano, les pasaron una de las roperas.

Gonzalo estaba sentado cerca del invernadero, y apenas vio que el escocés daba la primera patada a su adversario, con un movimiento veloz se tiró hacia atrás con si silla golpeando al sicario que se encontraba justo detrás de él; lo cogió tan de sorpresa que al caer rompió la vidriera que separaba el invernadero; un gran estruendo llenó la habitación, ruido de los cristales al desintegrarse bajo el peso del hombre, y el cacareo asustado de las aves exóticas que poblaban el recinto. Corrí a desatar a Gonzalo, quien tomó la espada del hombre que había golpeado, y lo atravesó sin miramientos.

Ahora cada uno de ellos tenía que hacer frente a un par de enemigos. Fue la primera vez que pude ver de lo que eran capaces los hombres de mi familia; había oído los relatos de sus empresas, las luchas sin cuartel, pero sólo en aquel momento pude comparar los relatos narrados a la luz de la chimenea con aquel derroche de sangre, crueldad y vísceras.

En pocos momentos quedó claro que la situación se volvía a nuestro favor, de los nueve asesinos que entraron en la estancia apenas cuatro quedaban ya con vida; había que salir de allí, llegar a casa y escapar con la familia. Hernán ordenó a todos que se fueran y me llevasen con ellos, mientras él con Boccanera despachaban a los tres últimos. No quise abandonarlo, pero insistió, y ante mi negativa el escocés me sacó de allí cargando conmigo como si fuese un bulto indisciplinado.

 

Salimos por una verja lateral al jardín, fuera de la cual estaban los caballos del grupo que entró en la casa de té con la intención de aniquilarnos. Salimos a galope tendido, llegaríamos a casa en pocos minutos; atravesábamos la ciudad como ánimas que escapasen del señor del Averno. No veía más allá de la cola del caballo que me precedía, el de Tiziano, pues las lágrimas me impedían percatarme de lo que sucedía a mi alrededor. No lograba creer que lo que nos estaba pasando fuese real, y temía por la vida de Hernán. Me reconfortaba el hecho de pensar que tres oponentes contra dos espadachines veteranos y curtidos como Boccanera y él no serían ningún serio peligro, pero también pensé que eran ya demasiadas las veces que había arriesgado la vida en los últimos meses. Tarde o temprano acabaría su fortuna, y no podía más que rogar que ese no fuese aún el momento. Esperanza vana.

Llegamos a nuestro palacete, y no nos costó demasiado organizar nuestra huida. Teníamos siempre preparado, en las caballerizas, el equipaje imprescindible para poder escapar a la menor señal de peligro. Desde que huyeron de España, cuando estacionaban por algún tiempo en alguna ciudad, tuvieron siempre esta costumbre, y establecían un plan de fuga por si fuera necesario. Al llegar a Florencia decidieron que si llegaba la ocasión huiríamos hacia el sur, sin tomar las carreteras principales.

Satur organizó todo con una precisión y celeridad que yo creía impensables en él. Lo había visto siempre como el compañero guasón de Gonzalo, alguien que continuaba a su lado más porque le diese pena que no por otro motivo; lo creía incapaz de organizar el trabajo necesario con tanta dedicación.

Estábamos preparados dentro de las cuadras, esperando la vuelta de Hernán con Boccanera. En un pequeño carruaje nuestro poco equipaje, Margarita, Irene, Matilde y los niños. Yo prefería cabalgar; en las caballerizas se estaba haciendo complicado tener en calma tal número de caballos, no habíamos querido dejarlos todos en la calle, el tiempo pasaba, y aún no habían vuelto. Me obligaba a desechar el pensamiento de que hubiese pasado algo malo, por lo que para engañar el tiempo no hacía que controlar una y otra vez que no nos hubiésemos dejado nada importante y que todos estuviesen preparados.

Finalmente oímos el paso de un caballo por la calle, Satur abrió el portón, pero entró un sólo caballero. Dentro estaba oscuro, por lo que no pude distinguir quien había entrado, notaba mi corazón en la garganta y no pude evitar lanzar un grito ahogado al ver el rostro de Hernán iluminado por un hacha sujeta a la pared. Estaba muy pálido y dos hilos de sudor le resbalaban por las sienes.

–        Dejamos los dos mejores para el final… Si todo el grupo hubiese sido como esos no habríamos logrado huir… Boccanera ha muerto… ¿Está… todo… pre…

No pudo terminar la frase, cayó del caballo. Tenía una herida de espada en el mismo hombro que había recibido la herida en Ligura, y perdía sangre.

–        ¡Satur, ven conmigo! – dijo Gonzalo – ¡Metedlo en el carruaje, no hay tiempo que perder! ¡Salid de la ciudad!

Miró por unos momentos el escocés, era más que una mirada era una pregunta, la que le estaba lanzando. Lo entendió, y dijo:

–        Os he dado mi palabra. Ahora estoy a vuestro servicio.

Gonzalo asintió y salió primero con Satur; nosotros lo hicimos pocos momentos después y apenas a las afueras de la ciudad nos alcanzó. Habían prácticamente asaltado la botica de Via della Scala y trajeron todo lo necesario para curar la herida de Hernán durante el viaje.

A los pocos días pudo volver a cabalgar, aunque seguía siempre muy pálido; no lo decía, pero sufría terribles dolores, se lo leía en la cara cuando subía o bajaba del caballo, o cuando tenía que realizar algún esfuerzo. Nuestra rutina era siempre la misma, los hombres vigilaban a turnos durante la noche, cuando descansábamos lo justo para hacer reposar a los caballos, y durante el día nos poníamos en viaje, por caminos secundarios casi impracticables. Llegamos hasta un pequeño pueblo en la costa adriática en apenas diez días, y desde allí teníamos que seguir la costa, siempre hacia el sur.

Vimos de nuevo el mar un amanecer; habíamos acampado en un pinar cercano, y fui caminando con Hernán hasta la orilla. Lo hacíamos despacio, me daba cuenta que dar un paso le suponía un esfuerzo titánico; parecía haber envejecido diez años en esos pocos días y advertí algo nuevo en su mirada, mientras ésta se iba iluminando poco a poco por la luz del sol. Vi en ella la derrota; se estaba despidiendo de mí, me estaba dejando. Fue entonces cuando, más por desesperación que por certeza, le dije que esperaba un hijo suyo. Me abrazó durante un buen rato, estaba hirviendo, me besó el cuello. Observó el mar; dijo, “es del color de tus ojos”, se volvió, me sonrióy cayó desplomado al suelo.

No hizo falta correr a avisar a los demás, creo que mis gritos se pudieron oír desde Dalmacia.

Veinticinco años después

 

No las había leído en veinticinco años. La copia de las cuartillas en las que escribí los hechos que llevaron a la muerte de Hernán; los originales se los mandé a Nuño de Santillana con otros efectos de su padre. Las he tenido siempre en una pequeña arqueta, a la vista, cerca de mi mano, pero sin tocarlas. Sólo hoy he podido reunir el coraje para hacerlo y volver a leerlas. Ahora cojo la pluma, para dejar por escrito que fue de nosotros cuando él nos dejó.

Abandonamos Italia desde el puerto de Bari, y fuimos a Malta. Tampoco nos quedamos mucho tiempo allí, pues no dejaban de llegarnos rumores, y teníamos miedo. Tras un año vagabundeando por el Mediterráneo decidimos que era mejor que nos separásemos. Tenía razón Alonso cuando nos conocimos en Génova: éramos un grupo demasiado numeroso, llamábamos la atención. Gonzalo, Margarita y sus hijos se fueron a Creta, a ocuparse de una de las bases comerciales de Santon. Tuvieron dos hijos más, dos niñas gemelas, y a pesar de las incursiones de los turcos su conocimiento de los usos y costumbres de esos países los tuvieron alejados de problemas. A pesar de que Satur se metía en ellos en continuación.

Tiziano, mi Tiziano, volvió a Italia. Sólo él estaba lo bastante loco como para hacerlo, y para sobrevivir a ello. Volvió a Florencia de incógnito y disfrazado sólo para llevarse consigo a Dafne, la muchacha que conoció en la mancebía de La Giannona, y se fueron a Roma. Decía que quería ver a Mendoza muerto, y lo hizo. Su cuerpo apareció flotando en el Tíber. Una vez cumplida su misión se fue con Dafne a Sicilia, se compró un poco de tierra y vive de ella.

Irene, Martín y sus hijos fueron a Viena, protegidos por el mismísimo Archiduque de Austria. Alonso se casó con Matilde durante nuestra estancia en Malta, han tenido dos hijos y se han afincado en el sur de Portugal.

He apoyado la pluma por unos momentos, y he acercado las manos al fuego. No termino a acostumbrarme al frío que hace, a pesar de todos los años que llevo en este país. El día es gris, están llegando las primeras nieves, y desde el refugio de esta cálida habitación puedo ver los páramos envueltos en las brumas. Seguía observando los papeles que tenía encima de la mesa, me había perdido de nuevo en los recuerdos y no me dí cuenta de que alguien había entrado y me observaba apoyado contra el ventanal. Es igual a su padre, no sé si hubiese acabado olvidando la cara de Hernán si su hijo no fuese su vivo retrato. Me mira divertido, “madre, estás siempre en las nubes”, me lo dice a menudo. Sí, lo reconozco, tengo la tendencia a abstraerme y perderme en mis pensamientos; sobre todo ahora, que tengo más tiempo para mí misma.

Entran como un torbellino sus dos hermanos, la mayor acaba de cumplir dieciocho años y el pequeño quince. Pelean siempre, pero se quieren con locura; el motivo de su última disputa es quien va a montar el bayo en la cacería de mañana: “¡ninguno, como sigáis chillando así!”, dice su padre, que acaba de entrar. Él no ha cambiado mucho desde entonces, o por lo menos yo lo sigo viendo como aquel día, los ojos verde-azules, la expresión fiera y divertida en el rostro, su presencia imponente. Ahora el pelo es más corto, su tez ha vuelto a su natural color pálido, su cuerpo ha perdido un poco de fuerza, pero sigue siendo el extranjero que me pasó su daga en la casa del té en los jardines de Boboli, una noche de marzo.

Glennloach Manor

Paisley, Escocia

Año del señor 1691

FIN

[1]     De “El Testamento de Lucrecia”: “dormiré para coger fuerzas, con un sueño profundo, como siempre. A mis fantasmas no les doy ni siquiera la satisfacción de dejarme en vela”.

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