Los libros

Cuando empecé a salir e ir a discotecas, en el siglo pasado, resonaban aún los ecos de una canción en la cual la cantante decía muy convencida que la noche anterior un pincha-discos (maravillosa palabra), le había salvado la vida con una canción.

No sé si quedan rastros en mí de aquella adolescente prematuramente alta, soñadora—sí, creo que de eso queda bastante—e insegura que bailaba la canción del pincha-discos y la mujer que le debe la vida, pero sí que puedo asegurar es que en esta fase de la mía, los libros me están, de alguna manera, salvando. Me aferro a ellos como debió hacerlo un soldado de Marco Antonio a los restos de su nave que se hundía mientras su general perseguía a Cleopatra huyendo del golfo de Actium. El ejemplo es quizás excesivamente dramático, reconozco que hay algo en mí de las drama queen, pero creo que las cosas hay que llamarlas por su nombre, y este 2018 para mí puede definirse, sin lugar a dudas, como un año de mierda. Temí la llegada de mi cumpleaños, que pasó sin pena ni gloria, en medio de la completa indiferencia a excepción de pocos y apreciados casos. Una sugerencia: si quien me lee quiere desaparecer del mundo, basta borrar su cuenta de Facebook. Así pues, me acercaba a mi cuadragésimo octavo cumpleaños preguntándome qué había hecho yo con los granos (¿de mostaza?) que según la Biblia el Señor había puesto en mi zurrón. Al intentar contestar a tal dilema me preguntaba si era posible pasar a la siguiente. En todas las casillas—excepción hecha de la salud, lo cual me parece algo obvio, si tuviese problemas con mi cuerpo no estaría escribiendo esto, pues estas pajas mentales se desvanecerían como por arte de magia—que se usan normalmente para definir el nivel de satisfacción de un ciudadano occidental medio, podría contestar con un “existe un amplio margen para la mejoría”. Incluso aquella parte de mi vida que imaginaba sólida, se ha revelado sujeta por ligeras puntadas en hilo de hilvanar, mientras yo creía que estaban firmemente cosidas con vainica doble. En este caso, el dicho “no hay peor ciego que el que no quiere ver” parece hecho ex-profeso para quien escribe. Para rematar la faena, el asunto de las letras por el momento no me está llevando a ninguna parte; dejo muy satisfechas, eso sí, a mis dos fieles lectoras. Además, me he ganado durante estos meses halagos por parte de alguien que maneja la pluma como pocos, aunque desgraciadamente sea desconocido para muchos.

Como decía antes, en este momento digamos “peculiar” de mi vida, en este 2018 color gris rata, las lecturas representan algo más que un mero pasatiempo. Me pierdo entre las líneas impresas, me quedo sin aliento delante de la maestría de mi adorado Joseph Conrad. He vuelto a leer Victory, en una preciosa primera edición de los años cincuenta, que ha llegado a mis manos atravesando el tiempo y buena parte del continente europeo. He leído por primera vez Chance, The Golden Arrow y The Secret Sharer (me pregunto si soy la única que encuentra tal relato impregnado de homosexualidad reprimida). ¿Existe algún nombre de heroína más perfecto que Flora de Barral?

He perdido la noción del tiempo con las excelentes novelas policíacas de Luis Roso, y de mano de Inés Plana he visto y sufrido, como si estuviese a su lado, con el teniente Tresser mientras se enfrentaba a sus fantasmas. Los maestros me han ofrecido lecciones magistrales desde su cátedra: Javier Marías me ha presentado a Berta Isla. Estoy leyendo sus novelas con lentitud desesperante, no más de dos al año. La lectura de las novelas de Marías me provoca un placer que imagino se pueda comparar solo al que siente el amante del buen coñac cuando toma a pequeños sorbos un vaso de su etiqueta favorita.
Don Arturo Pérez-Reverte, látigo de hipócritas y aficionado a echar migas a los patos en Twitter, me ha ofrecido ración doble: Eva y Los perros duros no bailan. Como siempre, eficaz, quirúrgico a la hora de satisfacer mi sed lectora, una especie de amante de largo recorrido que sabe precisamente cuáles son los puntos a tocar, cómo y cuándo.

He gritado “¡Thalassa! ¡Thalassa!” con Senofonte y sus mil al volver a ver el mar en la Anábasis. Sobre mi familia del Renacimiento favorita, los Borgia, he leído biografías sobre Cesare y Lucrezia, además de una novela histórica que me ha convencido aún más, si cabe, de que está germinando en mi mente algo que será completamente diferente, apenas encuentre el coraje para centrarme en ello. Me he despedido con inmenso dolor de Isidoro Montemayor, pues he leído la novela que me faltaba de la trilogía con tal personaje como protagonista, escrita magistralmente por Alfonso Mateo-Sagasta, con un humor y una ironía dignos de otro maestro, Juan Eslava-Galán, de quien he saboreado su Enciclopedia Eslava.

En estos tiempos el filón de la novela histórica en castellano se está revelando afortunado, con estos tres libros, completamente diferentes el uno del otro. La cofradía de la Armada Invencible está escrita con la minuciosidad de un amanuense por Emilio Lara. Es tal la cantidad de detalles, la precisión en las descripciones que, a pesar de viajar con los cofrades desde El Escorial hasta Irlanda y volver, tenía la sensación de no haberme movido del despacho del rey prudente, trabajando inclinado sobre una montaña jamás menguante de documentos y legajos. De la inmovilidad aparente de Emilio Lara he pasado al ritmo endiablado de Juan Gómez-Jurado en su La leyenda del ladrón, una novela llena de acción y ritmo, que me ha recordado a Ken Follett cuando estaba inspirado. Ese libro contiene todos los ingredientes del super-ventas y es tan fácilmente adaptable a la pantalla que “se ve” mientras se lee. La tercera novela histórica, no podía ser otra que El guardés del tabaco, de Jairo Junciel, con “mi” Aníbal Rosanegra. En este 2018 de lecturas lo he leído ya dos veces, y presumo que no acabará el año sin que lo lea una tercera. Si el paciente lector ha llegado hasta aquí, encontrará más detalles en la reseña  que escribí tras la primera lectura. Y si el lector además me sigue por Twitter, puede albergar la duda razonable de que yo sea una especie de groupie respecto a este personaje (sin, obviamente, gozar de los beneficios colaterales a causa de las leyes de la física y la naturaleza). Lo admito, tengo una debilidad por Aníbal, a pesar de que el autor se ha dejado muchas cartas bajo la manga, tantas que la única crítica que se le puede hacer es la de haber sido parco… A pesar que durante doscientas sesenta y cinco páginas no escuchemos más que a Aníbal, no es amigo de desnudar su alma por completo. Una pena, pues el fragmento más lírico y emocionante de la narración son precisamente las páginas en las que esta especie de Mr. Darcy (no porque se parezca, sino por lo hondo que llega) ante literam y sin diez mil esterlinas de renta al año, se deja llevar y permite que nos asomemos a su alma cuando la desnuda delante de la tumba de su madre. Por suerte, habrán más entregas.


Mientras escribo esta entrada estoy enfrascada en las últimas páginas de Trilogía de la guerra de Agustín Fernández Mallo, que me están recordando por qué amé a Faulkner durante mis estudios universitarios. No es fácil de plasmar en palabras la “stream of consciousness”. Marías es un maestro en esta técnica, y Fernández Mallo no le va a la zaga: juega con la sintaxis, los géneros literarios y las palabras con buena dosis de oficio.

En resumidas cuentas: este 2018 pasará probablemente con más pena que gloria, y existe siempre margen para que vaya a peor (soy una optimista), pero algo tengo claro. Si no fuera por estas personas de las que he hablado en las líneas anteriores, cada quien en su tiempo, latitud y pluma, que han dedicado su tiempo, trabajo, talento y empeño a escribir historias, hoy me sentiría peor. Motivo por el cual no cejo en mi empeño de garabatear páginas en blanco, por la esperanza de encontrarme algún día con una persona desconocida que me diga “he leído ésto que has escrito, y has logrado que me olvidase de mis problemas por un tiempo”.

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